Circulaban rumores escalofriantes acerca de las atroces torturas que infligía a sus víctimas. A los niños se les amenazaba con ponerlos en las aterradoras manos de Bukawai si no eran buenos y obedientes. Tibo había sufrido a menudo aquella intimidación, cuya pavorosa cosecha, sembrada inocentemente por su madre, estaba recogiendo ahora el asustado chiquillo. Las tinieblas, la presencia del temido hechicero, el dolor de las contusiones, junto con el presentimiento de un futuro angustioso y el miedo que le producían las hienas se combinaban hasta casi paralizar al muchacho. Tibo avanzaba a trompicones, tropezaba, caía, se rezagaba… Más que conducirlo, Bukawai lo llevaba en volandas, por no decir a rastras.
El chico vislumbró entonces un débil asomo de luz que brillaba por delante y al cabo de un momento desembocaban en una cámara más o menos circular en la que se filtraban unos rayos de luz diurna a través de una grieta de la roca del techo. Las hienas se les habían adelantado y los estaban esperando allí. Cuando Bukawai y el chico entraron en la estancia, se les acercaron con los amarillentos colmillos al aire. Tenían hambre. Se llegaron a Tibo y una de ellas le tiró una dentellada a las piernas desnudas del chico. Bukawai cogió un palo del suelo de la cámara y arreó un estacazo tremendo al animal, al tiempo que farfullaba una andanada de maldiciones. La hiena se retiró a un lado de la estancia, donde permaneció emitiendo gruñidos. Bukawai avanzó un paso hacia ella y la hiena se erizó furiosa al ver que se le acercaba. En sus perversos ojos fulguraba el odio y el miedo pero, por suerte para Bukawai, el miedo predominó.
Al percatarse de que estaba pasando inadvertida, la segunda hiena lanzó una rápida intentona sobre Tibo. El chico soltó un alarido y salió disparado en pos del hechicero, que entonces proyectó su atención sobre la segunda hiena. Descargó el palo sobre ella; la golpeó repetidamente y la acorraló contra el muro de piedra. Las dos carroñeras empezaron a dar vueltas por la cámara, mientras que la carroña humana, su amo, presa de una frenética y endemoniada cólera, corría de un lado para otro, tratando de interceptarlas, mientras sacudía garrotazo tras garrotazo y las fustigaba con el látigo de la lengua, volcando sobre aquellas fieras todas las maldiciones de dioses y demonios que acudían a su memoria y describiendo con enorme fuerza expresiva retórica y gran riqueza imaginativa la abyecta ignominia de sus antepasados.
Varias veces, una u otra de aquellas fieras se detuvo y trató de plantar cara al hechicero. En tales ocasiones, Tibo contenía la respiración, dominado por una angustiosa inquietud, ya que en su corta existencia nunca había visto un odio tan espeluznante reflejado en el rostro de bestia u hombre alguno. Sin embargo, el temor siempre se imponía a la rabia en aquellas criaturas, por lo que al final acababan por reanudar la huida, gruñendo y enseñando los dientes, justo en el instante en que Tibo tenía la certeza de que iban a abalanzarse sobre la garganta de Bukawai.
Al final, el brujo se cansó de aquella persecución inútil. Lanzó un gruñido casi tan bestial como el de los animales y se volvió hacia Tibo.
—Voy a cobrar las diez cabras cebadas, la estera de dormir nueva y los dos pedazos de cobre que tu madre tiene que pagarme por el conjuro que haré para que vuelvas con ella —comunicó al chico—. Te quedarás aquí. —Indicó el pasillo por el que había llegado a la cámara—. Voy a dejar ahí a las hienas. Si intentas escapar, te devorarán.
Arrojó el palo y llamó a las fieras. Las hienas acudieron, remolonas, de mala gana, gruñendo, con el rabo entre las piernas. Bukawai las llevó al interior del pasadizo. Luego abandonó él también la cámara y colocó en la abertura de su entrada un tosco enrejado.
—Esto les impedirá acercarse a ti —dijo a Tibo—. Si no consigo las diez cabras cebadas y todo lo demás, esos animalitos tendrán a su disposición unos cuantos huesos, cuando yo haya terminado.
Y se alejó, dejando al muchacho sumido en ominosas cavilaciones acerca del significado de aquellas por otro lado más que sugerentes palabras.
Cuando el hechicero se hubo ido, Tibo se echó en el suelo de tierra y estalló en infantiles sollozos de terror y soledad. Sabía perfectamente que su madre no contaba con las diez cabras y que, cuando Bukawai volviese, mataría al pequeño Tibo y se lo comería. No supo cuánto tiempo permaneció tendido allí en el suelo. De pronto le despertaron los gruñidos de las hienas. Habían vuelto por el corredor y le contemplaban con ojos fulgurantes desde el otro lado de la rudimentaria celosía. Tibo vio el fulgor de sus ojos amarillos a través de la oscuridad. Las fieras se levantaban sobre las patas traseras y lanzaban feroces zarpazos a la barrera. Con un estremecimiento, Tibo se retiró al fondo del pétreo recinto. Observó que el enrejado se combaba y temblaba bajo los asaltos de las bestias. Temió que de un momento a otro se desplomase hacia adentro, franqueando el paso a las hienas para que se abalanzaran sobre él.
Lenta, cansinamente, fueron transcurriendo las horas, saturadas de horror. Cayó la noche y Tibo durmió un poco, pero al parecer aquellas fieras hambrientas no dormían nunca. No se apartaban del otro lado de la celosía, sin dejar de emitir sus espeluznantes gruñidos y sus no menos pavorosas risas. Por la pequeña hendidura del techo de roca, Tibo podía ver algunas estrellas y, en un momento determinado, el disco de la luna al pasar por encima de la grieta. La aurora anunció por fin con sus claridades la llegada del día. Tibo tenía un hambre y una sed tremendas, ya que no había probado bocado en toda la jornada anterior y, en todo el trayecto, sólo una vez se le permitió beber. A pesar de todo, el terror de la situación en que se encontraba casi le hacía olvidar el hambre y la sed.
Entrada la mañana, el chiquillo descubrió la existencia de una segunda abertura en el muro de roca, más o menos en frente de la puerta desde la que las hienas famélicas seguían contemplándole. No era más que un pequeño resquicio en la piedra. ¡Lo mismo podía adentrarse sólo unos cuantos palmos en el muro que conducirle a la libertad! Tibo se acercó a la grieta y miró al interior. No vio nada. Alargó el brazo, introduciéndolo en las negruras, pero sin decidirse a ir más lejos. Se dijo que Bukawai no iba a dejarle en un sitio del que pudiera fugarse, por lo que aquella supuesta salida no conduciría a ninguna parte o, en todo caso, a un peligro todavía más espantoso.
Al miedo que le producían los peligros reales que le amenazaban —Bukawai y las dos hienas— la superstición añadía una cantidad incalculable de otros, demasiado horribles para nombrarlos siquiera, porque, para los negros, las sombras diurnas y los horrores nocturnos de la jungla están pobladas de formas fantásticas y extrañas, que revolotean siniestras por el aire y se suman a los habitantes visibles de los bosques… Como si el león, el leopardo, la serpiente, la hiena y la infinita variedad de insectos venenosos no fueran suficientes para colmar de pánico el corazón de las pobres y sencillas criaturas a las que el destino colocó en la zona más aterradora del planeta.
De modo que al pequeño Tibo no sólo le ponían la piel de gallina las amenazas reales, sino también las que producía su imaginación. No se atrevía a aventurarse por aquel camino que tal vez le llevara a la libertad, temeroso de que Bukawai hubiera apostado allí algún terrible demonio de la jungla.
Pero las amenazas reales eliminaron en seguida a las imaginarias en la mente del mozalbete, porque, con la llegada de la luz del día, las hienas medio muertas de hambre renovaron sus esfuerzos para derribar la frágil barrera que les impedía alcanzar su presa. Erguidas sobre las patas posteriores sacudían tremendos zarpazos a la verja. Desorbitados los ojos por el terror, Tibo vio que el enrejado se arqueaba, a punto ya de quebrarse. El chico pensó que no podría resistir mucho tiempo los embates furibundos de aquellas dos poderosas y resueltas bestias. Una esquina de la verja ya había rebasado la rocosa protuberancia que la sujetaba. Una pata peluda irrumpía en el recinto. Tibo tembló como si tuviera fiebre, convencido de que el fin estaba a punto de producirse.
Con la espalda aplastada contra la pared del fondo, permaneció inmóvil, lo más lejos de las fieras que le era posible. Vio que el enrejado se combaba todavía más y que una cabeza rugiente y salvaje se abría paso a través de la celosía, con las entreabiertas mandíbulas dispuestas a tirarle sus dentelladas. Unos segundos más y la deplorable verja se derrumbaría hacia adentro, las dos hienas se le echarían encima, le arrancarían la carne, separándola de los huesos, roerían éstos y se enzarzarían en una pelea para apoderarse de sus entrañas.
Bukawai se dirigió a Momaya fuera de la empalizada de la aldea de Mbonga, el jefe. Al verlo, la mujer retrocedió con gesto de repugnancia, pero luego se abalanzó contra él, con las uñas por delante y los dientes prestos al mordisco. Sin embargo, Bukawai iba preparado y la mantuvo a distancia con el venablo que empuñaba.
—¿Dónde está mi hijo? —chilló Momaya—. ¿Dónde está mi pequeño Tibo?
Bukawai abrió mucho los ojos, con bien disimulada sorpresa.
—¡Tu hijo! —exclamó—. ¿Cómo quieres que sepa algo de él, aparte de que te lo rescaté del dios blanco de la selva y de que aún no he recibido la paga que me corresponde? He venido en busca de las cabras, la estera de dormir y el pedazo de alambre de cobre de la longitud del brazo de un hombre alto, desde el hombro hasta la yema de los dedos.
—¡Hijo de hiena! —chilló Momaya—. Me han secuestrado a mi hijo y tú, podrida viruta de hombre, eres el que se lo llevó. Si no me lo devuelves, te sacaré los ojos, te arrancaré el corazón y se lo echaré a los cerdos salvajes.
Bukawai se encogió de hombros.
—¿Qué puedo saber de tu hijo? —preguntó—. Yo no me lo he llevado. Si te lo han vuelto a secuestrar, ¿qué puede saber Bukawai del asunto? ¿Acaso te lo robó Bukawai la otra vez? No, te lo robó el dios blanco de la jungla, y si lo hizo una vez, seguro que te lo ha vuelto a robar. Eso no tiene nada que ver conmigo. Te lo devolví una vez y he venido a cobrar mis honorarios. Si el chico ha desaparecido y quieres recuperarlo, Bukawai te lo devolverá otra vez…, por diez cabras cebadas, una estera de dormir nueva y dos pedazos de cobre largos como el brazo de un hombre, desde el hombro hasta la yema de los dedos. Y Bukawai no_ volverá a reclamarte más las cabras, la estera de dormir y el alambre de cobre que tenías que pagar por el primer ensalmo.
—¡Diez cabras cebadas! —protestó Momaya—. ¡No podría pagarte diez cabras cebadas ni en otros tantos años! ¡Qué barbaridad, diez cabras cebadas!
—Diez cabras cebadas —repitió Bukawai. Diez cabras cebadas, la estera nueva de dormir y los dos pedazos de alambre de cobre largos como…
Momaya le interrumpió con un gesto brusco.
—¡Aguarda! —pidió—. No tengo cabras. Estás gastando tu saliva en balde. Aguarda aquí mientras voy a hablar con mi hombre. No tiene más que tres cabras, pero algo podrá arreglarse. ¡Espera!
Bukawai se sentó al pie de un árbol. Se sentía muy satisfecho, porque estaba seguro de que iba a conseguir la paga… o la venganza. No temía sufrir daño alguno por parte de aquellas gentes de otra tribu, aunque sabía muy bien que le odiaban y le temían. La lepra bastaba para que se lo pensaran mucho antes de ponerle las manos encima, mientras que su reputación de hechicero le hacía doblemente inmune a cualquier ataque. Estaba pensando en la forma de obligarlos a trasladar las cabras hasta la misma entrada de su guarida cuando regresó Momaya. La acompañaban tres indígenas del poblado: Mbonga, el cacique; Rabba Kega, el hechicero; e Ibeto, el padre de Tibo. En circunstancias ordinarias distaban mucho de ser precisamente dechados de belleza masculina, pero con la expresión colérica que contraía sus rostros, el corazón del más pintado se hubiera encogido de temor. Sin embargo, de sentir algún miedo, Bukawai no lo dio a entender de ninguna manera. En vez de ello, los acogió con mirada insolente, intentando amedrentarlos, cuando se le acercaron y se sentaron en cuclillas, formando un semicírculo delante de él.
—¿Dónde está el hijo de Ibeto? —interrogó Monga.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —replicó Bukawai. Sin duda está en poder del dios-demonio blanco. Si se me paga, prepararé un conjuro poderoso y entonces sabremos dónde está el hijo de Ibeto y podremos rescatarlo. Fue mi ensalmo lo que consiguió que volviera la última vez, pero luego no me pagaron.
—Para preparar ensalmos tengo a mi propio hechicero —replicó Mbonga en tono digno.
Bukawai hizo un gesto de burla y se puso en pie.
—Muy bien —dijo, desdeñoso—. Pues que prepare su ensalmo y veamos si logra recuperar al hijo de Ibeto. —Se alejó unos pasos y luego, bruscamente, se volvió para decir con voz airada—: Los conjuros de ese brujo no os devolverán al chico…, lo sé. Como también sé que, cuando encontréis al hijo de Ibeto, será demasiado tarde para que os lo devuelva ensalmo alguno, porque estará muerto. Acabo de enterarme de ello en este preciso momento: ha venido a comunicármelo el espíritu de la hermana de mi padre.
La verdad es que ni Mbonga ni Rabba Kega podían tener mucha confianza en su propia magia, e incluso puede que se sintieran escépticos respecto a la de los demás, pero siempre existía la posibilidad de que en ella hubiese
algo
, en especial al no tratarse de la suya. ¿No decía todo el mundo que el viejo Bukawai se trataba con los mismos demonios y que incluso compartía su cubil con dos de ellos en forma de hiena? No obstante, tampoco convenía acceder precipitadamente a sus demandas. Había que discutir la tarifa: Mbonga no albergaba la menor intención de desprenderse a la ligera de diez hermosas cabras a cambio de la recuperación de un simple muchachito que acaso muriese luego de viruelas mucho antes de alcanzar la condición de guerrero hecho y derecho.
—Un momento —dijo Mbonga—. Veamos una demostración de tu magia, para comprobar si es o no una magia eficaz. Después hablaremos de la paga. Rabba Kega hará también una demostración de la suya y veremos cuál de las dos es mejor. Siéntate, Bukawai.
—La paga ha de ser diez cabras —bien cebadas—, una estera de dormir nueva y dos trozos de alambre de cobre de la longitud del brazo de un hombre, desde el hombro hasta la punta de los dedos. Se me entregará por adelantado y tendréis que llevar las cabras hasta la entrada de mi cueva. Entonces prepararé la medicina y, al segundo día, el chico volverá junto a su madre. No es posible hacerlo con mayor prontitud, porque preparar un ensalmo tan poderoso lleva una barbaridad de tiempo.