Automáticamente, los demás miembros de la tribu repitieron el «¡Kriüeg-ah!», cuyos ecos se extendieron por la selva que circundaba el calvero, mientras unos simios se ponían a salvo desde las ramas inferiores y los grandes machos echaban a correr en dirección a Gunto.
De pronto, imponente y majestuoso, Numa, el león, se presentó en el claro y de las profundidades de su pecho brotó un carraspeo, al que siguieron un gemido y un rugido sordo que puso de punta los pelos del cráneo y de la espina dorsal de los formidables antropoides.
Ya dentro del claro, Numa se detuvo e inmediatamente cayó sobre él, procedente de los árboles cercanos, un auténtico diluvio de piedras de agudas aristas y ramas secas arrancadas de los troncos de añosos gigantes del bosque. Recibió una docena de impactos y, a continuación, los monos bajaron de las enramadas, se aprovisionaron de piedras y le acribillaron despiadadamente.
Numa dio media vuelta, dispuesto a emprender la retirada, pero una nutrida descarga de proyectiles de cortante filo le cerró el paso y entonces, en la orilla del calvero, el gran Taug le acertó de lleno con una roca del tamaño de la cabeza de un hombre. El rey de la selva se desplomó, aturdido por la tremenda pedrada.
Al tiempo que interpretaban su ensordecedor concierto de alaridos, ladridos y rugidos, los grandes monos de la tribu de Kerchak se precipitaron sobre el desplomado león. Piedras, palos y colmillos amarillentos se cernieron amenazadores sobre la inmóvil figura. En cuestión de segundos, antes de recobrar el conocimiento, Numa hubiera sido apaleado y desgarrado hasta quedar reducido a una masa sanguinolenta de carne destrozada, huesos rotos y pelos revueltos. Sólo eso habría quedado de la que poco antes era la criatura más temible y temida de la selva.
Pero cuando los palos y las piedras ya estaban en el aire, cuando los colmillos se disponían a hundirse en el cuerpo de Numa, de los árboles descendió a plomo una figura diminuta, de largas patillas blancas y semblante arrugado. Se plantó encima del león y empezó a bailotear, a chillar y a desafiar con chirriante vocecita a los machos de Kerchak.
Los simios interrumpieron su ataque, paralizados por el asombro que les producía aquello. Tenían ante sus ojos a Manu, el mico, a Manu, el diminuto cobarde, que desafiaba insolente la ferocidad de los grandes manganis, mientras daba saltos encima del cuerpo de Numa, el león, y les ordenaba a gritos que no volvieran a pegarle.
Y cuando los machos se quedaron quietos, Manu alargó el brazo y sus dedos se cerraron sobre una rojiza oreja. Tiró de ella con todas sus fuerzas, que no eran demasiadas, y, poco a poco, la pesada cabeza de Numa fue retirándose hacia atrás, hasta dejar al descubierto la desgreñada cabellera negra y el bien trazado perfil de Tarzán de los Monos.
Algunos de los simios de más edad votaban por rematar la tarea que habían empezado, pero Taug, el taciturno e impresionante Taug, se llegó de una rápido salto junto a Tarzán, se puso a horcajadas sobre la inconsciente figura del hombre mono y obligó a retroceder, a base de amenazas, a los que pretendían golpear al que durante la infancia había sido su compañero de juegos. Y Teeka, la consorte de Taug, se colocó a su lado y enseñó los dientes. Varios simios más siguieron su ejemplo y, por último, en tomo a Tarzán quedó formado un círculo de peludos paladines dispuestos a impedir que se acercara a él enemigo alguno.
Minutos después abría los ojos a la consciencia un sorprendido y escarmentado Tarzán. Lanzó una mirada en derredor, observó a los monos que le rodeaban y empezó a comprender lo que había sucedido.
Poco a poco una sonrisa fue iluminando sus facciones. No eran pocas las magulladuras que le laceraban y dolían, pero los beneficios de aquel lance le compensaban con creces. Merecía la pena el coste en contusiones. Había comprobado, por ejemplo, que tenía buenos amigos entre los sombríos monos de Kerchak, a los que consideraba animales sin sentimientos. Asimismo, había descubierto que Manu, el mico —el pequeño y cobarde Manu— acababa de arriesgar la vida saliendo en su defensa.
Conocer todo eso alegró enormemente a Tarzán, pero la otra lección que le impartió el caso le sacó los colores de la vergüenza. Siempre había sido un bromista, el único espíritu burlón de toda aquella comunidad de antropoides hoscos y malhumorados; pero en aquel momento, tendido allí, medio muerto a consecuencia de las lesiones que acababa de sufrir, a punto estuvo de jurar solemnemente que, en adelante, nunca más gastaría bromas pesadas… Casi lo juró, pero le faltó el casi.
PESADILLAS
L
OS NEGROS del poblado de Mbonga, el jefe, se estaban regalando con un festín espléndido, mientras por encima de ellos, en el gigantesco árbol donde tenía su atalaya, Tarzán de los Monos los observaba torvo, terrible, envidioso: tenía el estómago dolorosamente vacío. Aquel día, la caza se le había dado fatal, porque incluso para los mejores cazadores de la selva hay jornadas de escasez y días de opulencia. A veces, Tarzán pasaba todo un sol completo sin probar bocado e incluso hubo lunas enteras en las que poco le faltó para morir de inanición, pero esas ocasiones eran poco frecuentes.
En cierta época se abatió sobre los herbívoros una epidemia cuyos efectos devastadores se prolongaron durante varios años, en los que la región quedó prácticamente desprovista de caza. Y también hubo otro período en el que los grandes felinos se reprodujeron y proliferaron con tal rapidez que sus presas, que eran asimismo las de Tarzan, se alejaron aterradas de la zona y permanecieron ausentes una temporada considerablemente larga.
Pero lo normal era que Tarzán no tuviera problemas para alimentarse a gusto. Aquel día, sin embargo, tuvo que retirarse sin hincar el diente a nada, ya que cada vez que localizó una pieza, la mala suerte hizo que se le escapara, de modo que mientras permanecía en su punto de observación, viendo cómo los indígenas se daban el gran banquete, los ramalazos del hambre que sacudían su estómago intensificaban las llamas del odio hacia los enemigos de toda la vida que ardían en su pecho. Era realmente todo un suplicio de Tántalo, estar allí sentado, muerto de hambre, mientras los gomanganis comían a dos carrillos y llenaban el estómago hasta el punto de que las barrigas parecían a punto de estallar. ¡Y se hinchaban nada menos que de filetes de elefante!
Cierto que Tarzán y Tantor eran los mejores amigos del mundo y que Tarzán aún no había probado la carne de elefante, pero era evidente que los gomanganis habían matado uno y como se lo estaban pasando en grande degustando la carne de su víctima, a Tarzán no le asaltó duda alguna en cuanto a la ética de proceder del mismo modo, de presentársele la oportunidad. Si hubiera sabido que el elefante había muerto enfermo y que llevaba varios días sin vida cuando los indígenas encontraron su cadáver, no se habría sentido tan deseoso de participar en el banquete, porque Tarzán de los Monos no comía carroña. A pesar de todo, el hambre puede embotar los paladares más exquisitos y Tarzán no era precisamente un sibarita.
En aquellos instantes era una famélica fiera salvaje, a la que sólo mantenía a raya la cautela, porque numerosos guerreros negros hormigueaban alrededor del gran caldero situado en el centro de la aldea y ni siquiera el formidable Tarzán de los Monos podía pasar a través de ellos sin sufrir daño. Por lo tanto, no le quedaba más remedio que continuar allí, aguantándose el hambre, hasta que los indígenas, a fuerza de engullir, cayeran en el estupor para, entonces, bajar y, si habían dejado algunas sobras, aprovecharlas y echarse algo al coleto. Pero al impaciente Tarzán le parecía que aquellos glotones gomanganis reventarían antes que dejar un solo bocado sin consumir. Durante unos momentos interrumpieron su monótono festín para lanzarse a la interpretación de unos pasos de danza guerrera, una breve maniobra cuyo objetivo era estimular la digestión lo suficiente como para caer con renovado y vigoroso entusiasmo sobre las tajadas y seguir atiborrándose a conciencia. Pero el consumo de tremendas cantidades de carne de elefante, regada con litros y litros de cerveza indígena, no tardó en dejar a los indígenas demasiado aturdidos como para entregarse a cualquier clase de ejercicio físico; algunos habían llegado a tal estado de sopor que ni siquiera les era posible levantarse del suelo y optaban por seguir tendidos, aunque lo bastante cerca del gran caldero como para continuar atracándose hasta perder el conocimiento.
La medianoche había quedado bastante atrás cuando Tarzán empezó a vislumbrar el fin de la orgía. Los guerreros negros se desplomaban ya a un ritmo bastante acelerado, pero unos cuantos aún resistían tenazmente. A la vista de su lamentable estado, sin embargo, Tarzán no dudaba de que le sería fácil entrar en la aldea y arrancar un puñado de carne ante las mismas narices de los indígenas, pero un puñado de carne no era suficiente. Sólo atiborrarse a modo aplacaría el hambre espantosa de su vacío estómago. Por consiguiente, necesitaba disponer de tiempo para satisfacer en paz su inmenso apetito.
Por último, sólo un guerrero se mantenía obstinadamente fiel a sus ideales… un individuo entradísimo en años cuya barriga, antes arrugada, aparecía ahora tan lisa y tersa como la piel de un tambor.
Con evidentes dificultades e incluso muestras de dolor, el viejo se arrastró hasta el caldero, logró ponerse de rodillas, penosamente, y esa postura le permitió alargar la mano, hundirla en el recipiente y coger un pedazo de carne. Luego rodó hacia el suelo, quedó boca arriba y, en tal postura, se introdujo lentamente el trozo de carne entre los dientes y, a la fuerza, trató de empujarlo garganta abajo hacia el repleto estómago.
Tarzán tuvo la absoluta certeza de que el anciano estaba dispuesto a seguir comiendo hasta reventar, o hasta que no quedase una brizna de carne. El hombre mono meneó la cabeza, asqueado. ¿Cómo podían ser aquellos gomanganis unos seres tan repugnantes? Sin embargo, de todos los habitantes de la selva, eran los únicos que en el aspecto se parecían a Tarzán. Tarzán era un hombre y ellos también debían de ser alguna especie de hombres, de la misma manera que los pequeños micos, los grandes monos y Bolgani, el gorila, pertenecían evidentemente a una sola familia, aunque su tamaño, su aspecto y sus costumbres eran distintos. Tarzán se sintió avergonzado, porque de todos los animales de la selva, el hombre era el más repulsivo… El hombre y Dango, la hiena. Sólo Dango y el hombre comían hasta que se hinchaban como una rata muerta. Tarzán había visto a Dango meterse a bocado limpio en el cadáver de un elefante, seguir profundizando y comiendo hasta atiborrarse de tal modo que luego no pudo salir por el túnel a través del cual había abierto paso a dentelladas. Tarzán estaba ahora predispuesto a creer que, caso de presentársele semejante oportunidad, el hombre actuaría exactamente igual. El hombre también era el menos estético de los animales, con sus piernas esqueléticas y su abultado estómago, con su dentadura desgastada y deteriorada y sus labios gruesos y rojos. El hombre era una criatura repelente. La mirada de Tarzán de los Monos no podía apartarse de la figura de aquel asqueante viejo guerrero que, a sus pies, seguía revolcándose en la inmundicia.
¡Anda! El nauseabundo individuo volvía a incorporarse trabajosamente hasta ponerse de rodillas para echar mano a otro pedazo de carne. El dolor le arrancaba sonoros gemidos y, sin embargo, seguía empeñado en comer, comer, comer, comer sin parar. Al no poder soportarlo por más tiempo —ni el hambre ni el repugnante espectáculo—, Tarzán se deslizó hasta el suelo por el tronco del árbol, poniendo buen cuidado en situar éste entre su persona y la del indígena tragaldabas. El cual continuaba de rodillas ante el caldero, casi doblado sobre sí mismo a causa de la angustia. Daba la espalda al hombre mono. Tarzán se le acercó rápida y silenciosamente. Sus dedos de acero se cerraron alrededor de la negra garganta sin producir el más leve ruido. El forcejeo apenas duró unos segundos, porque el guerrero era viejo y estaba medio idiotizado por los efectos de tanto engullir carne y trasegar cerveza.
Tarzán soltó la masa inerte del viejo y extrajo del caldero unos cuantos trozos gruesos de carne —suficientes para saciar incluso su hambre tremenda— y luego levantó el cuerpo del indígena y lo soltó dentro del recipiente. ¡Cuando los demás negros despertaran de su embriaguez tendrían algo en qué pensar! Tarzán sonrió. Al tiempo que se volvía para regresar con sus vituallas al árbol cogió una vasija de cerveza y se la llevó a los labios, pero apenas probó aquel liquido se apresuró a escupirlo y a arrojar al suelo la primitiva jarra. Estaba completamente seguro de que hasta el mismísimo Dango repudiaría un liquido que tenía tan mal sabor. Tal convencimiento hizo que el desprecio que a Tarzán le inspiraba el hombre aumentase de manera sustancial.
El hombre mono se internó en la selva cosa de kilómetro y medio antes de hacer un alto para dar buena cuenta de la carne requisada. Notó que despedía un olor extraño y desagradable, pero supuso que eso tal vez se debiera a haber estado en un recipiente de agua sobre el fuego. Naturalmente, Tarzán no estaba acostumbrado a la carne hervida. Nunca le había gustado, pero el hambre le acuciaba de tal modo que consumió una parte considerable del botín que se llevó de la aldea antes de darse cuenta definitivamente de que aquello era asqueroso de veras. Para satisfacer su apetito necesitó mucha menos cantidad de la que en principio había imaginado.
Arrojó al suelo la que le quedaba, se acurrucó en una horqueta que le pareció cómoda y se dispuso a dormir; pero al parecer no había forma de conciliar el sueño. Por regla general, Tarzán de Los Monos se quedaba dormido en menos tiempo del que tarda un perro en enroscarse sobre una alfombra colocada delante de una chimenea animada por la alegría de un buen fuego, pero aquella noche no paraba de retorcerse y de dar vueltas y vueltas, porque una sensación rara le removía la boca del estómago, como si algunos de los trozos de carne que reposaban allí dentro pretendieran abandonar la barriga, salir por la boca y lanzarse a través de la noche en busca del elefante del que los arrancaron. Tarzán, sin embargo, era duro como el diamante. Apretó los dientes y los obligó a quedarse en el estómago. Después de haber tenido que esperar tanto para agenciársela, no quería verse privado de aquella carne.