Una especie de rumor sordo y retumbante, que lo mismo podía ser manifestación de desprecio que suspiro de alivio, fue la única respuesta de Tantor, cuya trompa y cuyas orejas descendieron y cuya cola adoptó de nuevo su caída normal. Pero los ojos continuaron tratando de localizar a Tarzán de los Monos. Sin embargo, su incertidumbre apenas duró unos segundos, los que tardó el muchacho en dejarse caer ágilmente sobre la ancha cabeza de su viejo amigo. Allí se estiró luego cuan largo era y, mientras los dedos de los pies tamborileaban en la gruesa piel del lomo, los de las manos rascaban la superficie más suave de debajo de las enormes orejas. Luego empezó a contar a Tantor los chismorreos de la jungla, como si aquel enorme animal comprendiese las palabras que le iba desgranando en los oídos.
Mucho era lo que Tarzán podía hacer entender a Tantor y aunque aquel acorazado gris de la selva estaba por encima de los chismes de aquel territorio salvaje, el paquidermo permaneció allí quieto, parpadeantes los ojos y balanceante la trompa, como si bebiese las palabras, como si las asimilara atenta y sagazmente. En realidad, lo que le encantaba era la música de aquella voz amistosa y agradable y el arrullo de las manos que le acariciaban por detrás de las orejotas, así como la inmediatez de aquella persona a la que tantas veces llevó sobre las espaldas, desde que Tarzán, muy niño aún, se acercó temerariamente al gigantesco paquidermo, convencido de que iba a encontrar en él la misma amistosa simpatía que colmaba su corazón.
En el curso de los años de trato que llevaban, Tarzán había observado que poseía un poder inexplicable que le capacitaba para gobernar y dirigir a su imponente amigo. Cuando el muchacho le convocaba, Tantor acudía, por grande que fuera la distancia que los separase, en cuanto sus agudos oídos captaban la estridente y penetrante llamada de Tarzán. Y cuando el hombre mono iba sentado en cuclillas sobre su cabeza, Tantor avanzaba por la selva en la dirección que su amigo le indicase. Era el poder del cerebro humano sobre el del ser irracional y en su caso resultaba tan efectivo como si ambos comprendiesen totalmente su origen, aunque lo cierto era que ninguno de los dos lo entendía.
Tarzán permaneció media hora tendido encima del lomo de Tantor. El tiempo carecía de significado para ellos. Tal como la concebían, la vida estribaba básica y principalmente en mantener el estómago lleno. A Tarzán le resultaba esa tarea mucho menos ardua que a Tantor, porque su estómago era más pequeño que el del elefante y porque, al ser omnívoro, tenía menos dificultades para conseguir comida. Aunque no dispusiera cerca de una clase de alimento, siempre encontraba en seguida muchas otras susceptibles de satisfacer su apetito. En cuanto a la dieta, Tarzán era mucho menos exquisito que Tantor, quien sólo comía la corteza de determinados árboles, la madera de otros, mientras que de una tercera especie arbórea le atraían exclusivamente las hojas, y éstas, por si fuera poco refinamiento, sólo durante ciertas estaciones del año.
Tantor se veía obligado a pasarse la mayor parte de su existencia dedicado en exclusiva a llenar su inmenso estómago para cubrir las insaciables necesidades de sus poderosos músculos. Eso es lo que les ocurre a los animales de las órdenes inferiores: su vida está ocupada por la búsqueda de alimento o por el proceso digestivo, de forma que les queda muy poco tiempo para otras consideraciones. Indudablemente, esta desventaja les ha impedido avanzar por el camino del progreso con la rapidez con que lo ha hecho el hombre, que ha dispuesto de más tiempo para dedicar su pensamiento a otras cuestiones.
A Tarzán, sin embargo, estos asuntos le preocupaban muy poco, y a Tantor todavía menos, o sea, nada. Lo que sí le constaba al primero era que se sentía feliz en compañía del elefante. Ignoraba la razón. No sabía que, como era un ser humano —un ser humano normal y saludable— anhelaba disponer de otra criatura viva sobre la que proyectar generosamente su afecto. Los compañeros con los que compartió juegos durante la infancia en la tribu de Kerchak se habían convertido en unas bestias gigantescas, ariscas y antipáticas. No sentían ni inspiraban el menor afecto. Tarzán aún jugaba a veces con los monos más jóvenes. Los apreciaba, a su modo, pero distaban mucho de ser camaradas satisfactorios o apacibles. En cambio, Tantor era una impresionante montaña de tranquilidad, serenidad y estabilidad. Resultaba de lo más relajante y agradable estirarse sobre la áspera y pelada cabeza y derramar las ambiguas esperanzas, ilusiones y sueños en aquellas grandes orejas que batían el aire pesadamente, dando la impresión de que se enteraban de lo que les decían. De todos los habitantes de la selva, Tantor era el que recibía el mayor cariño por parte de Tarzán, desde que le arrebataron a Kala. A veces, el hombre mono se preguntaba si el elefante correspondería a su afecto. Era difícil saberlo.
La llamada del estómago, la más apremiante, insistente y compulsiva que conoce la selva, impulsó a Tarzán a lanzarse de nuevo a la enramada y alejarse a través de la fronda en busca de alimento, mientras Tantor reanudaba su interrumpida marcha en dirección contraria.
El hombre mono estuvo una hora entregado a labores alimenticias.
Un nido situado en las alturas de la copa de un árbol le suministró su cosecha fresca y cálida. Frutas, bayas y diversas plantas tiernas encontraron el lugar adecuado en su menú, según el orden en que iba tropezando con ellas, ya que no buscaba precisamente tales menudencias. ¡Carne, carne, carne! Carne era lo que Tarzán de los Monos buscaba siempre. Pero, a veces, la carne le rehuía, como le estaba ocurriendo en aquella ocasión.
Y mientras vagaba por la jungla, su activo cerebro no se limitaba a pensar exclusivamente en la caza, sino también en otras muchas cuestiones. Tenía la costumbre de recordar a menudo los acontecimientos de los días y horas inmediatamente anteriores. Revivió mentalmente los momentos que había pasado con Tantor; pensó en los negros dedicados a la excavación y en el extraño foso que cubrieron antes de retirarse dejándolo tapado. Se preguntó una y otra vez qué finalidad tendría. Contrastaba ideas y se formaba juicios. Comparaba esos juicios y llegaba a conclusiones… No siempre correctas, desde luego, pero al menos utilizaba el cerebro para el objetivo que Dios le había asignado, lo cual le resultaba menos difícil ya que no se veía influido por opiniones ajenas, de segunda mano, erróneas por regla general.
Y mientras pensaba, desconcertado, en el hoyo cubierto de los negros, en su mente apareció de pronto la imagen de una mole descomunal, de color gris oscuro, que avanzaba con paso lento y pesado por una senda de la jungla. Tarzán se puso tenso, sacudido por el impacto de un súbito temor. En la vida del hombre mono, determinación y acción se producían simultáneamente y en aquel momento, casi antes de que en su mente se hubiera concretado la comprensión del propósito de aquel foso, Tarzán se desplazaba ya a través de las frondosas ramas de los árboles.
Saltaba de árbol en árbol, por el nivel medio de las enramadas, por el punto donde los gigantes de la jungla casi se tocaban. Volvió a descender a tierra y sus ligeros y silenciosos pies corrieron veloces sobre la alfombra de hojas y plantas en descomposición. Luego, cuando la maleza se enmarañó de tal forma que retrasaba su avance por la superficie, volvió a saltar a las ramas.
En su nerviosa ansiedad abandonó toda discreción. La lealtad del hombre disolvió la cautela del animal. Se aventuró imprudentemente por una amplia explanada desprovista de árboles, sin pensar en lo que podía oponerse a su paso, allí, en el claro, o más allá, en la linde de la arboleda del otro lado.
Había recorrido la mitad del calvero cuando frente a él, apenas a unos metros, surgiendo de unas hierbas altas, remontaron bruscamente el vuelo media docena de aves chillonas. Tarzán se desvió de manera automática, puesto que sabía muy bien la clase de animal cuya presencia delataban aquellos pájaros. En el mismo instante, Buto, el rinoceronte, se levantó sobre sus cortas patas y desencadenó una furiosa acometida. Buto, el rinoceronte, ataca sin ton ni son. Es un animal cegato, que apenas distingue las cosas cuando las tiene cerca y resulta problemático precisar si se lanza a sus frenéticas carreras porque, empavorecido, trata de escapar a su propio miedo o si tales arrebatos son consecuencia del temperamento irascible que normalmente se le atribuye. Claro que cuando uno se ve atacado por Buto, tal cuestión carece de importancia, porque en ese momento sabe que, si el rinoceronte lo alcanza y lo despide, lo más seguro es que a partir de entonces todo deje de interesarle.
Y ocurrió que Buto se precipitó en línea recta sobre Tarzán, a través de los escasos metros que los separaban, un espacio cubierto de hierbas cuya altura le llegaba a las rodillas. El azar llevó al rinoceronte en esa dirección y entonces sus miopes ojos vislumbraron la figura de un enemigo y, al tiempo que emitía una serie de resoplidos, se disparó en línea recta hacia él. Los pajarillos que acompañan al rinoceronte aleteaban y describían círculos en torno a su colosal valedor. En las ramas de los árboles que bordeaban el calvero, una veintena de micos parloteaban y refunfuñaban, molestos porque el miedo que los resoplidos del rinoceronte había sembrado entre ellos los envió en desbandada hacia los niveles superiores de la fronda. Sólo Tarzán se mostraba indiferente y sereno.
Estaba en plena trayectoria de la embestida. No tenía tiempo de ponerse a salvo entre los árboles del otro lado de la explanada. Tampoco tenía el menor deseo de demorar su marcha por culpa de Buto. Ya se había encontrado otras veces con aquella bestia estúpida, hacia la que sentía el más profundo de los desprecios.
Buto ya estaba casi encima, humillada la enorme cabeza, inclinado el largo y robusto cuerno, dispuesto a descargar el terrible hachazo para el que la naturaleza lo había proyectado. Pero cuando el animal levantó la cabeza con violencia, sólo consiguió dar una cornada al aire, porque el hombre mono ejecutó un salto felino que le llevó por encima del peligroso pitón para aterrizar sobre el amplio lomo del rinoceronte. Otro brinco y fue a parar al suelo, por detrás de la fiera. Luego corrió como un gamo en dirección a los árboles.
Desconcertado y colérico por la extraña desaparición de su posible víctima, Buto volvió grupas bruscamente y emprendió un enloquecido derrotero que quiso el albur no coincidiese con la dirección en que corría Tarzán. Así que el hombre mono alcanzó la arboleda sin más contratiempos y continuó su veloz recorrido a través de la selva.
A cierta distancia, por delante de él, Tantor avanzaba con su tardo y pesado andar a lo largo de la batida senda de elefantes. Y en medio del sendero, delante de Tantor, un guerrero indígena permanecía agazapado, todo oídos. No tardó en percibir los ruidos que había estado esperando: el crujir de ramitas que, al romperse, anunciaban la proximidad de un elefante.
A derecha e izquierda, en diversos puntos de la jungla, los demás guerreros se mantenían expectantes, al acecho. Una señal en tono bajo, transmitida de uno a otro, recorrió la cadena y avisó al más lejano de los negros de que la presa estaba a punto de llegar. Se pusieron en rápida marcha para converger en el sendero y se apostaron en los árboles contiguos a los lugares por los que Tantor iba a pasar. Aguardaron allí, en silencio, y no tardaron en verse recompensados por la aparición de un monumental proboscidio, cuyos largos colmillos representaban tal cantidad de marfil que los corazones codiciosos de los indígenas aceleraron sus latidos hasta el paroxismo.
Apenas Tantor pasó por delante de sus posiciones, los guerreros se apresuraron a descender de los árboles donde permanecían ocultos. Ya no guardaban silencio sino que, por el contrario, en cuanto llegaron al suelo empezaron a batir palmas y prorrumpieron en un pandemónium de gritos desaforados. Tantor, el elefante, hizo un alto momentáneo, con la trompa y la cola levantadas, y erectas las enormes orejas. Luego reanudó la marcha sendero adelante, arrastrando las patas, aunque con paso rápido, derecho hacia el foso disimulado, el hoyo de las estacas hundidas en el suelo del fondo y con las puntas aguzadas hacia arriba.
Detrás del paquidermo, los ululantes indígenas le apremiaban en su veloz huida para impedirle examinar el terreno que tenía ante sí. Tantor, que hubiera podido dar media vuelta y dispersar fácilmente con una sola acometida a los negros que le acosaban, huía como un cervatillo asustado… Corría ciegamente hacia una muerte espantosa, entre lacerantes torturas.
Y detrás de todos marchaba Tarzán de los Monos, que volaba de árbol en árbol, desplazándose a través de la jungla con la celeridad y la agilidad de una ardilla, porque había oído los gritos de los guerreros y los había interpretado correctamente. Lanzó al aire en una ocasión su penetrante alarido, que repercutió estridentemente a lo largo y a lo ancho de la selva, pero Tantor, dominado por su pánico cerval, o no lo oyó o, caso de oírlo, no se atrevió a hacerle caso e interrumpir su carrera.
El gigantesco paquidermo se encontraba ya a sólo unos metros de la muerte encubierta que le acechaba en el sendero, mientras los negros, seguros de su éxito, chillaban y danzaban tras él, agitaban sus venablos de guerra y celebraban por anticipado la consecución de la espléndida cantidad de marfil que llevaba su presa y el opíparo festín de carne de elefante de que disfrutarían aquella noche.
Tan exultantes estaban congratulándose unos a otros, que ninguno se dio cuenta de que Tarzán pasaba silenciosamente por encima de ellos. Tampoco Tantor le oyó acercarse, pese a que el hombre mono no cesaba de ordenarle a voz en grito que se detuviera.
Unos cuantos trancos más y el elefante se precipitaría sobre las afiladas estacas. Prácticamente volando a través de los árboles, Tarzán alcanzó y adelantó al paquidermo. Se dejó caer en mitad del sendero, justo al borde del hoyo y poco faltó para que Tantor se lo llevara por delante. Pero los miopes ojos del elefante reconocieron a tiempo a su viejo amigo.
—¡Alto! —le gritaba Tarzán, y el voluminoso animal frenó su carrera al ver la mano levantada del hombre mono.
Tarzán se volvió y apartó de un puntapié la maleza que cubría una esquina de la trampa. Tantor vio aquel agujero y comprendió al instante lo que significaba.
—¡A ellos! —arengó Tarzán—. Vienen detrás de ti.
Pero Tantor, el elefante, es un enorme manojo de nervios y en aquel momento se encontraba medio empavorecido por el terror.