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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Historias de la jungla (12 page)

BOOK: Historias de la jungla
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Al llegar a la charca, Tarzán bebió hasta saciarse y luego se tendió encima de la suave alfombra de hierba, a la sombra de un árbol. Su cerebro revivió la pelea con Histah, la serpiente. Le extrañaba que Teeka se hubiese precipitado entre los anillos del horrible monstruo. ¿Por qué lo hizo? Y en verdad, ¿por qué la imitó él? Teeka no era suya, ni tampoco el
balu
. Ambos pertenecían a Taug. ¿Por qué, entonces, hizo él, Tarzán, aquello? Muerta, Histah no constituía alimento para Tarzán. Ahora, al reflexionar en el caso, le pareció que no existía razón de ninguna clase para lo que hizo. De pronto, comprendió que había actuado casi involuntariamente, del mismo modo que obró cuando, la noche anterior, se abstuvo de lastimar al anciano gomangani y lo dejó libre.

¿Qué le impulsaba a comportarse así? Seguramente en ocasiones debía de obligarle a actuar alguien muy poderoso. «Todopoderoso», pensó Tarzán. «Los microbios de los libros dicen que Dios es todopoderoso. Debe de ser Dios quien me ha inducido a hacer todo eso, ya que no lo hice por propia voluntad. Fue Dios quien impulsó a Teeka a abalanzarse sobre Histah. Por sí misma, Teeka nunca se hubiera acercado a Histah Fue Dios quien detuvo mi mano e impidió que mi cuchillo se hundiera en el cuello del viejo gomangani. Dios hace cosas muy extrañas, porque es
todopoderoso
. No puedo verle, pero me consta que tiene que ser Dios quien me obliga a hacer esas cosas. Ningún mangani, ningún gomangani, ningún tarmangani podría obligarme a hacerlas».

Y las flores…, ¿quién las hacía brotar y desarrollarse? ¡Ah!, ahora todo se explicaba: las flores, los árboles, la luna, el sol, su propia persona, cuantos seres vivos poblaban la selva… Todo lo había creado Dios de la nada.

¿Y qué era Dios? ¿Cuál era su aspecto? Tarzán no tenía de ello la menor noción, pero estaba seguro de que todo lo bueno procedía de Él. Su buena acción al perdonar la vida al pobre e indefenso viejo gomangani; el amor maternal de Teeka, que la había arrojado en brazos de la muerte; su propia lealtad a Teeka, que le impulsó a arriesgar su vida para salvar la de la mona. Las flores y los árboles eran buenos y hermosos. Dios los había creado. También creó a los demás seres, al objeto de que todos y cada uno de ellos tuviese alimento para subsistir. Había creado a Sheeta, la pantera, con su bonita piel, y a Numa, el león, con su noble cabeza y su espléndida melena. Había creado a Bara, el ciervo, lleno de gracia, encanto y elegancia.

Sí, Tarzán acababa de encontrar a Dios y dedicó todo el día a atribuirle cuantas cosas buenas y bellas contiene la naturaleza; pero había un detalle que le preocupaba. Algo que no encajaba del todo en su concepto del Dios recién descubierto.

¿Quién había creado a Histah, la serpiente?

CAPÍTULO V

TARZÁN Y EL NEGRITO

T
ARZÁN preparaba una nueva cuerda de hierbas trenzadas, sentado al pie de un árbol gigantesco. En el suelo, junto a él, yacían los restos de la vieja, deshilachados, partidos, rotos por los dientes y las uñas de Sheeta, la pantera. Sólo quedaba la mitad de la cuerda primitiva, la otra mitad se la había llevado consigo el colérico felino al alejarse dando saltos selva adentro, todavía con el lazo alrededor del cuello y arrastrando el resto de la cuerda por entre matojos y arbustos.

Tarzán sonrió al recordar la enorme furia de Sheeta, sus esfuerzos frenéticos para desembarazarse del enredo de los cabos embrollados, sus terribles alaridos que en parte eran odio, en parte rabia y en parte puro terror. Se le amplió la sonrisa al evocar el desconcierto de su enemiga y al pensar en otro día futuro, mientras agregaba un nuevo cabo a su cuerda nueva.

Sería la más gruesa, la más fuerte y la más resistente de cuantas hubiese fabricado Tarzán de los Monos. Se imaginaba a Numa, el león, forcejeando en vano para librarse del tenso nudo corredizo con que el hombre mono le había atrapado. Le alegraba tener ocupadas la mente y las manos. También estaban contentos los monos de la tribu de Kerchak, que en aquellos instantes buscaban comida por el claro y en los árboles que lo rodeaban.

No les preocupaba ningún pensamiento acerca de lo que pudiera reservarles el porvenir y sólo de tarde en tarde surgían en la mente de los simios débiles recuerdos relativos al pasado inmediato. Sentían una especie de satisfactorio estímulo brutal al dedicarse a aquella deliciosa tarea de llenar el estómago. Después se tumbarían a descabezar la bien ganada siesta. Ésa era su vida y disfrutaban de ella como los hombres disfrutamos de la nuestra… y como Tarzán disfrutaba de la suya. Incluso es posible que ellos la gozasen más que nosotros, porque ¿quién puede decir que los animales de la selva no cumplen mejor los fines para los que fueron creados que el hombre, que continuamente está aventurándose en territorios extraños y que no cesa de infringir las leyes de la naturaleza? ¿Y qué proporciona mayor gozo y felicidad que el cumplimiento de un destino?

Mientras Tarzán trabajaba en su cuerda, Gazán, el
balu
de Teeka, jugaba cerca de él y Teeka buscaba alimento en la parte opuesta del claro. Tanto la mona como Taug, su hosco compañero, habían dejado de desconfiar de las intenciones de Tarzán hacia el primogénito de la pareja. ¿No había puesto en peligro su vida para salvar a Gazán de las garras y los colmillos de Sheeta? ¿No mimaba, acariciaba y abrazaba al pequeño y no le demostraba más cariño que la propia madre? Se habían disipado por completo los temores de Teeka y Taug, y Tarzán se encontraba a menudo desempeñando el papel de niñera de aquel diminuto antropoide… Una ocupación que en absoluto le parecía fastidiosa, puesto que Gazán constituía para él una fuente inagotable de entretenimiento y sorpresas.

El cachorro de mono empezaba ya a desarrollar las tendencias arborícolas que le colocarían en la buena situación precisa cuando llegasen sus años de juventud, cuando trepar rápidamente a las ramas más altas y ponerse allí a salvo tendría más importancia y valor que los músculos, aún no desarrollados, y los colmillos, aún no puestos a prueba. A unos cinco o seis metros del árbol bajo cuyas ramas Tarzán fabricaba su cuerda, Gazán tomaba rápida carrerilla y se lanzaba ágilmente a las enramadas bajas. Permanecía sentado allí unos instantes, orgullosísimo de su proeza, y después saltaba al suelo y repetía la maniobra. A veces, en realidad con mucha frecuencia, ya que era un simio, su atención se quedaba prendida de otras cosas: un escarabajo, una oruga, un ratón de campo. Emprendía su persecución y siempre lograba coger a la oruga; en ocasiones, incluso al escarabajo; pero nunca a los ratones.

Gazán reparó en el extremo de la cuerda que Tarzán estaba trenzando y, ni corto ni perezoso, lo agarró con una de sus manitas, se echó hacia atrás de un salto y empezó a jugar con él, como si se tratase de una animada pelota de goma. Arrancó la cuerda de las manos del hombre mono y echó a correr a través del claro. Tarzán se puso en pie como impulsado por un resorte y emprendió una instantánea persecución; ni en su semblante ni en su voz se apreciaba el menor asomo de enfado, mientras ordenaba a aquel granuja que soltara la cuerda de una vez.

Gazán huyó en línea recta hacia Teeka, y Tarzán corrió en pos del
balu
. Teeka alzó la cabeza, apartando la mirada del alimento, y de entrada, al ver que Gazán huía perseguido por alguien, enseñó los dientes y se le erizaron los pelos, pero al comprobar que quien iba tras su retoño era Tarzán volvió de nuevo al importante asunto que ocupaba su atención. Tarzán alcanzó al
balu
cuando éste llegaba a los pies de Teeka y aunque el cachorro de simio chilló y se resistió como un condenado cuando el hombre mono lo agarró, Teeka se limitó a volver la cabeza y lanzar una mirada indiferente en su dirección. Ya no temía que su primogénito sufriera algún daño en manos de Tarzán. ¿Acaso éste no había salvado la vida a Gazán en dos ocasiones?

Recuperada la cuerda, Tarzán regresó al pie del árbol, se sentó y reanudó su tarea. Pero tomó buena nota mental para, en adelante, no perder de vista al juguetón
balu
, empeñado en escamotearle la cuerda en cuanto creía que su grandote primo de piel lisa estaba momentáneamente distraído.

A pesar de todo aquel incordio, Tarzán logró terminar por fin la cuerda, un arma larga, enrollable, la más fuerte de cuantas había preparado hasta entonces. Le dio a Gazán el trozo desechado de la anterior para que jugase con él. Tarzán albergaba la intención de aleccionar al
balu
de Teeka e imbuirle sus propios conocimientos y habilidades para que, cuando el cachorro de mono hubiera crecido lo suficiente y fuese lo bastante fuerte, sacara partido de las normas y lecciones recibidas. De momento, el innato sentido de la imitación que poseía el
balu
bastaba para que se fuera familiarizando con los métodos y armas de Tarzán. Así que cuando el hombre mono se adentró en la selva, con el rollo de su nueva cuerda colgado del hombro, Gazán se dedicó a saltar por el claro y a arrastrar tras de sí, con infantil alegría, el trozo de cuerda vieja.

Mientras Tarzán recorría la floresta, animado por el deseo de que su búsqueda de alimento coincidiese con la circunstancia feliz de encontrar en su camino una presa noble en la que probar su nueva arma, su mente volaba de vez en cuando hacia Gazán. Casi desde el primer momento, el hombre mono experimentó un cariño profundo por el
balu
, en parte porque se trataba del hijo de Teeka y en parte por el propio cachorro de mono, que satisfacía por sí mismo el natural anhelo que experimentaba Tarzán de proyectar sobre alguien esos afectos naturales del espíritu inherentes a todo miembro normal del
genus homo
. Tarzán envidiaba a Teeka. Desde luego, Gazán correspondía de modo evidente y amplio al cariño que Tarzán le profesaba e incluso le prefería a su propio progenitor. Pero siempre que al monito le dominaba el terror, así como cuando estaba cansado o tenía hambre, a quien recurría era a Teeka. En tales ocasiones, Tarzán se sentía solo en el mundo y deseaba desesperadamente que alguien acudiera a él, antes que a ningún otro ser, en busca de ayuda y protección.

Taug tenía a Teeka; Teeka tenía a Gazán; y prácticamente todos los demás machos y hembras de la tribu de Kerchak también contaban con uno o más congéneres a los que querer y de los que recibir cariño. Claro que Tarzán no podía explicar verbalmente tal idea con la precisión expuesta aquí: lo único que sabía era que anhelaba algo que se le negaba; algo que parecían representar las relaciones entre Teeka y su Gazán. Por eso envidiaba a Teeka y se perecía por tener un
balu
propio.

Veía a Sheeta y a su compañera, con sus tres cachorros; y tierra adentro, en dirección a las montañas rocosas, donde uno podía tenderse a descansar durante las horas calurosas del día, a la sombra de la densa maraña de matorrales, frente a la fresca cara de una pared de roca, Tarzán descubrió el cubil de Numa, el león, y Sabor, la leona. Los observó mientras estaban con sus
balus
, criaturas juguetonas de piel rociada de manchas a semejanza de la del leopardo. También había visto al joven cervatillo con su padre, Bara, y a Buto, el rinoceronte, acompañado de su torpón y desgarbado vástago. Cada criatura de la selva tenía su propio retoño, todos menos Tarzán. Al pensar en ello, el hombre mono se sentía triste y solitario. Pero en aquel momento, el olor de una pieza eliminó de su joven cerebro todo lo que no fuera cazar y se deslizó como un felino por una rama que cimbreaba sobre el sendero que conducía al abrevadero de los seres salvajes de aquel mundo salvaje.

¡Cuántos miles de veces se había inclinado aquella vieja rama bajo el peso de algún cazador sediento de sangre, en los largos años que llevaba tendiendo su follaje sobre aquel trillado camino de la jungla! Tarzán, el hombre mono; Sheeta, la pantera; e Histah, la serpiente, lo sabían muy bien. Entre todos habían desgastado y pulimentado la corteza de la parte superior de su superficie.

Horta, el jabalí, era el que en aquel momento se acercaba al cazador apostado en la fronda del viejo árbol… Horta, el jabalí, cuyos formidables colmillos y su genio diabólico le ponían a salvo de todos los habitantes de la selva, salvo de los más feroces o los más hambrientos de los grandes carnívoros.

Para Tarzán, sin embargo, la carne era la carne. Nada que fuera comestible o apetitoso podía pasar cerca de Tarzán sin que éste lo desafiara o atacara. En el apetito, al igual que en la lucha, el hombre mono sobrepasaba en salvajismo a los más terribles pobladores de la jungla. Ni conocía el miedo ni daba cuartel, excepto en las raras ocasiones en que una fuerza inexplicable, aparentemente sobrenatural, detenía su mano. Inexplicable para él, tal vez, debido a la ignorancia de su origen y de todas las fuerzas de humanitarismo y civilización que formaban parte del patrimonio que ese origen le había legado.

De modo que aquel día, en vez de mantener quieta la mano y aguardar que se presentase una pieza menos formidable que Horta, Tarzán echó el lazo al cuello del jabalí. Era una prueba excelente para la cuerda nueva. El indignado animal saltó a un lado y a otro; pero la recién estrenada cuerda resistió todos los embates del cerdo silvestre, una vez Tarzán ató su extremo al tronco del árbol, por encima de la rama desde la que la había lanzado.

Tarzán descendió al suelo, por detrás de Horta, mientras éste rugía y atacaba furioso el tronco del robusto patriarca del bosque, cuya corteza salla disparada en todas direcciones bajo los hachazos de los potentes colmillos. El hombre mono empuñaba el cuchillo de larga y afilada hoja, su compañero constante desde aquel remoto día en que el azar dirigió la punta del arma al interior del cuerpo de Bolgani, el gorila, y salvó al herido y ensangrentado cachorro de hombre de lo que hubiera sido una muerte segura.

BOOK: Historias de la jungla
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