Sin embargo, hubo una vez en que la cuerda tuvo un papel destacado, una ocasión, la única, que Tublat recordaba complacido. Tarzán, cuyo cerebro era tan dinámico como activo era su cuerpo, siempre estaba ideando nuevas diversiones y juegos que poner en práctica. Merced a tal deporte aprendió infinidad de cosas durante la niñez. Aquel día aprendió algo, y el hecho de que no perdiera la vida en el proceso de ese aprendizaje constituyó una agradable sorpresa para Tarzán y una enorme contrariedad para Tublat.
Al echar el lazo a un compañero de juegos que estaba en lo alto de un árbol, por encima de él, el niño no alcanzó al cachorro de mono, sino que la cuerda se enganchó en una rama que sobresalía. Cuando el mono trató de soltar el nudo, lo que hizo fue apretarlo más. En vista de ello, el pequeño Tarzán trepó por la cuerda para desprender el lazo de la rama. Se encontraba en plena ascensión cuando otro compañero de juegos, retozón él, cogió el cabo de la cuerda que se arrastraba por el suelo y echó a correr con él, alejándose todo lo que pudo. Cuando Tarzán le gritó que dejase de hacer lo que estaba haciendo, el joven mono aflojó un poco la cuerda, momentáneamente, y luego la tensó de nuevo. Como consecuencia de aquella maniobra, el cuerpo de Tarzán empezó a balancearse, en un movimiento de columpio que le resultaba de lo más agradable y comprendió de súbito que acababa de descubrir un nuevo y divertido entretenimiento. Animó al mono a que continuara aflojando y tirando de la cuerda, mientras él se mecía en el aire, yendo de un lado a otro en todo lo que permitía la longitud de la cuerda. Sin embargo, la distancia no era lo bastante amplia y tampoco se encontraba a la suficiente altura del suelo como para que el juego le produjera esa imprescindible tensión emotiva que tan sugestivos hace los pasatiempos de los jóvenes.
De modo que Tarzán trepó a la rama donde estaba prendido el lazo y, tras soltarlo, ascendió con la cuerda y la ató a una gruesa rama situada mucho más arriba. Una vez asegurado allí un extremo, cogió el cabo suelto y descendió con él a través de la enramada todo lo que la cuerda dio de sí. A continuación, empezó a columpiarse, colgado del extremo, torciendo y retorciendo su ágil cuerpo, como un plomo humano suspendido de un péndulo de hierba… a diez metros del suelo.
¡Ah, qué delicia! Verdaderamente, era un nuevo juego de primera magnitud. Tarzán estaba en la gloria. En seguida comprobó que, si contorsionaba el cuerpo de la manera apropiada, podía refrenar o acelerar la oscilación y, al ser un jovencito inquieto y revoltoso, optó, naturalmente, por acelerar. En seguida, su balanceo cobró velocidad y largo vuelo, mientras abajo, en tierra firme, los simios de la tribu de Kerchak contemplaban sus evoluciones con ligero asombro.
De haber sido cualquiera de nosotros el que se columpiaba allí, lo que sucedió entonces no habría ocurrido nunca, porque no habríamos aguantado tanto tiempo suspendidos del extremo de la cuerda de hierba. Pero balanceándose colgado, agarrado a ella con las manos, Tarzán se encontraba tan a gusto como si estuviera de pie en el suelo. O, al menos, casi tan a gusto. Sea como fuere, no sentía el menor cansancio después de seguir allí un rato tan largo como para que a cualquier mortal comente y moliente se le hubieran quedado los músculos entumecidos a causa de la tensión del esfuerzo físico. Y esa fue su perdición.
Lo mismo que los demás miembros de la tribu, Tublat no le quitaba ojo. De todos los seres que poblaban la selva, a ninguno odiaba de todo corazón Tublat tanto como a aquella espantosa caricatura de simio, blanco y sin pelo. De no ser por la ágil destreza de Tarzán y por la celosa vigilancia que el salvaje amor maternal de Kala proyectaba sobre su hijo adoptivo, Tublat hubiera eliminado mucho tiempo atrás aquel baldón que mancillaba el honor de su familia.
Había transcurrido tanto tiempo desde que Tarzán se convirtió en integrante de la tribu que Tublat había olvidado las circunstancias que concurrieron en el ingreso en la familia de aquel huérfano de la jungla. Como resultado de ese olvido, imaginaba que Tarzán era vástago suyo, lo cual acentuaba enormemente su disgusto.
El balanceo del péndulo había cobrado un gran impulso y su recorrido era alto y amplio. De pronto, cuando Tarzán de los Monos se encontraba en el punto más alto del arco que trazaba la cuerda, ésta se partió, como consecuencia del desgaste producido por su prolongado roce con la áspera corteza de la rama del árbol. La atenta mirada de los simios espectadores vio salir disparado el moreno cuerpo del tarmangani, que abandonó el árbol, surcó el aire y luego cayó a plomo. Tublat dio un tremendo salto, a la vez que profería lo que en un ser humano habría sido un eufórico grito de júbilo. Aquello iba a ser el fin de Tarzán y de casi todos los problemas de Tublat. A partir de entonces, llevaría una existencia pacífica, tranquila y feliz.
Tarzán se desplomó desde una altura de más de doce metros y su cuerpo cayó de espaldas sobre un arbusto de denso follaje. La primera en llegar junto a él fue Kala… la feroz, la espantosa, la tierna y cariñosa Kala. Años atrás había visto perder la vida a su propio
balu
, estrellándose de modo semejante. ¿Iba a perder de la misma manera también a aquél? Cuando lo encontró, Tarzán yacía completamente inmóvil entre las ramas del arbusto, bastante hundido en ellas. A Kala le costó varios minutos extraerle de la maraña del follaje, pero Tarzán no estaba muerto. Ni siquiera sufría heridas graves. Las ramas del arbusto habían amortiguado la violencia del impacto. El corte que presentaba en la nuca indicaba el punto donde la cabeza chocó con el tronco y explicaba el que hubiera perdido el sentido.
En cuestión de minutos, Tarzán se mostró tan activo como siempre. Tublat estaba furioso. Su indignación le llevó a provocar a un congénere sin comprobar previamente su identidad, cosa que le valió una zuna de las buenas, ya que había tenido la desgracia de ir a desahogar las malas pulgas producto de su desilusión con un fornido y belicoso macho joven que se encontraba en la plenitud de su vigor físico.
Tarzán, por su parte, había aprendido algo nuevo: que el roce continuado desgastaba la cuerda. Aunque tuvieron que pasar largos años antes de que ese conocimiento hiciera por él algo más que simplemente impedirle columpiarse durante demasiado tiempo o, también, a demasiada altura del suelo.
Día llegó, sin embargo, en que lo mismo que estuvo a punto de matarle sirvió para salvarle la vida.
Por entonces ya no era un niño, sino un robusto y selvático mocetón. Nadie velaba solícitamente por él, ni tampoco lo necesitaba. Kala había muerto. Tublat también. Y aunque con Kala se fue la única criatura que había querido realmente a Tarzán de los Monos, después de que Tublat fuera a reunirse con sus difuntos antepasados, aún quedaban en este mundo muchos otros seres que odiaban al hombre mono. Ello no se debía a que Tarzán fuese más cruel o más salvaje que los que le aborrecían, porque aunque no dejaba de mostrarse cruel y salvaje en la medida en que lo eran los demás animales de la selva, a veces tenía rasgos de delicadeza ajenos por completo a las otras fieras. No, lo que le hizo ganarse la antipatía de quienes le miraban con ojos hostiles consistía, principalmente, en el hecho de que era poseedor de algo que no podían entender, un don especial que a ellos les estaba negado: el sentido del humor, la capacidad de crear y explotar situaciones cómicas. Puede que, en ocasiones, Tarzán exagerase un poco la nota, ya que algunas de las bromas que gastaba a sus amigos eran más bien pesadas y dolorosas, del mismo modo que las trampas y acosos a los que sometía a sus enemigos solían ser bastante crueles.
Pero ninguno de estos motivos era la causa de la enemistad de Bukawai, el infame hechicero que habitaba la cueva sita entre los dos montes, a mucha distancia, hacia el norte, de la aldea de Mbonga. Bukawai sentía celos de Tarzán, y Bukawai estuvo en un tris de provocar la destrucción del hombre mono. Largos meses llevaba Bukawai alimentando su odio, cuando la venganza le parecía algo remotísimo, dado que Tarzán de los Monos frecuentaba otras zonas de la selva, a muchos kilómetros de distancia de la guarida de Bukawai. Sólo en una ocasión se habían cruzado los caminos del hechicero y del dios-demonio, como los negros llamaban frecuentemente a Tarzán, una ocasión en la que éste escamoteó al brujo unos pingües honorarios, al mismo tiempo que demostró que su boca mentía y que los conjuros que preparaba eran más falsos y engañosos aún. Bukawai nunca podría perdonar aquella faena, aunque parecía muy improbable que se le presentara la oportunidad de tomar cumplida venganza.
Sin embargo, esa oportunidad se presentó, y de un modo verdaderamente inesperado. Un día, en su expedición de caza, Tarzán se aventuró mucho en dirección norte. Se encontraba a bastante distancia de la tribu, ya que a medida que se acercaba al estado adulto, el hombre mono se alejaba cada vez más en sus cacerías en solitario, que prolongaba durante varias jornadas. De niño siempre disfrutó saltando y jugando con los monos jóvenes, sus compañeros; pero estos amigotes de la infancia se habían convertido en grandes machos, hoscos, esquivos y malhumorados, o en madres desconfiadas y suspicaces, que velaban celosamente por sus desvalidos
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. Así que Tarzán encontraba en su propio espíritu y mentalidad humana una compañía mucho más amplia, franca y abierta que la que pudiese brindarle cualquiera de los monos de la tribu de Kerchak.
Aquel día, mientras Tarzán cazaba, el cielo fue encapotándose poco a poco. Nubes desgarradas, que el viento sacudía e impulsaba de aquí para allá, corrían por el cielo a baja altura, casi rozando las copas de los árboles. A Tarzán le recordaron a aterrados antílopes huyendo de la acometida del león hambriento. Pero aunque las nubes se desplazaban a gran velocidad, la selva permanecía quieta. Ni una hoja se estremecía y el silencio era un peso enorme, muerto…, insoportable. Hasta los insectos parecían paralizados por el miedo a algún peligro inminente y los animales de mayor tamaño guardaban un silencio sobrenatural. Un bosque semejante, una jungla así pudo haber existido allí mismo al principio de los tiempos, en una época desaparecida siglos y siglos antes de que Dios sembrase la vida sobre la Tierra, cuando los sonidos eran algo inexistente, ya que tampoco había oídos para escucharlos.
Y por encima de todo se extendía un pálido celaje ocre, a través de cuya transparencia se desplazaban las azotadas nubes. Tarzán había visto muchas veces desarrollarse aquellas condiciones meteorológicas, pero nunca dejaba de asaltarle una sensación extraña cuando se repetían de nuevo ante sus ojos. El miedo era algo desconocido para él, pero frente a las manifestaciones de los crueles e inconmensurables poderes de la Naturaleza se sentía muy pequeño, insignificante y solitario.
Percibió de pronto un leve y lejano gemido.
—Los leones andan a la busca de presa —murmuró para sí. Alzó la mirada hacia las fugitivas nubes. El gemido aumentó de volumen—. ¡Ahí vienen! —silabeó Tarzán de los Monos, al tiempo que se refugiaba bajo las ramas de un árbol frondoso. De pronto, las copas de todos los árboles se inclinaron simultáneamente hacia el suelo, como si Dios hubiese bajado una mano y Su palma se apoyara en la Tierra. Tarzán musitó—: ¡Ya llegan! ¡Los leones ya llegan! —Estalló en el cielo un deslumbrante relámpago, seguido de un trueno ensordecedor. Tarzán gritó—: ¡Los leones han saltado y ahora rugen feroces sobre los cuerpos de sus víctimas!
Los árboles se bamboleaban furiosamente en todas direcciones, agitados por un vendaval demoníaco que fustigaba despiadamente a la selva en peso. Y entonces empezó a llover… Pero no era una lluvia como la que cae en nuestras tierras del norte, sino un diluvio impresionante, repentino, cegador, asfixiante. «La sangre de las víctimas», pensó Tarzán, al tiempo que se acurrucaba contra el tronco del árbol bajo el que se había cobijado.
Se encontraba cerca del extremo de la jungla y, antes de que se desencadenara la tormenta, había vislumbrado a lo lejos las moles de dos pequeños montes. Ahora no distinguía nada. Se lo estaba pasando en grande escudriñando a través de aquella lluvia torrencial, tratando de localizar las dos colinas e imaginando que la catarata que soltaba el cielo se las había llevado por delante, las había barrido. Con todo, no ignoraba que acabaría por escampar, que el sol volvería a brillar en las alturas y que todo seria otra vez como antes, con la excepción de que se habrían quebrado unas cuantas ramas y de que algún anciano patriarca del bosque, medio putrefacto ya, se habría desplomado para enriquecer con el abono de su corrupción el suelo que lo había estado alimentando y robusteciendo durante, quizás, varios siglos. Alrededor del hombre mono, ramas y hojas saturaban el aire o iban a parar al suelo, arrancadas por la violencia del tornado o por el peso del agua que se abatía sobre ellas. Un tronco seco se quebró y cayó a pocos metros de distancia, pero a Tarzán le protegían de tales peligros las largas, fuertes y frondosas ramas del robusto gigante bajo cuyo amparo le llevó el profundo conocimiento que tenía de todo lo relativo a la selva. Allí no existía más que un solo peligro, y éste era muy remoto. Sin embargo, le alcanzó. Sin previo aviso, el árbol bajo el que se encontraba atrajo sobre sí la furia eléctrica de un rayo, y cuando la lluvia cesó y el sol volvió a salir, Tarzán yacía desmadejado en el suelo, en el lugar donde había caído, de bruces, entre los restos del coloso de la jungla que debería haberle protegido.
Bukawai salió a la entrada de su cubil una vez cesó la lluvia y la tormenta hubo pasado. El hechicero contempló el panorama. El anciano sólo podía ver con su único ojo, pero aunque hubiese tenido una docena no habría hallado el menor asomo de belleza en la fresca dulzura de la selva reanimada, porque tales cosas, según la química de su personalidad, no provocaban reacción ninguna en su cerebro. Del mismo modo que, aunque hubiese tenido nariz —que le faltaba desde hacía muchos años— tampoco habría encontrado placer ni deleite en el aroma del aire, límpido, traslúcido, recién purificado.
Una a cada lado, las únicas y constantes compañeras del leproso, las dos hienas, olfateaban la atmósfera. En aquel momento, una de ellas emitió un sordo gruñido, aplastó el hocico contra el suelo y echó a andar, serpenteante y cautelosa, hacia la jungla. La otra le siguió. Ello despertó la curiosidad de Bukawai que, con su gruesa estaca en la mano, emprendió la marcha tras ellas.
Los dos animales se detuvieron a unos metros del caído Tarzán. Husmearon y gruñeron. Luego llegó Bukawai, que al principio no podía dar crédito a lo que contemplaban sus ojos. Pero cuando comprobó que se trataba verdaderamente del dios-demonio su furor no conoció fronteras, al creer que estaba muerto y, en consecuencia, considerar que se le había birlado la venganza con la que tanto tiempo llevaba soñando.