Encontraron la pista de nuevo, pero seguirla constituía ahora una tarea lenta y laboriosa, sujeta a continuos y desalentadores retrasos, sobre todo cuando, en ocasiones, el rastro parecía perdido por completo. La verdad es que para nosotros ese rastro sería algo inexistente, antes y después del chaparrón, salvo, quizás, en los tramos que Toog recorrió por el suelo, tras bajarse de los árboles y seguir una senda de caza. En esos lugares, la huella de una manaza correspondiente a la extremidad inferior y de los nudillos de la mano anterior aparecían lo bastante claras como para que cualquier mortal corriente pudiese detectarlas. Aquellas y otras indicaciones permitieron a Tarzán comprender que el mono forastero aún iba cargado con Teeka. La profundidad de la marca impresa por las extremidades posteriores señalaba que el peso que las había dejado era mayor que el de cualquier simio grande, al tiempo que el detalle de que en el suelo no se veía más que la huella de los nudillos de una mano venía a indicar que la otra se ocupaba en otra cosa: aguantar a la prisionera sobre el hombro peludo. Tarzán llegaba a observar, en lugares resguardados, los puntos donde el fugitivo se había cambiado el peso de un hombro a otro, porque lo revelaban la huella correspondiente al costado que llevaba el peso y el cambio de la marca de los nudillos, que pasaba de un lado de la senda al otro.
El simio había recorrido tramos de considerable longitud completamente erecto, erguido sobre las extremidades posteriores, caminando como camina el hombre; pero lo mismo podía haber ocurrido con cualquiera de los grandes antropoides de la misma especie, que, a diferencia del chimpacé y del gorila, pueden desplazarse sin ayuda de las manos delanteras con la misma soltura que con ellas. Tales pormenores, sin embargo, ayudaban sobremanera a Taug y a Tarzán en la identificación de las características y aspecto del secuestrador. Y con el olor peculiar del mismo impreso de forma indeleble en su memoria se encontraban en una situación estupenda para reconocerle cuando lo encontraran, incluso aunque se hubiera desembarazado ya de Teeka. Lo reconocerían con más facilidad que cualquier investigador moderno provisto de fotografías y medidas de Bertillon para perseguir y reconocer a un fugitivo de la justicia civilizada.
Pero con todas sus facultades perceptivas afinadas al máximo, los dos miembros de la tribu de Kerchak se las veían y se las deseaban muchas veces para seguir sobre la pista y, en el mejor de los casos, localizar el rastro perdido los retrasó de tal manera que llegada la tarde de la segunda jornada de persecución aún no habían alcanzado al fugitivo. El olor de éste ya era bastante acusado, porque después de la lluvia había vuelto a quedar flotando, y Tarzán estaba seguro de que no tardarían en avistar al secuestrador y a su presa. Por encima de ellos, mientras avanzaban sigilosamente, parloteaban Manu, el mico, y miles de contertulios de su especie; graznaban y chillaban aves de garganta insolente y plumaje multicolor; zumbaban y ronroneaban una infinidad de insectos entre el susurro de follaje de la jungla y, al pasar Taug y Tarzán por debajo de la oscilante rama en que se había posado, un mico viejo que refunfuñaba y gruñía con el ceño fruncido inclinó la cabeza y los vio. Suspendió automáticamente sus farfullantes gruñidos, se olvidó de seguir con las cejas enarcadas y el pobre emprendió veloz huida, agitando su larga cola, como si en aquel preciso instante a Sheeta, la pantera, le hubiesen dotado de alas y estuviera a punto de cazarlo. A juzgar por las apariencias, no era más que un mico aterrorizado, que huía para salvar el pellejo…, en él no parecía haber nada siniestro.
Y ¿qué habría sido de Teeka durante todo ese tiempo? ¿Había acabado por resignarse a su suerte y acompañaba a su nuevo compañero con la adecuada humildad propia de una amante esposa dócil y sumisa? Una simple mirada a la pareja hubiera bastado para que el más curioso o exigente obtuviera una respuesta de lo más satisfactorio. Teeka tenía la piel desgarrada y sangraba por las numerosas heridas que el arisco Toog le había infligido en el curso de sus infructuosos esfuerzos para someterla a su voluntad. Toog, a su vez, también estaba mutilado y desfigurado, aunque, con terca ferocidad, seguía aferrado a la idea de conservar a toda costa su ya inútil presa.
Continuaba abriéndose camino en dirección al territorio de su tribu. Confiaba en que el rey hubiese olvidado la traición, pero de no ser así, se resignaría a su suerte… Cualquier destino sería mejor que sufrir solo por más tiempo la compañía de aquella tremebunda hembra. Por otra parte, además, quería enseñar la cautiva a sus compañeros. Tal vez deseara ofrecérsela al rey como presente…, es posible que tal pensamiento apresurara sus pasos.
Encontraron finalmente a dos machos que comían en un bosquecillo semejante a un parque, una preciosa arboleda salpicada de enormes peñascos medio enterrados en fértil légamo, silenciosos monumentos, quizás, de una era olvidada durante la cual imponentes glaciares avanzaron despacio por un territorio batido ahora por el sol inclemente que cae sobre la selva tropical.
Cuando Toog apareció a lo lejos, los dos machos alzaron la cabeza y enseñaron sus poderosos colmillos de combate. Toog los reconoció como amigos.
—Soy Toog —gruñó—. Toog ha vuelto con una nueva hembra.
Los simios aguardaron a que se acercase más. Teeka los miró con expresión hostil, les gruñó y enseñó los dientes. En aquel momento no tenía un aspecto agradable para la vista; sin embargo, a pesar de las heridas, de la sangre y del odio que expresaba su rostro, los dos machos comprendieron que era una hembra hermosa y envidiaron a Toog… ¡Ay!, no conocían a Teeka.
Mientras intercambiaban miradas sentados en cuclillas, a través de los árboles llegaba corriendo hacia ellos un mico de larga cola y patillas grises. Era un pequeño mico, rebosante de excitación, que se detuvo en la rama de un árbol situado inmediatamente encima de los grandes simios.
—Se acercan dos machos desconocidos —anunció a gritos—. Uno es un mangani, el otro es un mono espantoso, sin nada de pelo en el cuerpo. Siguen el rastro de Toog. Los he visto.
Los cuatro simios volvieron la cabeza para mirar a lo largo del camino por el que Toog y Teeka acababan de llegar. Después se pasaron un minuto mirándose unos a otros.
—Vamos —tomó la iniciativa el más alto y corpulento de los amigos de Toog—, esperaremos a esos desconocidos detrás de esos matorrales que hay al otro lado del claro.
Dio media vuelta y se alejó a través del espacio de terreno abierto; los demás le siguieron. El mico bailoteaba a su alrededor, animadísimo. Su diversión principal consistía precisamente en armar gresca ajena, en provocar sangrientas disputas entre los habitantes de la selva de mayor tamaño. Una vez estallaba el enfrentamiento, se dedicaba a contemplar el espectáculo de la lucha encarnizada desde la seguridad de los árboles. Aquel mico encizañador, de patillas grises y larga cola era un glotón de sangre, siempre y cuando, naturalmente, esa sangre fuera de los demás.
Los monos se ocultaron en la espesura de los matorrales que crecían al lado del camino por el que pasarían los dos machos forasteros. Teeka temblaba de emoción. Había oído lo que dijo Manu y estaba completamente segura de que el mono sin pelo era Tarzán, mientras que, sin duda, el otro sería Taug. Nunca, ni en sus más ilusionadas esperanzas, pudo concebir que le llegase tal ayuda. En lo único que había pensado fue en escapar por sus propios medios y volver como pudiera a la tribu de Kerchak Pero incluso eso le pareció imposible en todo momento, ya que Toog no dejó un segundo de vigilarla estrechamente.
Cuando Taug y Tarzán llegaron al bosquecillo en el que Toog se tropezó con sus compañeros, el olor a simio era ya tan intenso que ambos perseguidores tuvieron la certidumbre de que la presa les llevaba muy poca delantera. De modo que extremaron las precauciones, porque querían sorprender al secuestrador, si era posible, abordándole por la espalda y atacándole antes de que se percatara de su presencia. Ignoraban que un minúsculo mico de grises patillas se les había adelantado y que tres pares de ojos salvajes espiaban ya todos sus movimientos, mientras esperaban a que se pusieran al alcance de sus nerviosas garras y sus babeantes fauces.
Taug y Tarzán atravesaron el bosquecillo y cuando empezaban a recorrer la vereda que conducía al interior de la espesura del bosque del otro lado, resonó por delante de ellos, muy cerca, el súbito y estridente «¡Krüeg-ah!» con que la voz familiar de Teeka les avisaba. A los obtusos cerebros de Toog y sus satélites no se les ocurrió la posibilidad de que Teeka pudiera delatarlos y, el hecho consumado de aquel grito de advertencia los enfureció. Toog descargó un golpe terrible sobre la hembra, que fue a parar al suelo, y acto seguido los tres antropoides se lanzaron a plantar batalla a Tarzán y Taug. El mico bailoteaba en la rama y chillaba entusiasmado.
Verdaderamente, podía sentirse complacido, porque fue una pelea magnífica. No hubo preámbulos, formalismos, tanteos ni presentaciones, los cinco machos embistieron sin más ni más, se fajaron y rodaron por el estrecho camino y la densa vegetación que lo flanqueaba. Mordían, hundían las uñas, arañaban, desgarraban y golpeaban bestialmente, a la vez que inundaban el aire con el más espantoso coro de gruñidos, aullidos y rugidos. A los cinco minutos, los cinco simios tenían la piel rasgada por infinidad de puntos y la sangre manaba de numerosas heridas, mientras el mico de grises patillas daba saltos jubilosos y dirigía a los combatientes primarios y agudos chillidos de ánimo. Pero su actitud era siempre de condena, de «pulgares abajo». Quería ver la muerte de alguien. Le tenía sin cuidado que fuese amigo o enemigo. Anhelaba sangre…, sangre y muerte.
Toog y otro de los monos se las tenían con Taug, mientras Tarzán hacía frente al tercero de los simios agresores, una bestia gigantesca, con la fortaleza física de un búfalo. Pero el atacante de Tarzán jamás se las había tenido que entender con una criatura como aquella, un macho escurridizo y sin pelo. La sangre y el sudor resbalaban por la tersa piel bronceada del hombre mono. Una y otra vez eludía las garras de aquel enorme simio, mientras se esforzaba en desenvainar el cuchillo de caza que llevaba a la cintura.
Al final, el éxito coronó sus esfuerzos: una mano se alargó con gesto celérico para cerrarse en torno a la peluda garganta, al tiempo que la otra, empuñada la hoja, se elevaba con idéntica rapidez. Tres cuchilladas tan potentes como vertiginosas y el macho se debilitó, dejó de forcejear y, al tiempo que exhalaba un gruñido, cayó desmadejado bajo su antagonista. Tarzán se zafó inmediatamente de las zarpas del simio moribundo y acudió en ayuda de Taug. Toog le vio llegar y dio media vuelta para plantarle cara. A consecuencia del impacto, al encontrarse ambos, a Tarzán se le escapó el cuchillo de las manos, y Toog apresó entre sus brazos al hombre mono. El combate ya se había equilibrado —eran dos contra dos—, en tanto en la periferia del campo de batalla, Teeka se había recuperado del golpe que la derribara y permanecía atenta a la espera de una ocasión favorable para intervenir en ayuda de sus compañeros. Vio el caído cuchillo de Tarzán y lo empuñó automáticamente. Nunca lo había usado, pero sabía cómo lo empleaba Tarzán. Siempre le inspiró temor aquel objeto capaz de quitar la vida a los animales más poderosos de la selva con la misma facilidad con que los grandes colmillos de Tantor daban muerte a sus enemigos.
Teeka observó que la bolsa que Tarzán llevaba al costado se desprendía e iba a parar al suelo y, con la curiosidad típica del mono, que ni el peligro ni la excitación pueden disipar, se apresuró a cogerla también.
Los machos estaban ahora de pie, roto el cuerpo a cuerpo. La sangre se deslizaba costados abajo y tenían el rostro teñido de carmesí. El dichoso mico de barba gris se encontraba tan fascinado que ya ni siquiera se acordaba de gritar y bailar, sino que permanecía sentado en su rama, hechizado por el propio placer que le producía el espectáculo.
Taug y Tarzán obligaban a sus enemigos a retroceder hacia el bosquecillo. Teeka los seguía, despacio. No sabía qué hacer. La terrible prueba por la que había pasado la dejó exhausta, dolorida y renqueante y, por otro lado, tenía la confianza de las de su sexo en el arrojo y la capacidad de lucha de su compañero y del otro macho de su tribu: estaba segura de que Tarzán y Taug no necesitarían la ayuda de una hembra para derrotar a aquellos dos simios forasteros.
Los gritos y rugidos de los contendientes repercutían a través de la selva y despertaban ecos en los montes lejanos. De la garganta del antagonista de Tarzán surgieron una veintena de «¡Kriieg-ah!». No tardó en llegar, por retaguardia, la respuesta que el simio esperaba. Entre gruñidos y ladridos, a través del bosquecillo llegaban cosa de veinte enormes machos: los efectivos de combate de la tribu de Toog.
Teeka fue la primera en verlos. Dirigió un grito de aviso a Tarzán y Taug. Luego echó a correr y dejó atrás a los luchadores, en su carrera hacia la parte opuesta del claro. Una huida impuesta por el miedo. Nadie podía censurarla por ello, después de la espantosa prueba que acababa de soportar y cuyas consecuencias aún sufría.
Aquella hueste de simios gigantes se abatirían sobre ellos. En cuestión de segundos quedarían destrozados y, posteriormente, constituirían la
pièce de résistance
de la orgía salvaje de un
dum dum
. Teeka volvió la cabeza para echar un vistazo. Al ver el inminente destino mortal que aguardaba a sus paladines, en el pecho salvaje de Teeka saltó la chispa del martirio, del morir matando, que algún antecesor común había transmitido tanto a Teeka, la selvática simia, como a las gloriosas mujeres del orden superior humano dispuestas a sacrificar la vida por sus hombres. La mona profirió un agudo alarido y corrió hacia los combatientes que luchaban en confuso montón, rodando por el suelo al pie de uno de los enormes peñascos que se alzaban al borde del bosque. Pero ¿qué podía hacer ella? Su fuerza física era inferior a la de los machos y eso le impedía sacar la debida ventaja al empleo del cuchillo. Había visto a Tarzán arrojar proyectiles, sistema ofensivo que aprendió, como otras muchas cosas, del compañero de juegos en la infancia. Buscó algo que lanzar al enemigo y sus dedos tropezaron con la dureza de las cosas que contenía la bolsa que poco antes se le cayera a Tarzán. Abrió la boca del pequeño zurrón y sacó de su interior un puñado de aquellos cilindros brillantes. Le pareció que pesaban más de lo que su tamaño sugería y que eran unos proyectiles estupendos. Los arrojó con todas sus fuerzas contra los simios que contendían delante del peñasco de granito. El resultado sorprendió a Teeka tanto como a los machos. Se produjo una explosión tremenda, que ensordeció a los luchadores y formó en el aire una cortina de humo acre. Nunca se había escuchado allí un estruendo tan horroroso. Los machos extraños se incorporaron como impulsados por un resorte, prorrumpieron en gritos de terror y emprendieron la huida, batiendo el piso a toda velocidad rumbo al territorio de su tribu, mientras Taug y Tarzán se levantaban despacio, doloridos y sangrantes. También ellos hubieran huido corriendo de no haber visto allí a Teeka, erguida, con el cuchillo y la faltriquera en las manos.