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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Historias de la jungla (13 page)

BOOK: Historias de la jungla
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Tarzán anduvo hacia Horta, que se volvió para plantar cara a su enemigo. Con todo lo atlético, fuerte y musculoso que era el joven gigante, hubiera parecido una temeraria locura por su parte enfrentarse a una fiera tan terrible como Horta, sin más arma que el pequeño cuchillo de caza. Eso hubiese pensado cualquiera que conociese a Horta, aunque fuese ligeramente, y no conociese a Tarzán en absoluto.

Horta permaneció inmóvil durante unos segundos, con la vista clavada en Tarzán. Sus perversos y hundidos ojillos despidieron rayos furibundos. Agitó la agachada cabeza.

—¡Devorador de barro! —le provocó Tarzán, burlón—. ¡Siempre te estás revolcando en la mierda! Tu carne apesta, pero es sabrosa y hace fuerte a Tarzán. Hoy me comeré tu corazón, ¡oh, señor de los grandes colmillos, para que mantenga fiero y bravío el que palpita entre mis costillas!

El hecho de no entender una palabra de lo que Tarzán le decía enfureció todavía más a Horta. Sólo veía delante de sí a un hombre desnudo, desprovisto de pelo e inútil, que osaba oponer sus ridículos colmillos y sus insignificantes músculos a la indómita fiereza de Horta. Y el jabalí atacó.

Tarzán de los Monos aguantó a pie firme la acometida, hasta que el enemigo tiró su derrote. Los malintencionados colmillos buscaron el muslo del hombre mono… pero no lo encontraron, aunque estuvieron cerca, porque Tarzán hizo un quiebro en el último segundo. Se desvió a un lado con tal celeridad que el rayo hubiera parecido lento en comparación. Al tiempo que se apartaba, el hombre mono se agachó y, con todas las fuerzas de su brazo derecho, hundió la larga hoja del cuchillo de caza de su padre en el corazón de Horta, el jabalí. Un veloz salto le llevó fuera del punto donde el animal cayó agonizante y, segundos después, el corazón de Horta, aún caliente, goteaba en la mano de Tarzán.

Saciada el hambre, Tarzán no buscó un lugar apropiado para dormir un poco, como solía hacer, sino que reanudó su marcha a través de la selva, en busca de aventuras más que de alimento, porque aquel día estaba inquieto. Se encaminó así hacia el poblado de Mbonga, el cacique indígena, a cuyos súbditos no había dejado de acosar despiadadamente desde que Kulonga, el hijo de Mbonga, mató a la mona Kala.

Un río serpenteaba cerca de la aldea de los negros. Tartán alcanzó su orilla un poco más abajo de la explanada donde se acurrucaban las chozas con techo de paja de los indígenas. Al hombre mono siempre le fascinaba la vida que pululaba por el río. Observar las bufonadas de Duro, el hipopótamo, le hacía pasar ratos divertidísimos, y le encantaba atormentar al perezoso cocodrilo, Gimla, cuando tomaba el sol. También se lo pasaba en grande asustando a las hembras y a las crías de los gomanganis, cuando estaban sentadas en cuclillas junto al río; las mujeres lavando sus escasas prendas de ropa y los
balus
entreteniéndose con sus primitivos juguetes.

Aquel día, Tarzán encontró a una mujer y a su hijo que se habían alejado río abajo más de lo normal. La mujer buscaba cierta especie de moluscos que se criaban en el barro de la orilla. Era una indígena joven, de unos treinta años. Tenía dientes afilados, puntiagudos, porque su pueblo come carne humana. El labio inferior estaba hendido, atravesado por un tosco colgante de cobre, un aro que pendía allí desde tanto tiempo atrás que había estirado monstruosamente el labio, de forma que quedaban al descubierto los dientes y encías de la mandíbula inferior. También tenía perforada la nariz y un pasador de madera cruzaba el apéndice nasal de parte a parte. De sus orejas, así como de su frente y de sus mejillas colgaban adornos de metal. En el mentón y en el puente de la nariz lucía tatuajes de colores que el paso del tiempo había marchitado. Iba completamente desnuda, a excepción de un cinturón de hojas ceñido al talle. Era muy hermosa, tanto a sus propios ojos como a los de los indígenas de la tribu de Mbonga, aunque la mujer pertenecía a otro pueblo: era un trofeo de guerra, capturado durante su virginal época juvenil por uno de los guerreros de Mbonga.

Su hijo era un rapaz de diez años, juncal, esbelto y bastante guapo. Tarzán los contempló desde detrás del follaje de unos arbustos. Estaba a punto de salir de su escondite de un brinco y prorrumpir en aterradores alaridos, para divertirse viendo su miedo y cómo emprendían una fuga rebosante de pánico, cuando un repentino capricho le contuvo. Allí había un
balu
criado casi exactamente igual que él. Desde luego, su piel era negra, pero ¿qué importaba? Tarzán no había visto nunca un hombre blanco. Que supiese, él era el único representante sobre la faz de la Tierra de aquella extraña forma de vida. Dado que no tenía ninguno propio, aquel chico negro sería un
balu
estupendo para Tarzán. Lo atendería con todo esmero y cuidado, lo alimentaría bien, lo protegería como sólo Tarzán de los Monos podía proteger a los suyos, le educaría comunicándole todos sus conocimientos, medio humanos, medio zoológicos y le aleccionaría en todos los secretos de la jungla, desde la putrefacta vegetación del suelo hasta los niveles superiores de las copas de los árboles.

Tarzán desenrolló la cuerda y sacudió el dogal. Los dos miembros de la pareja que tenía allí delante, ajenos por completo a la cercana presencia de aquel ser terrible, siguieron entregados a la búsqueda de moluscos, removiendo el barro con unos cortos bastones.

Salió de la selva y se les acercó por la espalda. En la mano llevaba dispuesta la cuerda. Su brazo derecho ejecutó un rápido movimiento y el lazo se elevó graciosamente, surcó el aire, se detuvo una fracción de segundo sobre la cabeza del desprevenido negrito y, por último, cayó en tomo a su cuerpo. Cuando el lazo llegó un poco más abajo de los hombros del mozalbete, Tarzán dio un tirón rápido que hizo que la cuerda inmovilizara los brazos del chico, apretándoselos contra los costados. Un chillido de terror surgió de los labios del muchacho; la madre volvió la cabeza, sobresaltada por el grito, y vio que su hijo se alejaba arrastrado rápidamente por un gigante blanco que tiraba de él desde la sombra de un árbol próximo, apenas a una docena de pasos de ella.

Al tiempo que profería un alarido de rabia y terror, la mujer se precipitó arrojadamente hacia Tarzán. En su rostro percibió el hombre mono un valor y una determinación que no se amedrentarían ni ante la misma muerte. Incluso estando en reposo, el semblante de la mujer negra imponía un horrendo espanto pero, contraída por la cólera, su expresión era realmente demoniaca. Hasta Tarzán retrocedió, aunque más por repugnancia que por miedo…, porque el miedo era algo absolutamente desconocido para él.

El
balu
de la mujer empezó a tirar mordiscos y patadas furiosas cuando Tarzán lo cogió, se lo puso bajo el brazo y desapareció entre el follaje de las ramas bajas, en el instante en que la iracunda negra se precipitaba hacia adelante para entablar combate con él. Y mientras desaparecía engullido por la espesura, cargado con su presa, que continuaba resistiéndose, Tarzán se preguntó hasta dónde podrían llegar las hazañas de los gomanganis si los machos eran tan tremendos como las hembras.

Una vez a distancia segura de la despojada madre, donde no llegaban ya sus gritos y amenazas, Tarzán se detuvo para echar un vistazo de cerca a su captura, tan aterrado por entonces que había cesado en sus forcejeos y chillidos. El chico dirigió sus asustados ojos hacia el hombre mono; giraban de modo tan espantoso que el blanco parecía brillar en tomo al iris.

—Soy Tarzán —se presentó el hombre mono, hablando en la lengua vernácula de los antropoides—. No te voy a hacer ningún daño. Vas a ser el
balu
de Tarzán. Tarzán te protegerá. Tarzán te alimentará. Lo mejor de la selva será para el
balu
de Tarzán, porque Tarzán es un formidable cazador. No has de temer a nadie, ni siquiera a Numa, el león, porque Tarzán es un luchador poderoso. Nadie es tan grande como Tarzán, hijo de Kala No tengas miedo.

Pero el chico no hacía más que gimotear y temblar, ya que, al no entender el lenguaje de los grandes simios, la voz de Tarzán le sonaba como el gruñido o el rugido de una fiera. Por si fuera poco, también había oído contar historias de aquel malvado dios blanco de la jungla. Era el mismo que había matado a Kulonga y a otros guerreros de Mbonga, el jefe. Era el que entraba en la aldea subrepticiamente, como por arte de magia, en la oscuridad de la noche, robaba arcos, flechas y veneno, y asustaba a las mujeres y a los niños, e incluso a los grandes guerreros. Sin duda aquel dios perverso se comía crudos a los chiquillos. Cuando él cometía alguna trastada, ¿no le amenazaba su madre con entregarle al dios blanco de la selva si no se portaba bien? Tibo, el negrito, empezó a tiritar como si tuviese fiebre.

—¿Tienes frío, Gobubalu? —le preguntó Tarzán. A falta de otro nombre mejor, empleó el equivalente, en el lenguaje de los monos, a «crío mono negro»—. El sol calienta, ¿por qué tiemblas?

Tibo no entendía una palabra, pero lloraba, llamaba a su madre, imploraba al gigante blanco que lo dejara marchar y prometía ser siempre bueno en adelante, si accedía a sus súplicas. Tarzán meneaba la cabeza. Tampoco entendía al chico. ¡Así no iban a llegar a ninguna parte! Tenía que enseñar a Gobubalu una forma de hablar que sonara a lenguaje. A Tarzán no le cabía la menor duda de que los sonidos que pronunciaba Gobubalu no eran ningún lenguaje. Tenían el mismo sentido que el parloteo estúpido de los pájaros, o sea, ninguno. Tarzán pensó que lo mejor que podía hacer era llevar cuanto antes al muchacho a la tribu de Kerchak, donde oiría hablar entre ellos a los manganis. De esa forma aprendería en seguida un lenguaje inteligible.

Tarzán se puso en pie sobre la cimbreante rama donde se había detenido, a bastante altura del suelo, e indicó al niño, por señas, que le siguiera. Pero lo único que pudo hacer Tibo fue aferrarse al tronco del árbol y arreciar en su llanto. Al ser niño e indígena africano, naturalmente había trepado a los árboles infinidad de veces, pero la idea de trasladarse a través del bosque saltando de una rama a otra, como había hecho aquel dios que acababa de capturarle, cuando lo arrebató y separó de su madre, llenaba de pánico el corazón infantil de Tibo.

Tarzán suspiró. Su recién adquirido
balu
tenía mucho que aprender. Era una lástima que un cachorro tan grande y robusto estuviera tan atrasado. Recurrió al halago para intentar convencer a Tibo de que le siguiera, pero en vista de que el chico no se atrevía a hacerlo, lo cogió y se lo echó a la espalda. Tibo ya no mordía ni arañaba. Escapar le parecía imposible. Y consideraba que, incluso aunque estuviera en el suelo, las posibilidades de llegar a la aldea del jefe Mbonga eran remotas. Aun en el caso de que conociese el camino, la verdad es que la selva estaba plagada de leones, hienas y leopardos, a todos los cuales, Tibo lo sabía perfectamente bien, se les hacía la boca agua ante la perspectiva de hincarle el diente a un niño negro.

Hasta entonces, el terrible dios blanco de la jungla no le había hecho ningún daño. No podía esperar tal deferencia por parte de los horripilantes devoradores de hombres que rondaban por la selva. Así, pues, Tibo decidió, como mal menor, dejarse llevar por el dios blanco y abstenerse de arañarle y morderle como había hecho al principio.

Mientras Tarzán volaba raudo de árbol en árbol, Tibo mantenía cerrados los ojos, empavorecido, para no ver los aterradores abismos que se abrían abajo. En toda su vida había experimentado tanto miedo; y, sin embargo, a medida que el gigante blanco atravesaba la jungla, en el corazón del niño se filtraba una inexplicable sensación de seguridad, al comprobar la precisión de los saltos del hombre mono y del modo infalible con que sus manos se agarraban a las oscilantes ramas. Además, en el nivel medio de las enramadas uno podía considerarse completamente a salvo, fuera del alcance de los pavorosos leones.

Tarzán llegó al claro donde la tribu de Kerchak trataba de llenar el estómago y aterrizó entre los simios con su nuevo
balu
aferrado a los hombros. Estaba ya en medio de los monos antes de que Tibo hubiera vislumbrado una sola de aquellas grandes y peludas figuras y antes de que cualquiera de éstas se hubiese percatado de que Tarzán no llegaba solo. Cuando los monos vieron al pequeño gomangani colgado de la espalda de Tarzan, se acercaron llenos de curiosidad, curvado hacia arriba el labio superior y con expresión de gruñido inminente en el rostro.

Una hora antes, el pequeño Tibo habría jurado que conocía las más profundas simas del pánico, pero a la vista de aquellas aterradoras bestias que le rodeaban comprendió que todo lo pasado no era nada en comparación con lo que tenía frente a sí. ¿Por qué se mostraba tan despreocupado y tranquilo el gigante blanco? ¿Por qué no salia huyendo antes de que aquellos horripilantes y velludos hombres de los árboles se les echaran encima y los despedazaran? Y entonces acudió a la memoria de Tibo un recuerdo estremecedor. No era más que un cuento que había circulado de boca en boca entre los asustados habitantes de la aldea del jefe Mbonga y que venía a decir que el gran demonio blanco de la jungla no era más que un mono sin pelo, ya que ¿no lo habían visto en compañía de los simios?

Los ojos de Tibo, desorbitados por el horror, no podían apartarse de los gigantescos simios que se acercaban. Vio sus hirsutas cejas, sus enormes colmillos, sus pupilas perversas. Reparó en sus poderosos músculos, que resaltaban bajo la peluda piel. Su expresión y su actitud eran amenazadoras en sí mismas. Tarzan también se dio cuenta de ello. Se bajó a Tibo de la espalda y lo colocó delante de sí.

—Éste es el
balu
de Tarzán, Gobubalu —anunció—. No le hagáis daño, si no queréis que Tarzán os mate.

Y acercó los colmillos desnudos al hocico del mono que tenía más cerca.

—Es un gomangani —replicó el simio—. Deja que lo mate. Es un gomangani. Los gomanganis son enemigos nuestros. Deja que lo mate.

—Lárgate —rugió Tarzán—. Ya he dicho, Gunto, que es el
balu
de Tarzán. Vete o Tarzán te matará.

El hombre mono dio un paso en dirección al simio que se avanzaba.

Éste se desvió, aunque, eso sí, muy erguido y altanero, como un perro que encuentra a otro que le corta el camino y que es demasiado cobarde para luchar y demasiado orgulloso para dar media vuelta y huir con el rabo entre las patas.

Teeka se presentó a continuación, impulsada por la curiosidad. Gazán iba dando saltitos a su lado. El asombro los dominaba, lo mismo que a todos los demás, pero Teeka no enseñaba los dientes. Tarzán se percató de ello e hizo una seña a la mona para que se acercara.

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