Colgada del hombro llevaba Tarzán la enrollada cuerda de hierbas y su mano empuñaba el cuchillo de monte de su padre, muerto mucho tiempo atrás y al que no llegó a conocer. En el minúsculo cerebro de Taug anidaba un gran respeto hacia la brillante y afilada hoja de metal que con tanta destreza sabía utilizar el hombre mono. Con ella había matado a Tublat, su feroz padre adoptivo, así como a Bulgani, el gorila. Taug no ignoraba aquellas hazañas, de modo que extremó sus precauciones en tanto giraba alrededor de Tarzán, a la espera de la oportunidad para lanzarse al ataque con garantías. Su menor corpulencia y la inferioridad de su armamento natural hacían al hombre mono precavido, de modo que siguió análoga táctica.
Durante cierto tiempo pareció que el altercado seguiría los mismos derroteros de la mayor parte de tales desavenencias entre miembros de la tribu y que uno de los contendientes acabaría por perder todo interés en la cuestión y se retiraría para dedicarse a cualquier otra actividad. Y ese pudo haber sido el final del asunto si el
casus beli
hubiera sido otro, pero Teeka estaba en la gloria, halagadísima por la atención que había despertado y por la circunstancia de que aquellos dos machos jóvenes se dispusieran a enzarzarse en violento combate por ella. En toda su breve existencia era la primera vez que le sucedía tan memorable acontecimiento. Había visto a otros machos pelear por hembras de más edad y en el fondo de su pequeño y selvático corazón anheló que llegase el día en que la hierba de la jungla enrojeciese con la sangre que se derramara en un combate a muerte por ella.
De modo que se puso en cuclillas y procedió a insultar profusa e indiscriminadamente a ambos admiradores. Les lanzaba pullas reprochándoles su cobardía y los insultaba aplicándoles los apelativos más humillantes, como Histah, la serpiente, o Dango, la hiena. Los amenazaba con llamar a Mumga para que los corriera a estacazos… Precisamente a Mumga, que era tan vieja que no podía subirse a los árboles y tan desdentada que tenía que alimentarse casi exclusivamente de plátanos y gusanos.
Los monos que presenciaban el espectáculo escuchaban a Teeka y le reían aquellas gracias. Taug estaba furioso. Acometió a Tarzán con súbita embestida, pero el hombre mono dio un salto lateral, esquivó el ataque y, con felina celeridad, giró en redondo y se plantó de nuevo frente a Taug. Al acercarse, enarbolaba el cuchillo de monte por encima de la cabeza; con la peor de las intenciones descargó un tajo al cuello de Taug. Éste hurtó el cuerpo con celérico regate y el filo del arma sólo le ocasionó un rasguño en el hombro.
El pequeño borbotón de sangre arrancó un agudo grito de placer a la encantada Teeka. ¡Ajá, aquello merecía la pena! Lanzó una mirada en torno, para comprobar si los demás habían sido testigos de aquella prueba de su popularidad. Helena de Troya nunca se sintió tan orgullosa como Teeka en aquel instante.
Si no hubiese estado tan absorta en su propia vanagloria es posible que hubiese percibido el susurro que produjeron las hojas del árbol al pie del cual se hallaba, un murmullo que no causaba el viento, dado que no circulaba el menor soplo de aire. Y de haber alzado la mirada, seguramente habría visto el estilizado cuerpo agazapado casi directamente encima de ella, así como los perversos ojos glaucos que la observaban con fulgor voraz en las pupilas. Pero Teeka no levantó la vista.
Al sentir la herida, Taug retrocedió y prorrumpió en una serie de pavorosos rugidos. Tarzán siguió acosándolo, cuchillo en ristre y con un diluvio de insultos y amenazas derramándose desde su boca. Teeka se apartó de debajo del árbol para mantenerse cerca de los contendientes.
La rama situada encima de la mona se combó y agitó levemente al deslizarse por ella el cuerpo del depredador al acecho. Taug se había detenido y se aprestaba a afrontar un nuevo asalto. La espuma cubría sus labios y de las mandíbulas descendían hilillos de baba. Erecto, baja la cabeza y extendidos los brazos, se preparaba para desencadenar un ataque y fajarse en una lucha cuerpo a cuerpo. Si lograra plantar sus poderosas manos sobre la suave y bronceada piel de su adversario habría ganado la batalla. Taug consideraba poco limpia la forma de combatir de Tarzán. Nunca se acercaba, su estilo consistía en saltar ágilmente de un lado a otro y mantenerse en todo momento fuera del alcance de los musculosos dedos de Taug.
Como hasta entonces el joven hombre mono sólo había jugado, sin medir nunca sus fuerzas con un mono macho adulto en una pelea de verdad, no estaba muy seguro de que fuera aconsejable poner a prueba sus músculos en un combate a muerte. No es que tuviera miedo, ya que el miedo era una emoción que desconocía de un modo absoluto. El instinto de conservación le aconsejaba andarse con cien ojos…, eso era todo. Sólo corría riesgos cuando lo consideraba necesario y, al presentarse tal circunstancia, no vacilaba ante nada.
Su propio sistema de lucha parecía más a tono con su constitución física y las armas con que le había dotado la naturaleza. Su dentadura, aunque fuerte y afilada, se encontraba en lamentable desventaja a la hora de competir con las formidables armas de ataque que constituían los colmillos de los antropoides. Con aquella táctica de saltos y movimientos rápidos alrededor del adversario, manteniéndose lejos del alcance de éste, y a base de utilizar diestramente el largo y afilado cuchillo de monte, Tarzán podía ocasionar infinitamente más castigo a su antagonista y al propio tiempo eludir muchas de las dolorosas y graves heridas que estaba seguro iba sufrir en el caso de caer en las garras de un mono macho.
Así, pues, Taug se lanzaba a la carga, embistiendo y mugiendo como un toro y Tarzán danzaba con ágiles pasos laterales, sin dejar de zaherir a su rival con burlones insultos, ni de clavarle de vez en cuando la punta del cuchillo.
En el transcurso de la pelea se daba alguna que otra tregua, durante la cual los contendientes interrumpían sus afanes bélicos, jadeaban, recobraban el aliento, hacían acopio de fuerzas y aguzaban el ingenio con vistas al modo de plantear el siguiente asalto. Durante una de esas pausas, la mirada de Taug rebasó casualmente la figura de su antagonista. Automáticamente, la expresión de Taug cambió de manera radical. La cólera desapareció de su rostro, sustituida por un gesto de pánico.
Al tiempo que profería un grito que todos los simios comprendieron al instante, Taug dio media vuelta y huyó a todo correr. No hizo falta preguntarle nada: su chillido anunciaba la cercana presencia del ancestral enemigo de los monos.
Lo mismo que los demás miembros de la tribu, Tarzán se aprestó a ponerse a salvo y en ese momento, mezclado con el rugir de la pantera, oyó el alarido de terror de una mona. Taug también lo oyó, pero no interrumpió su huida.
Con el hombre mono, sin embargo, las cosas fueron distintas. Miró por encima del hombro para comprobar si algún miembro de la tribu se veía acosado de cerca por el carnívoro y la escena que contemplaron sus ojos los llenó de espanto.
Era Teeka quien gritaba aterrada mientras corría a través del claro, hacia los árboles de la orilla opuesta, perseguida por Sheeta, la pantera, que acortaba terreno mediante gráciles saltos. Sheeta no parecía tener prisa. Tenía asegurada su buena ración de carne, puesto que aunque la mona alcanzase los árboles, no podría trepar hasta alcanzar la altura suficiente antes de ponerse a salvo de las garras de la pantera.
Tarzán comprendió que Teeka iba a morir. A gritos, indicó a Taug y a los otros machos que se apresuraran a acudir en auxilio de Teeka Simultáneamente, corrió en pos de la fiera y cogió la cuerda que llevaba al hombro. Tarzán sabía que, una vez soliviantados los grandes monos machos, ni siquiera a Numa, el león, le entusiasmaba, ni mucho menos, la idea de oponer sus colmillos a los de ellos. Le constaba, así mismo, que si todos los de la tribu decidían unánimemente lanzarse al ataque, a Sheeta, el enorme felino, le iban a faltar décimas de segundo para volver grupas, meterse el rabo entre las piernas y retirarse a toda velocidad.
Taug oyó los gritos, lo mismo que todos los demás, pero nadie acudió a echar una mano a Tarzán en la misión de salvar a Teeka, mientras Sheeta reducía velozmente la distancia entre ella y su presa.
Al tiempo que perseguía a la pantera, Tarzán no cesaba de gritarle, con la idea de apartarla de Teeka, de distraer la atención del felino lo suficiente para que la mona tuviese tiempo de ascender a las ramas altas, donde Sheeta no se atrevería a subir. Dedicó a la pantera todos los insultos que se le vinieron a la lengua, pero el carnívoro no estaba dispuesto a detenerse para entablar combate con él; a Sheeta se le había hecho la boca agua y su único interés era aquel exquisito bocado que casi tenía ya al alcance de sus dientes.
Tarzán no se encontraba muy lejos de la pantera, a la que ganaba terreno, pero la distancia de aquella carrera era tan corta que resultaba utópico pensar que atraparía al felino antes de que éste hubiese caído sobre Teeka. Al tiempo que corría, el hombre mono volteaba la cuerda de hierba por encima de la cabeza. Temía errar el lanzamiento, porque la distancia era muy superior a los tiros que había efectuado hasta entonces. El trecho que le separaba de Sheeta era más o menos el de la longitud de la cuerda. Sin embargo, no existía más solución que aquella: intentarlo. Le era imposible de todo punto llegar a la altura de la pantera antes de que ésta alcanzase a Teeka Tenía que jugárselo todo a la carta del lanzamiento del lazo.
Y justo en el preciso instante en que Teeka se abalanzaba hacia la rama inferior de un árbol gigantesco y Sheeta acometía su salto largo y sinuoso en pos de la presa, los círculos de la cuerda de Tarzán se estiraron al surcar el aire rápidamente, dibujaron una larga y delgada línea recta mientras el lazo permanecía suspendido un segundo sobre la salvaje cabeza y las rugientes fauces de la pantera. Acto seguido, el lazo descendió y, limpia y certeramente, el nudo corredizo se ciñó en torno al rojizo cuello de Sheeta. Tarzán dio un tirón seco a la cuerda, tensó el nudo y afirmó los pies en el suelo, preparándose a afrontar la violenta reacción de la pantera cuando se sintiese atrapada.
Las crueles garras del felino arañaron el aire a escasos centímetros de las lustrosas posaderas de Teeka en el momento en que la cuerda se tensó y Sheeta se veía frenada bruscamente: un frenazo que la lanzó de espaldas contra el suelo. Pero se levantó como una exhalación, con los ojos echando chispas y la cola convertida en látigo fustigante, mientras de sus abiertas fauces brotaban espantosos rugidos de furia y decepción.
Sheeta vio al joven hombre mono, el culpable de su desconcierto, apenas a diez o doce metros, y se precipitó hacia él.
Teeka ya estaba a salvo. Tarzán lo comprobó mediante un rápido vistazo a la enramada del árbol que la mona había alcanzado en el último segundo. Pero Sheeta iba ahora a por él. Era una insensatez arriesgar la vida en un combate ocioso y desigual, del que no podía resultar nada positivo, ¿pero cómo eludir la batalla con aquel felino iracundo? Y en el caso de verse obligado a luchar, ¿qué probabilidades tenía de sobrevivir? A Tarzán no le quedó más remedio que admitir que su situación distaba mucho de ser apetecible. Los árboles estaban demasiado lejos como para albergar la esperanza de llegar a ellos a tiempo de esquivar al carnívoro. Empuñaba en la diestra el cuchillo de monte: un arrea insignificante, una nadería en comparación con las formidables hileras de dientes de que estaban dotadas las poderosas mandíbulas de Sheeta y las afiladas garras encajadas en sus acolchadas patas. A pesar de todo, el joven lord Greystoke les hizo frente con la misma valerosa resignación con que un intrépido antepasado suyo se lanzó a la derrota y la muerte en la colina de Senlac, cuando tuvo lugar la batalla de Hastings.
Desde la seguridad que les brindaban las ramas altas de los árboles, los grandes monos presenciaban el espectáculo, proyectaban sobre Sheeta los calificativos más insultantes y dirigían a Tarzán consejos y consignas, porque, naturalmente, el antecesor del hombre tiene muchos rasgos humanos. Teeka estaba aterrorizada. A gritos, apremiaba a los machos a que corrieran en auxilio de Tarzán, pero ellos estaban atareadísimos con otras ocupaciones más interesantes: asesorar a Tarzán y dedicar muecas a Sheeta. Al fin y a la postre, Tarzán no era un auténtico mangan, ¿por qué, entonces, debían arriesgar el pellejo intentando protegerle?
Sheeta casi se había echado encima de aquel cuerpo ágil y desnudo… y el cuerpo ya no estaba allí. Con todo lo rápido que era el felino, aquel muchacho mono todavía lo era más. Se apartó a un lado con celérico salto cuando las garras de la pantera daban la impresión de haber caído sobre él. Sheeta pasó de largo y fue a aterrizar más allá de la que creía presa segura, mientras ésta, tras el regate, se alejaba a la carrera, hacia la salvación del árbol más próximo.
La pantera se recobró prácticamente al instante, se revolvió y salió disparada en persecución del hombre mono, con la cuerda arrastrándose por el suelo. Al correr en pos de Tarzán, Sheeta rodeó un pequeño arbusto. Como obstáculo no sería gran cosa para ningún animal de la selva del tamaño y peso de la pantera… siempre y cuando no llevase tras de sí una cuerda alrededor del cuello. Lo malo para Sheeta fue justo esa cuerda, porque cuando el felino perseguía a Tarzán de los Monos, la cuerda se enredó en el arbusto y obligó a la pantera a detenerse en seco. Instantes después, Tarzán se hallaba a salvo en la copa de un árbol, a una altura a la que Sheeta no podía acceder.
Allí asentó sus reales el hombre mono, para dedicarse a arrojar trozos de rama e insultos diversos al indignado felino que tenía a sus pies. Los demás integrantes de la tribu se sumaron al bombardeo, lanzando cuantas ramitas y frutos duros tenían a su alcance, hasta que Sheeta, a base de frenéticos tirones y mordiscos, consiguió romper la cuerda. Durante unos segundos más la pantera se mantuvo allí erguida, mientras, uno tras otro, fulminaba con los ojos a los que la torturaban. Por último, emitió un rugido final de rabia, dio media vuelta y desapareció en la enmarañada y laberíntica espesura de la jungla.
Al cabo de media hora, la tribu volvía a estar en el suelo, entregada a la tarea de buscar alimento, como si no hubiese ocurrido nada susceptible de interrumpir la grisácea monotonía de su existencia. Tarzán había recuperado la mayor parte de su cuerda y se entretenía preparando un nuevo lazo, mientras Teeka permanecía en cuclillas a su lado, como evidente demostración de que lo había elegido por compañero.