Historias de la jungla (33 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Historias de la jungla
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Delante de aquella aguerrida tropa se encontraba un colosal guerrero, erguido en toda la arrogancia de su juventud y fortaleza física. ¿Miedo? ¡No, él no! Se echó a reír cuando Numa proyectó su atención sobre él. Preparó el venablo, con intención de hundirlo en el amplio pecho del felino. Un segundo después tenía encima al león.

Un violento zarpazo se abatió sobre la lanza de guerra y la astilló como la mano de un hombre podría partir una ramita seca.

La pata de Numa descargó otro zarpazo y el negro se desplomó contra el suelo, con el cráneo destrozado. Al instante, el león estuvo en medio de los guerreros, clavando las uñas y desgarrando cuerpos a diestro y siniestro. Los negros no tardaron mucho en abandonar el campo de batalla, pero una docena de guerreros cayeron heridos antes de que el grueso del derrotado ejército pudiera escapar de las espantosas garras y de los fulgurantes colmillos.

Aterrados, los habitantes de la aldea huyeron en todas direcciones, sin saber dónde meterse. Con Numa dentro de la empalizada, no había choza lo bastante segura para que se pudieran considerar a salvo. En su desbandada, corrían de una a otra, mientras en el centro del poblado Numa permanecía sobre los cadáveres de sus víctimas, sin dejar de gruñir ni de echar chispas por los ojos.

Al final, uno de los miembros de la tribu abrió las puertas de la aldea y buscó la salvación entre las ramas de los árboles del bosque que se extendía más allá. Como un rebaño de corderos, los demás indígenas marcharon tras él, hasta que en la aldea no quedaron más que el león y los indígenas que había matado.

Desde las ramas de los árboles próximos, los hombres de Mbonga vieron al león agachar su enorme cabeza, hundir las mandíbulas en el hombro de una de sus víctimas para, con paso lento y majestuoso, arrastrarla calle adelante, salir por los abiertos portones y adentrarse en la selva. Los negros contemplaron la secuencia entre escalofríos, mientras Tarzán de los Monos, que también la presenció desde la enramada de otro árbol, sonreía.

Tuvo que transcurrir una hora, a partir del momento en que el león desapareció con su festín, para que los negros se aventurasen a descender de los árboles y regresar a la aldea. Sus desorbitados ojos iban de un lado a otro consternada y aceleradamente y sus carnes desnudas se estremecían más a causa del pánico que de la frialdad de la noche de la jungla.

—Las dos veces era él —murmuró uno—. ¡El dios-demonio!

—Primero se transformó de león en hombre y después volvió a convertirse en león —musitó otro.

—Y arrastró a Mweeza al interior del bosque y ahora lo está devorando —añadió un tercero, estremecido.

Aquí ya no estamos seguros —se lamentó un cuarto indígena—. Recojamos nuestras pertenencias y emigremos en busca de otro sitio donde establecer una nueva aldea, lejos de los dominios del perverso dios-demonio.

Pero con el amanecer del nuevo día recuperaron el ánimo y el valor, de forma que las experiencias de la noche pasada apenas surtieron sobre ellos más efecto que el de aumentar el miedo que les inspiraba Tarzán y fortalecer su creencia en el origen sobrenatural del hombre mono.

Así creció la fama, la influencia y la autoridad de éste en los misteriosos espacios de la jungla por los que circulaba, erigido en el más poderoso de los animales gracias a su inteligencia humana, que regía sus gigantescos músculos y su valor intachable.

CAPÍTULO XII

TARZÁN RESCATA A LA LUNA

L
A LUNA brillaba en un cielo sin nubes… Una luna inmensa, que parecía tan cerca de la tierra que uno llegaba a sorprenderse de que no rozara las susurrantes copas de los árboles. Era noche cerrada y Tarzán recorría la jungla. Tarzán, el hombre mono, poderoso luchador, formidable cazador. Ni él mismo hubiera podido explicarle a uno por qué surcaba las oscuras sombras del bosque. No lo hacía porque el hambre le acuciara: aquel día comió hasta saciarse y conservaba en un escondite seguro los restos de la pieza que había cazado, listos para satisfacer su apetito futuro. Tal vez fue la mera alegría de vivir lo que le apremió a abandonar su lecho en la rama de un árbol para poner a prueba los músculos y los sentidos frente a los retos de la noche de la selva… Aparte de que a Tarzán siempre le estimulaba el intenso deseo de aprender.

La jungla que preside Kudu, el sol, es muy distinta a la jungla de Goro, la luna. La jungla diurna posee su propio aspecto, sus propias luces y sombras, sus propios pájaros, sus propias flores, sus propios animales. Sus ruidos son los ruidos del día. Las luces y sombras de la jungla nocturna son tan distintas como uno pudiera imaginar que fuesen las luces y sombras de otro mundo ajeno al nuestro; sus animales, sus flores y sus pájaros no son los de la jungla de Kudu, el sol.

Esas diferencias eran la causa de que a Tarzán le encantase sobremanera salir a inspeccionar la selva durante la noche. No sólo se trataba de que la vida nocturna fuese otra vida, sino también de que esa otra vida era más rica en cosas, en seres y en aventura. Era asimismo más rica en peligros y, para Tarzán de los Monos, el peligro constituía la sal y la pimienta de la vida. Además, los ruidos de la noche de la selva —el rugido del león, el chillido del leopardo, la nauseabunda risa de Dango— era música para los oídos de Tarzán de los Monos.

El suave rumor de unas almohadilladas patas invisibles, el murmullo que arrancaba a las hojas y las hierbas el paso de las fieras salvajes, el fulgor de las pupilas opalescentes cuyo destello rasgaba la oscuridad, los y mil y un sonidos que proclamaban el hervidero de vida que uno podía percibir con el oído y el olfato, aunque rara vez le era posible verlo, componían la llamada de la jungla nocturna, a cuyo atractivo Tarzán no podía resistirse.

Aquella noche había trazado un amplio círculo, primero hacia el oeste y después hacia el sur, para concluir regresando en dirección norte. Sus ojos, sus oídos y su agudísimo olfato se mantenían en continua alerta. Con los ruidos que conocía se mezclaban otros que le resultaban extraños —ruidos enigmáticos que sólo empezaba a percibir cuando Kudu había ido a refugiarse en su guarida situada más allá del limite de las aguas grandes—, ruidos que pertenecían a Goro, la luna, y al misterioso período de su reinado. Con frecuencia, aquellos sonidos provocaban en la mente del hombre mono una larga sucesión de profundas especulaciones. Por lo pronto, le desconcertaban porque creía conocer a fondo la selva y cuanto con ella se relacionaba. A veces pensaba que lo mismo que las formas y los colores parecían ser distintos por la noche a como lo eran durante el día, también los ruidos se veían alterados al marcharse Kudu y llegar Goro. Ese pensamiento despertaba en su cerebro la ambigua conjetura de que tal vez Goro y Kudu influyesen en tales modificaciones. ¿Y no era natural que acabase por atribuir al sol y a la luna una personalidad tan real como la suya propia? El sol era un ser vivo que gobernaba el día. La luna, dotada de inteligencia y de facultades milagrosas, regía la noche.

Así funcionaba el escasamente instruido cerebro humano de Tarzán, que avanzaba a través de las oscura noche de la ignorancia en busca de una explicación para las cosas que no podía tocar, oír ni oler, así como para los inmensos y desconocidos poderes de la naturaleza que le era imposible captar.

Cuando el hombre mono regresaba hacia el norte en la última etapa de su amplio círculo, le llegaron a las fosas nasales efluvios de gomanganis, mezclados con el acre olor a humo de leña quemada. Tarzán avanzó rápidamente en la dirección de donde procedía aquel olor que la suave brisa llevaba hasta él. No tardó en vislumbrar los rojos resplandores de una fogata, que se filtraban entre el follaje, y cuando se detuvo en lo alto de un árbol próximo vio media docena de guerreros negros acurrucados al amor de la hoguera. Evidentemente se trataba de una partida de caza de la aldea de Mbonga, el jefe, a la que la noche había sorprendido en mitad de la jungla. Habían construido a su alrededor una
boma
de espinos que, con la colaboración de las llamas de la hoguera, confiaban mantendría a raya a los grandes carnívoros que se acercasen con aviesas intenciones.

Que tal esperanza no estaba respaldada por la convicción lo indicaba el casi palpable terror con que los indígenas permanecían allí encogidos, trémulos, con los ojos desorbitados, porque oían los gemidos que exhalaban Numa y Sabor, en camino ya hacia ellos. También hormigueaban otros animales por las sombras que se extendían más allá de la lumbre. Tarzán vio centellear allí el brillo azufrado de sus ojos. Los negros también los veían y de ahí sus temblores. Uno de ellos tuvo la determinación de levantarse, coger de la hoguera una rama encendida y arrojarla hacia aquellos ojos, que desaparecieron de inmediato. El guerrero volvió a sentarse. Tarzán continuó observando y al cabo de unos cuantos minutos comprobó que los brillantes ojos, de dos en dos o de cuatro en cuatro, volvían a aparecer en tomo a la
boma
.

A continuación se presentaron Numa, el león, y Sabor, su compañera. Los otros ojos se diseminaron a derecha e izquierda ante los gruñidos amenazadores de los grandes felinos y sólo quedaron allí, llameando en la oscuridad, las enormes órbitas de los devoradores de hombres. Varios indígenas se tendieron de bruces en el suelo y estallaron en gemidos, pero el que antes había arrojado la rama encendida repitió la operación lanzando otra tea a la cara de los leones famélicos, los cuales se apresuraron también a desaparecer cuando tuvieron ante sí aquellas luces llameantes. Tarzán estaba interesadísimo. Comprendió que existía un motivo más para justificar el que los negros mantuviesen hogueras encendidas durante la noche…, además de los de calentarse y de guisar. A las fieras de la selva les asustaba el fuego, por lo que las llamas eran, en cierta medida, una protección frente a ellas. Tarzán también sentía una sana prevención hacia el fuego. Una vez, al inspeccionar en el poblado indígena una fogata abandonada, tuvo la infeliz idea de coger un ascua con las manos. Desde entonces se mantuvo siempre a una respetuosa distancia de cualquier lumbre. Con aquella experiencia había tenido más que suficiente.

Durante unos minutos, a raíz del instante en que el negro arrojó el tizón encendido, no apareció ojo alguno, aunque Tarzán oía el rumor de las suaves patas almohadilladas que se movían por allí. Chispearon una vez más los dos puntos ígneos gemelos que indicaban la reaparición del señor de la jungla y al cabo de unos segundos, a un nivel ligeramente inferior, aparecieron los de Sabor, su pareja.

Durante cierto tiempo permanecieron fijos e inmóviles una constelación de estrellas de intenso fulgor brillando en la noche de la selva y luego el león macho avanzó con lentitud hacia la
boma
, donde sólo aguantaba el tipo un único indígena, sentado en cuclillas, tembloroso. Cuando aquel guardián solitario vio que Numa no parecía dispuesto a interrumpir su marcha, le lanzó otra rama encendida y, como en la ocasión precedente, Numa se retiró y, con él, Sabor, la leona. Pero aquella vez no se alejaron tanto, ni permanecieron distanciados el mismo lapso. Regresaron casi instantáneamente y empezaron a dar vueltas alrededor de la
boma
, sin apartar la mirada de la hoguera y manifestando su creciente disgusto a base de constantes gruñidos sordos y guturales. Más allá de los leones fue incrementándose paulatinamente el número de centelleantes pupilas, pertenecientes a satélites menores, hasta que la negrura de la selva, alrededor del campamento de los indígenas, estuvo tachonada por multitud de brillantes puntitos de fuego.

Una y otra vez el guerrero negro arrojó sus pequeñas teas a los felinos, pero Tarzán comprobó que, tras retroceder unas cuantas veces, muy pocas, Numa empezó a prestarles escasa atención. Por el tono de los rugidos del león, supo que estaba hambriento y supuso que había adoptado la firme decisión de regalarse con una cena a base de carne de gomangani; pero ¿se atrevería a acercarse tanto a las temidas llamas de la hoguera?

Mientras tal pregunta cruzaba por la mente de Tarzán, Numa interrumpió su inquieto paseo alrededor de la
boma
y se encaró con la barrera de espinos. Permaneció un momento completamente inmóvil, a excepción de la rápida y nerviosa curva que trazó su cola al levantarse, y luego se adelantó, despacio, en tanto Sabor se removía desasosegada, en el punto donde Numa la había dejado. El negro advirtió a sus compañeros que el león se aproximaba, pero los indígenas habían recorrido ya demasiado trecho por el camino del pánico cerval para hacer otra cosa que no fuera apretarse unos contra otros y arreciar en sus gemidos con más intensidad que antes.

El indígena cogió otra rama encendida y se la lanzó al león en plena cara. Se elevó en el aire un rugido colérico, al que siguió el raudo ataque del felino. De un salto, Numa franqueó la barrera de la
boma
y, casi con idéntica agilidad, el indígena hizo lo propio por el lado opuesto y, sin parar mientes en los peligros que acechaban en la oscuridad, salió disparado hacia el árbol que tenía más a mano.

Numa salió de la
boma
casi con la misma rapidez con que había irrumpido en ella, pero al retirarse, saltando de nuevo por encima del pequeño parapeto de espinos, se llevó consigo a un indígena que no paraba de chillar. Llevó arrastrando a su víctima hasta el punto donde aguardaba Sabor, la leona, que se unió a él y ambos continuaron hacia las tinieblas. Sus gruñidos salvajes se mezclaron con los penetrantes alaridos del aterrorizado y sentenciado negro.

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