—¿Qué fue eso? —preguntó Tarzán.
Teeka sacudió la cabeza.
—Arrojé estas cosas a los machos desconocidos.
Sacó otro puñado de aquellos brillantes cilindros de metal rematados por un extremo en forma de cono de color gris mate.
Tarzán los contempló, al tiempo que se rascaba la cabeza.
—¿Qué son? —quiso saber Taug.
—No lo sé —repuso Tarzán—. Me los encontré.
El mico de la barba gris se detuvo en un árbol, a más de kilómetro y medio de distancia, y se acurrucó, despavorido, contra una rama. Ignoraba que el difunto padre de Tarzán de los Monos había regresado en el tiempo, a través de un lapso de veinte años, para salvar la vida de su hijo.
Como también lo ignoraba el propio Tarzán, lord Greystoke.
BROMAS DE LA SELVA
E
L ABURRIMIENTO era algo prácticamente desconocido para Tarzán. Incluso allí donde impera la rutina de la uniformidad, la monotonía no puede tomar carta de naturaleza si dicha uniformidad rutinaria consiste en esquivar la muerte primero de una manera y después de otra, o en causar la muerte a los demás. Tal existencia azarosa no deja de tener su gracia y su sabor, pero es que, además, Tarzán de los Monos sabía sazonarla con diversas actividades producto de su propia imaginación.
Ya era un hombre adulto, dotado de la gracia de un dios griego y de la fuerza de un toro. Según los principios y características de los grandes simios, debería ser un individuo huraño, malhumorado y taciturno, pero no lo era. Conservaba su sentido del humor, sin que el transcurrir del tiempo lo menoscabase; seguía siendo el chiquillo retozón y zaragatero de siempre, con gran desconcierto por parte de sus compañeros antropoides. Éstos no podían comprenderle, ni a él ni a su forma de comportarse, porque, con la madurez, los simios olvidaban rápidamente su juventud y perdían las ganas de divertirse.
Claro que, a su vez, Tarzán tampoco era capaz de entenderlos a ellos. Le parecía inconcebible que apenas unas lunas antes hubiera enlazado con su cuerda el tobillo de Taug para, tras arrastrarlo un trecho, soltarlo y enzarzarse ambos en un simulacro de batalla mientras chillaban, rodaban y triscaban alegremente entre las altas hierbas. En cambio, ahora, cuando se acercó a Taug por detrás y lo arrojó al suelo de un empujón, en vez del joven simio dispuesto a jugar, con lo que se encontró Tarzán fue con un bestia gigantesca y gruñona, que giró en redondo y se abalanzó sobre él, con las manos por delante, prestas para cerrarse alrededor de su garganta.
Tarzán esquivó la acometida con facilidad y la cólera de Taug se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos, pero no la reemplazó ningún deseo de jugar. Tarzán comprendió que Taug ni se divertía ni resultaba un tipo divertido. El gran macho parecía haber perdido por completo el poco o mucho sentido del humor que otrora pudiese haber animado su talante. Con un gruñido de decepción, el joven lord Greystoke puso rumbo hacia terrenos más propicios para el entretenimiento. Le caía sobre uno de los ojos un mechón de pelo negro. Lo apartó de un manotazo, al tiempo que echaba la cabeza atrás. Aquello le sugirió algo que hacer y fue en busca de la aljaba, escondida en el hueco del tronco de un árbol herido por un rayo. Sacó las flechas, puso el carcaj boca abajo y vació en el suelo todo su contenido: los escasos tesoros de Tarzán. Entre ellos había una pequeña piedra plana y una concha que había recogido en la playa contigua a la cabaña de su padre.
Frotó cuidadosamente el borde de la concha con la superficie plana de la piedra, hasta conseguir un corte fino y aguzado. Procedió a la manera de un barbero que afilase la navaja y parecía poseer una habilidad semejante a la de tal profesional, pero lo cierto es que su competencia en tal menester era fruto de muchos años de esmerada práctica. Sin ayuda de nadie había descubierto un sistema propio para dotar a la concha de un filo estupendo —incluso lo probó en la yema del pulgar— y cuando se sintió satisfecho de su corte, cogió el mechón de pelo que le caía sobre la frente, sujetó la concha con el pulgar y el índice de la mano izquierda y aplicó el filo a la guedeja, pasándolo por el pelo hasta cortarlo. Repitió la operación alrededor de la cabeza y acabó por dejar reducida la melena a una serie de trasquilones capitaneados por el que decoraba su frente, el primero que perpetrara. La estética de su aspecto le tenía sin cuidado, la comodidad y la seguridad era lo que realmente le importaba. Un mechón de pelo que cae por delante de los ojos de uno puede representar la diferencia entre la vida y la muerte, del mismo modo que una pelambrera larga que cae por la espalda resulta de lo más incómodo, sobre todo si está húmeda o mojada a causa del rocío, la lluvia o el sudor.
Mientras se entregaba a sus tareas de peluquería, las ruedecitas de su dinámico cerebro no cesaban de dar vueltas. Recordó su reciente combate con Bolgani, el gorila. Las heridas que sufrió en aquella pelea casi estaban totalmente curadas. Repasó mentalmente las extrañas aventuras que vivió durante sus primeras pesadillas y sonrió al evocar el doloroso resultado de la última broma que gastó a la tribu, cuando, disfrazado con la piel de Numa, el león, se acercó a los antropoides y trató de asustarlos a base de rugidos…, para acabar recibiendo una paliza que estuvo a punto de costarle la vida, cuando los gigantescos machos se precipitaron en masa sobre él y pusieron en práctica todo lo que les había enseñado para defenderse de un ataque de su enemigo ancestral.
Trasquilada la cabellera a su gusto y como quiera que no vislumbraba la menor posibilidad de diversión entre los miembros de la tribu, Tarzán subió a la enramada y emprendió el vuelo en dirección a su cabaña. Sin embargo, no había recorrido más que una pequeña parte de la distancia cuando atrajo su atención el intenso olor de un rastro que procedía del norte. Era el efluvio de los gomanganis.
La curiosidad, ese superdesarrollado deseo de aprender, herencia común del hombre y el simio, siempre inducía a Tarzán a investigar todo lo que se relacionase con los gomanganis. Tenían la virtud de estimular la imaginación del hombre mono. Posiblemente ello se debiera a la diversidad de actividades e intereses de los indígenas. La vida de los simios consistía en comer, dormir y reproducirse. Y lo mismo era válido para todos los habitantes de la jungla, salvo para los gomanganis.
Aquellos individuos negros bailaban y cantaban, escarbaban la tierra después de desembarzarla de los árboles y matorrales que la cubrían; observaban el nacimiento y desarrollo de las cosas que plantaban, y cuando veían madurar los frutos, los cosechaban y los guardaban en sus chozas con tejado de bálago. Fabricaban venablos, arcos y flechas, veneno, calderos para guisar y objetos de metal con los que se adornaban brazos y piernas. De no ser por sus rostros de color negro, por sus facciones espantosamente desfiguradas y porque uno de ellos había matado a Kala, Tarzán muy bien hubiera podido desear ser miembro de aquella tribu. Al menos, así lo pensaba a veces, pero siempre que se le ocurría tal idea experimentaba una extraña sensación de repulsión, que no le era posible comprender ni interpretar: sabía simplemente que odiaba a los gomanganis y que prefería mil veces convertirse en Histah, la serpiente, antes que en uno de aquellos negros.
Pero sus costumbres, acciones y movimientos le resultaban interesantes y Tarzán nunca se cansaba de espiarlos. Aprendió de ellos mucho más de lo que él mismo suponía, aunque su intención principal consistía siempre en amargarles la vida cuanto pudiera. Hostigar y jugarles malas pasadas a los negros era la diversión principal de Tarzán.
Se percató de que los indígenas estaban demasiado cerca y de que eran muchos, de modo que fue aproximándose a ellos en silencio y con grandes precauciones. Se desplazó sin ruido a través de las lujuriantes hierbas y los espacios abiertos y, en los puntos donde el bosque era espeso, subía a los árboles y volaba de una rama a otra o saltaba ágilmente por encima de los árboles caídos y amontonados, cuando las enramadas bajas no le brindaban una vía por la que desplazarse y el suelo no le ofrecía camino transitable.
Pronto avistó a los guerreros negros de Mbonga, el jefe. Estaban empeñados en una tarea que a Tarzán le resultaba más o menos familiar, ya que los había visto realizar aquella obra en otras ocasiones. Colocaban y cebaban una trampa para Numa, el león. En el interior de una jaula provista de ruedas tenían un cabrito, atado de forma que, cuando Numa echara la zarpa a aquel desdichado animal, la puerta de la jaula caería, deslizándose por detrás del león y dejándole encerrado allí dentro.
Eran artimañas que los negros habían aprendido en su antigua tierra, antes de huir a través de la enmarañada selva hacia su nueva aldea. La tribu estaba asentada en el Congo belga, donde sus miembros residieron hasta que las crueldades de sus despiadados opresores los indujeron a emigrar en busca de una región más segura y tranquila, aunque ello representara aventurarse por las inexploradas soledades selváticas que se extendían más allá de las fronteras de los dominios del rey Leopoldo.
En su pretérita existencia solían poner trampas con las que cazaban animales para los agentes europeos, de los que aprendieron diversos trucos como aquel que estaban poniendo en práctica, artificios que les permitían capturar incluso a fieras como Numa sin producirles el menor daño y transportarlas de manera segura y con relativa facilidad hasta la aldea.
No tenían mercado en el que ofrecer a los compradores blancos la salvaje mercancía, pero no por ello les faltaban a los indígenas estímulos para cazar a Numa… vivo. El primero era la necesidad de limpiar la selva de devoradores de hombres: sólo a raíz de alguna incursión depredadora de aquellos terribles carnívoros se organizaba una cacería de leones. En segundo lugar estaba la posiblemente feliz circunstancia de que, si el éxito coronaba la cacería, eso procuraba la excusa perfecta para montarse una orgía al objeto de festejarlo debidamente y, desde luego, además de la celebración en sí, se contaba con el doble placer de la presencia de una criatura viva a la que se podía torturar hasta matarla.
Tarzán había presenciado en ocasiones anteriores alguno de aquellos ritos crueles. Al ser más salvaje que los salvajes guerreros gomanganis, la barbarie del espectáculo no le conmovía tanto como debiera haberlo hecho, pero no por eso dejaba de impresionarle. Aunque no lograba comprender la extraña sensación de repugnancia que le acosaba en tales ocasiones. No sentía ningún cariño hacia Numa, el león, y, sin embargo, se le erizaba el pelo de pura indignación cuando los negros infligían a su enemigo atrocidades y vilezas como sólo puede concebir el cerebro de la criatura moldeada a imagen y semejanza de Dios.
Tarzán había liberado a Numa de la trampa antes de que los indígenas volvieran de la aldea para comprobar el éxito o el fracaso de su empresa. Aquel día iba a repetir la operación… Lo decidió instantáneamente, al comprender la naturaleza de las intenciones de los indígenas.
Tras dejar la jaula en mitad de la amplia senda de elefantes cerca de la poza a la que acudían a beber los animales de la jungla, los guerreros iniciaron el regreso a su aldea. Volverían a la mañana siguiente. Tarzán observó su marcha, mientras sus labios se curvaban inconscientemente en una despectiva mueca burlona, legado de un linaje insospechado para él. Los vio alejarse por el ancho camino, bajo la vegetación y las enredaderas que pendían de las frondosas ramas. Los hombros de ébano rozaban la preciosidad de unas flores que la inescrutable Naturaleza parecía haber distribuido profusamente por allí, como si se complaciera en ponerlas lejos del alcance de los ojos humanos.
Mientras, entornados los párpados, veía desaparecer tras un recodo del camino al último guerrero de la fila, una idea que se le ocurrió de pronto le hizo cambiar la expresión. Una sonrisa torva se fue dibujando lentamente en sus labios. Bajó la mirada sobre el asustado cabrito el cual encadenó sus balidos al percatarse simultáneamente de su indefensión y de la presencia del hombre mono.
Tarzán descendió al suelo, se acercó y entró en la jaula. Sin mover la cuerda de fibra, dispuesta para dejar caer la puerta en el momento oportuno, soltó al cebo, se lo puso bajo el brazo y salió de la trampa.
Mediante el drástico procedimiento de seccionarle la yugular con el cuchillo de caza, silenció al aterrado ternasco y luego, mientras el animal se desangraba, lo arrastró por el camino hasta el abrevadero. En el semblante de Tarzán, normalmente grave, bailoteaba una semisonrisa. Al llegar al borde del agua, el hombre mono se agachó y con el filo del cuchillo y los dedos de acero extrajo diestramente las vísceras del cabrito sacrificado. Excavó un hoyo en el barro, enterró allí las entrañas del animal, que nunca se comía, se echó la pieza al hombro y subió a la enramada.
Durante un corto trecho se desplazó por los árboles en la misma dirección que seguían los guerreros negros. Luego descendió al suelo para enterrar la carne de su víctima en un lugar en el que estaba a salvo del pillaje de Dango, la hiena, o de cualquier otra bestia o ave de presa de las que pululan por la selva. Tenía hambre. De haber sido exclusivamente animal, se habría puesto a comer; pero su espíritu tenía suficiente fuerza de voluntad para, cuando era preciso, satisfacer otras urgencias antes que las del estómago. Y en aquellos instantes le animaba la idea que mantenía viva en sus labios aquella sonrisa y fulgurante en sus ojos la chispa de la diversión. Era esa idea lo que le permitía olvidarse del hambre.