Historias de la jungla (27 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Historias de la jungla
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En aquellos instantes Teeka estaba absorta en la fascinante tarea de buscar escarabajos y había perdído de vista todo lo demás. No se daba cuenta de que ella y Gazán se habían separado del resto de la tribu, como tampoco sus sentidos estaban tan alerta como debieran a los peligros de la selva. Los largos meses de seguridad completa de la protectora vigilancia de los centinelas, que empezaron a apostarse por consejo e instrucción de Tarzán, habían proporcionado a la tribu una apacible y engañosa confianza, basada en la misma falacia que a tantas comunidades civilizadas ha hundido en el pasado y que a tantas más hundirá en el futuro: la idea de que por el hecho de que no se han visto atacadas, nunca las atacarán.

Una vez tuvo la certeza de que la hembra y su
balu
eran los únicos miembros de aquella tribu que andaban por allí, Toog se les fue acercando sigilosamente. La hembra estaba de espaldas a Toog cuando éste se precipitó hacia ella; pero un sexto sentido advirtió a Teeka de la inminencia de un peligro y la hembra dio media vuelta y quedó de cara al mono desconocido un segundo antes de que éste tuviese tiempo de llegar a ella. Toog se detuvo a unos pasos de Teeka. Los seductores encantos femeninos de aquella hembra habían borrado del ánimo de Toog toda su cólera anterior. Dejó oír una serie de sonidos conciliatorios, una especie de chasquidos cloqueantes ejecutados con los anchos y aplastados labios, que no se diferenciaban gran cosa de los que producen los besos.

Pero Teeka los acogió enseñando los dientes y gruñendo. El pequeño Gazán echó a correr hacia su madre, pero Teeka le dirigió un rápido «¡Kriieg-ah!» de aviso, seguido de la orden de que se apresurara a refugiarse en un árbol alto. Saltaba a la vista que el nuevo pretendiente no le causaba a Teeka una impresión muy favorable. Toog se percató de ello y obró en consecuencia, cambiando de táctica. Hinchó el gigantesco pecho y se lo golpeó con los callosos puños, al tiempo que se pavoneaba paseando por delante de la hembra.

—Yo soy Toog —alardeó, jactancioso—. Mira mis colmillos de combate, mis enormes brazos y mis piernas poderosas. De una sola dentellada puedo destrozar al macho más fuerte de tu tribu. He matado a Sheeta yo solo. Toog te desea.

Guardó silencio, a la espera del efecto de sus palabras, pero no tuvo que esperar mucho. Teeka dio media vuelta con una celeridad impropia de su enorme volumen y salió disparada en dirección contraria. Con un gruñido iracundo, Toog se lanzó en su persecución; pero la hembra, más ágil y menuda, era demasiado rápida para él. Toog corrió tras su presa unos metros y luego se detuvo y empezó a ladrar, a echar espumarajos de rabia por la boca y a descargar furibundos puñetazos contra el suelo.

Desde lo alto del árbol donde se había cobijado, Gazán bajó la mirada para ser testigo del disgusto de aquel macho desconocido. Demasiado joven todavía y considerándose seguro, fuera del alcance del enorme simio, el
balu
cometió el error de dedicar al extraño una inoportuna andanada de insultos. Toog alzó la vista. Teeka se había detenido a escasa distancia; no quería alejarse de su cachorro. Toog lo comprendió así al instante y al instante decidió aprovechar la circunstancia. Comprobó que el árbol en cuyas ramas permanecía el pequeño simio estaba aislado y que, para trasladarse a otro, el
balu
tendría que bajar al suelo. Sí, él, Toog, se apoderaría de la madre merced al amor de ésta por su hijo.

Saltó hacia las ramas bajas del árbol. Gazán suspendió su derroche de insultos y transformó su expresión de diablillo travieso por otra de recelo, que no tardó en cambiar de nuevo por una de pavor, al ver que Toog empezaba a acercársele por la enramada. Teeka le gritó a su hijo que se alejara árbol arriba y el
balu
empezó a trepar hacia las delgadas ramas superiores, lo bastante débiles como para no soportar el peso del gigantesco macho. A pesar de todo, Toog siguió ascendiendo. Teeka no estaba realmente asustada. Sabía que era imposible que aquel simio extraño pudiera llegar a las alturas en las que Gazán podía refugiarse, por lo que la hembra se mantuvo a cierta distancia del árbol y se dedicó a calificar al mono forastero con lo más escogido del repertorio de insultos de la selva. Como hembra, era una consumada virtuosa en ese arte.

Pero lo que desconocía era la malévola astucia que anidaba en el reducido cerebro de Toog. Daba por supuesto que el macho subiría todo lo que pudiera en persecución de Gazán y luego, cuando se diera cuenta de que no podría alcanzarle, volvería a perseguirla a ella, una persecución que le resultaría igualmente infructuosa. Tan segura estaba Teeka de que su
balu
se encontraría a salvo y tal era la confianza que tenía en su habilidad para cuidar de sí misma que no se molestó en gritar pidiendo ayuda a los demás miembros de la tribu, que se apresurarían a acudir en masa a su lado.

Poco a poco, Toog llegó al punto limite, a partir del cual no se atrevía a confiar en que las ramas, más delgadas ya, soportasen el peso de su enorme cuerpo. Gazán se encontraba aún a tres metros por encima de él. Toog se asentó con firmeza en aquel último peldaño, agarró con sus potentes manazas la rama principal y procedió a sacudirla vigorosamente. Una profunda consternación se apoderó de Teeka. Comprendió automáticamente lo que se proponía el macho. Gazán se aferraba a una rama oscilante, a gran altura. Perdió el equilibrio con la primera sacudida, pero no cayó a plomo porque logró seguir agarrado con las cuatro manos. Toog, sin embargo, redobló sus esfuerzos y la siguiente sacudida arrancó un siniestro chasquido a la rama a la que Gazán permanecía asido. Teeka vio con absoluta claridad cuál iba a ser el desenlace y, olvidándose del peligro que pudiera correr ella, que quedó sumido en las profundidades de su amor de madre, se precipitó hacia adelante dispuesta a trepar por el árbol y plantar batalla a aquella criatura espantosa que amenazaba la vida de su pequeño.

Pero antes de que llegara al tronco, Toog había logrado su propósito: sus violentas sacudidas provocaron el que Gazán se soltara de la rama. El pequeño
balu
exhaló un grito y se desplomó a través del follaje; durante la caída trató desesperadamente de encontrar un nuevo asidero. No lo consiguió y fue a estrellarse con un golpe sordo y estremecedor a los pies de su madre, donde permaneció inmóvil y silencioso. Teeka exhaló un gemido, se agachó y tomó en sus brazos la inerte figura. Pero no había hecho más que recoger a Gazán del suelo cuando ya tenía a Toog encima.

Teeka bregó y recurrió a los mordiscos para liberarse, pero los gigantescos músculos de aquel macho colosal eran demasiado para las fuerzas de la mona. Toog la golpeó y le apretó el cuello reiteradamente, hasta que, por último, medio desvanecida, Teeka se sometió. El macho se la echó al hombro y tomó el camino del sur, de donde procedía.

En el suelo quedó el inerte cuerpo de Gazán. No gemía. Estaba completamente inmóvil. El sol se elevó lentamente hacia su meridiano. Una alimaña sarnosa levantó la cabeza para ventear la brisa de la jungla y luego se deslizó entre la maleza. El desgradable hocico de aquel animal asomó entre el follaje y unos ojos crueles se clavaron en Gazán.

Aquella mañana, muy temprano, Tarzán de los Monos había ido a la cabaña próxima al mar, donde solía pasarse muchas horas siempre que su tribu deambulaba por aquellos pagos. Yacía en el suelo el esqueleto de un hombre —lo único que quedaba del antiguo lord Greystoke—, tal como había caído cosa de veinte años atrás, cuando Kerchak, el gran mono, lo arrojó allí sin vida. Hacía bastante tiempo que las termitas y los pequeños roedores dieron buena cuenta de lo demás, dejando mondos y lirondos los sólidos huesos del inglés. Tarzán había visto durante años aquella osamenta sin dedicarle más atención de la que le merecían los innumerables huesos que veía sembrados por la selva durante sus cacerías. Sobre el lecho reposaba otro esqueleto, algo más pequeño, del que el joven también hacía caso omiso. ¿Cómo iba a imaginar que uno era el de su padre y que el otro pertenecía a su madre? El montoncito de huesos que había en la tosca cuna construida con tan amoroso esmero por el antiguo lord Greystoke tampoco significaba nada para él. Que aquel pequeño cráneo sirviera algún día para demostrar sus derechos a un título nobiliario era algo tan distante de su pensamiento como los planetas del sistema solar de Orión. Para Tarzán no eran más que huesos…, huesos vulgares y nada más. No le hacían falta, puesto que no conservaban absolutamente nada de carne, y tampoco le estorbaban, puesto que no sentía ninguna necesidad de acostarse en una cama, de modo que pasaba por encima del esqueleto del suelo tranquilamente, casi sin reparar en él.

Aquel día estaba un poco intranquilo. Pasaba las páginas primero de un libro y luego de otro. Lanzaba un vistazo a unas ilustraciones que ya se sabía de memoria y después apartaba los volúmenes y los dejaba a un lado. Por milésima vez rebuscó en el armario. Sacó una bolsa que contenía cierto número de piezas de metal pequeñas y redondas. En el curso de los años anteriores había jugado infinidad de veces con aquellas piezas; pero siempre las había vuelto a guardar cuidadosamente en la bolsa, para dejarlas acto seguido en el estante del armario donde las había encontrado. Las atávicas costumbres hereditarias se manifestaban en el hombre mono a través de extraños caminos. Descendiente de una raza cultivadora del orden, Tarzán era también ordenado, sin saber por qué. Los simios abandonaban las cosas allí donde perdían su interés por ellas, bien fuese dejándolas caer entre las hierbas altas o soltándolas desde lo alto del árbol en que estuviesen. A veces volvían a encontrar lo que habían abandonado, pero sólo si el azar lo propiciaba. Tarzán, sin embargo, no tenía esa costumbre. Practicaba escrupulosamente el «un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio». Y colocaba cada una de sus escasas pertenencias en el lugar que le había asignado. Los pequeños discos de metal que contenía la bolsita siempre le habían interesado. En la parte lateral llevaban imágenes en relieve, pero no había conseguido entender del todo lo que significaban. Eran unas piezas bruñidas y relucientes. Tarzán se divertía formando con ellas figuras sobre la superficie de la mesa. Había jugado así centenares de veces. Aquel día, cuando estaba entregado a tal entretenimiento, se le cayó al suelo una bonita moneda amarilla —una libra de oro inglesa— que rodó por debajo de la cama en la que yacían los restos mortales de la en otro tiempo preciosa lady alicia.

Fiel a sus costumbres, Tarzán se puso a gatas y buscó por debajo de la cama la perdida moneda. Por extraño que pueda parecer, nunca había explorado aquella zona. Encontró la pieza de oro, y también algo más: una cajita de madera cuya tapa, suelta, se abría fácilmente. Sacó ambas cosas de debajo de la cama y después de devolver el soberano al interior de la bolsita y dejar ésta en su sitio dentro del armario, procedió a examinar la cajita. Contenía unos cuantos pedazos de metal cilíndricos, que por un extremo tenían forma cónica y eran planos por el otro, con un reborde que sobresalía ligeramente. Eran completamente verdes, aunque de tono apagado, mate, ya que el paso de los años los había recubierto con una capa de cardenillo.

Tarzán extrajo un puñado y los examinó de cerca. Frotó uno contra otro y comprobó que el verdín desaparecía, para dejar una superficie brillante en dos tercios de la longitud de aquellos cilindros, mientras que el resto, la parte en forma de cono, adoptaba un tono gris mate. Buscó un trozo de madera, frotó con él, a base de rápidos movimientos, uno de los tubitos y se vio recompensado con la aparición de un brillo rutilante que le encantó.

Colgada del costado llevaba una especie de faltriquera que había arrancado del cadáver de uno de los numerosos guerreros negros a los que liquidara. Metió en aquella bolsa un puñado de sus nuevos juguetes, con la idea de sacarles brillo más adelante, en sus ratos de ocio. Después volvió a poner la cajita debajo de la cama y, al no encontrar por allí nada que le resultase divertido, salió de la cabaña y emprendió el regreso hacia la tribu.

Cuando se acercaba a ella, una enorme algarabía llegó a sus oídos, un alboroto formado por los lamentos que emitían a voz en grito hembras y cachorros y que se mezclaban con los aullidos salvajes y los coléricos rugidos que proferían los grandes machos. Tarzán aceleró automáticamente el ritmo de marcha, porque aquellos «¡Kriieg-ah!» le advertían de que algo extraordinariamente grave les estaba sucediendo a sus camaradas.

Mientras el hombre mono se entretenía con sus juguetes en la cabaña del difunto lord Greystoke, Taug, el corpulento compañero de Teeka, cazaba a kilómetro y medio de la tribu, por el norte. Cuando por fin tuvo lleno el estómago, regresó sin prisas hacia el claro donde había visto a la tribu por última vez y empezó a cruzarse con diversos congéneres, que andaban desperdigados por el territorio de uno en uno, por parejas o en grupos de tres. Al no ver por ninguna parte a Teeka ni a Gazán, empezó a preguntar a los otros simios si sabían dónde podría encontrarlos. Pero nadie los había visto desde bastante rato antes.

A diferencia de lo que ocurre con nosotros, que en seguida nos hacemos un cuadro mental de lo que puede haber ocurrido, los animales pertenecientes a órdenes inferiores no se distinguen por poseer una imaginación exuberante; de modo que a Taug no se le pasó por la cabeza la posibilidad de que les hubiera ocurrido algo malo a su consorte y a su vástago. Lo único que pensó fue que deseaba encontrar a Teeka cuanto antes para poder tenderse a la sombra con ella y que le rascara la espalda mientras hacía la digestión del desayuno. Pero por más que la llamó a gritos, la buscó y preguntó por ella a cuantos se cruzaron con él, no encontró el menor rastro de Teeka ni de Gazán.

Empezó a enfadarse y a decirse que debería adoptar la firme determinación de castigar a Teeka por haberse ido tan lejos cuando él la necesitaba. Avanzaba hacia el sur por un sendero de caza, sin que sus encallecidas plantas y nudillos produjeran el menor ruido, cuando descubrió la presencia de Dango en la parte opuesta de un pequeño claro. La carroñera no detectó la presencia de Taug, porque sólo tenía ojos para algo que yacía en la hierba, al pie de un árbol, algo a lo que se aproximaba con la sigilosa cautela propia de los miembros de su especie.

Siempre precavido, como corresponde a quien se desplaza por la selva y quiere sobrevivir, Taug trepó silenciosamente por la enramada de un árbol, hacia un punto desde donde pudiera disponer de una panorámica total del claro. Dango no le asustaba, pero quería ver qué era lo que acechaba la hiena. En cierto modo, posiblemente, actuaba impulsado más por la curiosidad que por la precaución.

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