Jardín de cemento (16 page)

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Authors: Ian McEwan

Tags: #Relato, Drama

BOOK: Jardín de cemento
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Entonces abrí los ojos y desperté del todo. Con las ventanas cerradas, el pequeño dormitorio estaba cargado y hacía calor. Tom seguía llorando en el cuarto de al lado. Me incorporé y corrí al armario. Lo abrí y busqué la ropa. La bombilla rodó y se hizo añicos contra el suelo. Maldije en un susurro sonoro. Me sentía demasiado atontado por la oscuridad y la falta de aire para seguir buscando. Fui hacia la puerta con las manos estiradas hacia delante y una mueca en la cara. Me quedé unos segundos en el descansillo para acostumbrarme a la luz reinante. Julie y Sue charlaban en la planta baja. Al oír mi puerta, Tom se había callado, pero en aquel momento volvía a iniciar una especie de llanto forzado y sin convicción que Julie no oía. La puerta del cuarto de Julie estaba abierta y entré con toda tranquilidad. Había una luz muy débil, procedente de una bombilla, y al principio Tom no me advirtió. Había pateado las sábanas hasta enviarlas a los pies de la cuna y estaba boca arriba, desnudo y mirando el techo. El ruido que hacía era una suerte de canturreo apagado. A veces parecía olvidarse por completo de que estaba llorando y guardaba silencio, otras veces se acordaba y volvía con más fuerza. Durante cinco minutos, más o menos, estuve detrás de él, escuchando. Tenía un brazo doblado detrás de la cabeza y con la otra mano se toqueteaba el pene, tirando de él y dándole vueltas entre el índice y el pulgar.

—Eh —dije.

Tom echó atrás la cabeza y me miró sin manifestar sorpresa. Entonces volvió a clavar la mirada en el techo y reanudó el llanto. Me apoyé en el lateral de la cuna y dije con brusquedad:

—¿Qué te pasa? ¿Por qué no cierras el pico?

El llanto de Tom se convirtió en una especie de cloqueo auténtico y las lágrimas gotearon hasta la sábana, junto a su cabeza.

—Espera —dije, y traté de bajar el lateral. Apenas veía para soltar el pestillo en la oscuridad. Mi hermano aspiró una gran bocanada de aire y lanzó un aullido. Era difícil concentrarse, propiné un puñetazo al pestillo, sujeté los barrotes verticales y me puse a sacudir hasta que toda la cuna empezó a balancearse.

Tom se echó a reír, algo cedió y cayó el lateral. —¡Otra vez! —dijo con voz de niño pequeño.

—Quiero que lo hagas otra vez.

Me senté en un extremo de la cuna, sobre el montón de las sábanas arrebujadas. Nos miramos entonces y dijo con voz normal:

—¿Por qué vas desnudo?

—Porque tengo calor —dije.

Asintió:

—Yo también tengo calor.

Estaba de espaldas, con los brazos doblados tras la cabeza, más como un bañista que como un niño pequeño.

—¿Por eso llorabas? ¿Porque tenías calor?

Se lo pensó un momento antes de asentir con la cabeza.

Dije: —Llorar da aún más calor.

—Yo quería que viniese Julie. Dijo que vendría a verme.

—¿Por qué quieres que venga?

—Porque quiero estar con ella.

—Pero ¿por qué?

Tom chascó la lengua con irritación. —Porque quiero.

Me crucé de brazos. Tuve ganas de hacerle una pregunta.

—¿Te acuerdas de mamá? —Abrió un poco la boca y asintió—. ¿No quieres que venga ella?

—Está muerta —dijo Tom con indignación.

Me metí en la cuna. Tom se hizo a un lado para que yo colocara las piernas.

—Aunque esté muerta —dije—, ¿no querrías que viniera ella a verte en lugar de Julie?

—He estado en su cuarto —fanfarroneó Tom—. Sé dónde guarda Julie la llave.

El cuarto cerrado de mi madre apenas si tenía sitio en mi cabeza. Cuando me acordaba de ella, pensaba en el sótano.

—¿Qué hiciste allí?

—Nada.

—¿Qué había?

—Julie lo guardó todo. —Había un tono quejumbroso en su voz—. Todo lo de mamá.

—¿Para qué querías las cosas de mamá? —Tom me miró como si la pregunta careciera de sentido—. ¿Jugabas con sus cosas? —Asintió y frunció los labios a imitación de Julie.

—Nos disfrazábamos y todo eso.

—¿Tú y Julie?

Tom emitió una risa ahogada. —¡Yo y Michael, idiota!

Michael era el amigo de Tom, el que vivía en los bloques de pisos.

—¿Te ponías los vestidos de mamá?

—Unas veces éramos mamá y papá, otras veces Julie y tú, y otras Julie y Derek.

—¿Qué hacíais cuando erais Julie y yo? —La pregunta volvió a carecer de sentido para Tom—. Bueno, dime, ¿qué hacíais?

—Sólo jugar —dijo Tom con vaguedad.

Por la forma en que la luz le daba en la cara, y porque tenía sus secretos, Tom parecía un enano sabio que yaciera a mis pies. Me pregunté si creería en el Cielo.

—¿Sabes dónde está mamá ahora? —dije. Tom miró al techo y dijo:

—En el sótano.

—¿Qué dices? —susurré.

—En el sótano. En el baúl, debajo de todo ese montón.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Derek. Dijo que tú la pusiste allí.

Tom se colocó de costado y se llevó el pulgar, no a la boca, pero sí muy cerca. Le sacudí un pie.

—¿Cuándo te lo ha dicho?

Tom negó con la cabeza. Nunca sabía si una cosa había ocurrido el día anterior o una semana antes.

—¿Qué más te ha dicho Derek?

Tom se incorporó y sonrió como un bendito.

—Dijo que tú quieres hacerla pasar por una perra —se echó a reír—. ¡Una perra!

Tom se tapó con la punta de una sábana y volvió a ponerse de costado. Se introdujo el pulgar entre los labios, pero mantuvo los ojos abiertos. Me coloqué una almohada tras la espalda. Me gustaba estar en la cuna de Tom. Lo que acababa de oír no me importaba. Tuve ganas de levantar el lateral y quedarme allí toda la noche. La última vez que había dormido en ella todo había estado bien cuidado y dispuesto. Cuando tenía cuatro años, creía que era mi madre quien inventaba los sueños que tenía por la noche. Si me preguntaba por la mañana, como a veces hacía, por lo que había soñado, era para ver si yo le decía la verdad. Yo había abdicado de la cuna en favor de Sue mucho antes de aquello, cuando tenía dos años, pero no me sentía extraño allí metido: su olor salitroso y húmedo, la disposición de los barrotes, el placer envolvente de estar prisionero de la ternura. Pasó un buen rato. Los ojos de Tom se abrieron un instante y volvieron a cerrarse. Seguía chupándose el pulgar, que se había introducido un poco más. No quería dormirme todavía.

—Tom —dije en un susurro—, Tom. ¿Por qué quieres ser un niño pequeño?

Habló con una vocecita frágil, como si estuviera a punto de llorar:

—Me estás aplastando, ¿sabes? —Me dio un flojo puntapié por debajo de las sábanas—. Me estás aplastando y ésta es mi cama…, tú…

La voz se le quebró y los ojos se le cerraron mientras su respiración se volvía más profunda. Lo observé durante un minuto, aproximadamente, hasta que un ruidito me reveló que también a mí me observaban desde la puerta.

—Míralo —murmuró Julie para sí mientras avanzaba por el cuarto—. Mírate. —Me dio un puñetazo en el hombro y se llevó la mano a la boca para ahogar las risas—. ¡Dos niños desnudos!

Alzó y trabó el lateral y, apoyándose con los codos en la cuna, me sonrió embelesada. Se había hecho un peinado alto y le caían finos mechones junto a las orejas, adornadas con pendientes de brillantes cuentas de cristal coloreado. —Mi adorable criaturita.

Me acarició la cabeza. Llevaba la blusa blanca desabrochada hasta el nacimiento de los pechos y tenía la piel de un color oscuro, intenso y mate. Frunció los labios, pero la sonrisa evitó que se unieran. Me envolvió la dulzura penetrante de su perfume y me quedé sonriendo como un tonto, mirándola a los ojos. Pensé en broma llevarme el pulgar a la boca y alcé mi mano hasta mi cara.

—Anda —me estimuló—, no tengas miedo.

El sabor neutro de mi propia piel hizo que volviese en mí.

—Quiero salir —dije y, mientras me ponía de rodillas, Julie me señaló por entre los barrotes.

—¡Vaya! ¡Si ya es mayor! —Se echó a reír e hizo ademán de levantarme en brazos.

Salté sobre el lateral y, mientras Julie tapaba a Tom con una manta, me dirigí a la puerta, lamentando haber puesto punto final a la situación. Julie me sujetó por el brazo y me condujo a la cama.

—No te vayas aún —dijo—. Quiero hablar contigo.

Nos sentamos dándonos la cara. Los ojos de Julie brillaban con una expresión extraña.

Estás precioso sin ropa —dijo—. Blanco y rosa, como un helado —me tocó el brazo quemado por el sol—. ¿Te duele?

Negué con la cabeza.

—¿Y tu ropa? —dije.

Se desnudó con rapidez. Cuando su ropa quedó entre ambos, en un pequeño montón sobre la cama, asintió hacia Tom y dijo:

—¿Qué piensas de él? ¿No crees que es feliz?

—Sí —dije, y le conté lo que Tom me había dicho.

Julie abrió la boca con fingida sorpresa.

—Derek lo sabe hace infinidad de tiempo. No hemos sabido guardar el secreto. Lo que le molesta es que no confiemos en él. —Se rió por lo bajo, tapándose la boca con la mano—. Le pareció que le excluíamos cuando insistimos en que era una perra. —Se me acercó un poco y se rodeó a sí misma con los brazos—. Quiere ser de la familia, ya sabes, el papaíto listo. Me saca de quicio.

Le rocé el brazo tal como ella me había hecho a mí. —Ya que lo sabe —dije—, podríamos decírselo. Seguir con lo de la perra me parece un poco idiota.

Julie negó con la cabeza y nos cogimos de la mano.

—Lo que quiere es estar a cargo de todo. No deja de decir que se viene a vivir con nosotros. —Cuadró los hombros e hinchó el pecho—: «Lo que necesitáis vosotros cuatro es que cuiden de vosotros».

Tomé la otra mano de Julie y nos movimos de modo que nuestras rodillas se tocaron. En la cuna, que estaba pegada a la cama, Tom murmuró algo en sueños y tragó con ruido. Julie hablaba en susurros.

—Vive con su madre en una casa muy pequeña. He estado allí. Ella le llama Bobito y le obliga a lavarse las manos para tomar el té. —Julie se soltó y me cogió la cara entre las dos manos. Bajó la mirada y la posó entre mis piernas—. Su madre me dijo que le plancha quince camisas a la semana.

—Es una barbaridad —dije.

Julie me apretaba tanto la cara que los labios se me pusieron como el pico de un pájaro.

—Antes eras siempre así —dijo—, y ahora eres así.

Me liberó del apretón, pero quería seguir hablando.

—Hace tiempo que no corres —dije.

Julie estiró una pierna y me la puso encima de la rodilla. La observamos como si fuera un animalito. Yo le tenía sujeto el pie con ambas manos.

—Quizá corra un poco en invierno —dijo.

—¿Piensas volver al colegio la semana que viene?

Negó con la cabeza.

—¿Y tú?

—No —contesté.

Nos abrazamos, y brazos y piernas se nos liaron de tal modo que caímos de lado en la cama. Quedamos con el brazo de uno en torno al cuello del otro y con las caras muy juntas. Durante un buen rato hablamos de nosotros.

—Es curioso —dijo—, he perdido la noción del tiempo. Es como si siempre hubiera sido igual que ahora. No alcanzo a recordar qué ocurría cuando mamá vivía, ni puedo imaginar que nada haya cambiado. Todo parece inmóvil y fijo, y me parece que por eso no le temo a nada.

—Salvo cuando bajo al sótano —dije—, me siento como en un sueño. Las semanas pasan sin que me dé cuenta y, si me preguntaras qué ocurrió hace tres días, no sabría decírtelo.

Hablamos de la demolición del final de la calle y lo que ocurriría si derribaran nuestra casa.

—Vendrían a buscar —dije— y lo único que encontrarían sería unos cuantos ladrillos rotos entre la hierba crecida.

Julie cerró los ojos y me pasó una pierna por el muslo. Parte del brazo la tenía bajo su pecho y podía notar bajo éste los latidos de su corazón.

—Ya no tendría importancia —murmuró—, ¿verdad?

Comenzó a moverse hacia la cabecera hasta que sus pechos grandes y claros estuvieron a la altura de mi cara. Le rocé un pezón con la punta del dedo. Estaba duro y arrugado como un hueso de melocotón. Julie lo cogió entre los dedos y se lo acarició. Entonces me lo acercó a los labios.

—Sigue —murmuró.

Me sentí ingrávido, perdido en el espacio y sin el menor sentido de lo que estaba arriba y lo que estaba abajo. Cuando cerré los labios en torno al pezón de Julie, un suave escalofrío le recorrió el cuerpo y una voz en la otra punta de la habitación dijo con voz quejumbrosa:

—Lo he visto todo.

Quise apartarme en el acto. Pero Julie me abrazaba todavía por el cuello y me mantuvo firme. Su cuerpo me ocultaba a Derek. Apoyándose en un codo, se giró para mirarle.

—¿De veras? —dijo con suavidad—. Oh, querido… —pero el corazón, a unos centímetros de mi cara, le latía con fuerza.

Derek volvió a hablar, y su voz sonó más cercana. —¿Desde cuando hacéis esto?

Me alegraba no poder verle.

—Infinidad de tiempo —dijo Julie—, infinidad de infinidades.

Derek emitió un ruido jadeante de sorpresa o de rabia. Me figuré que estaría quieto y rígido, con las manos en los bolsillos. Cuando volvió a hablar, su voz sonó pastosa y desigual:

—Todas estas veces… ni siquiera dejaste que me acercara a ti —se aclaró la garganta ruidosamente y reinó un breve silencio—. ¿Por qué no me lo dijiste?

Noté que Julie se encogía de hombros.

—A decir verdad —contestó ella—, no es asunto tuyo.

—Si me lo hubieras dicho —prosiguió Derek—, yo me habría esfumado, te habría dejado.

—¡Típico! —dijo Julie—. Muy típico.

Derek estaba furioso. Su voz sonó en retirada. —Es enfermizo —dijo en voz alta—. ¡Es tu hermano!

—Habla más bajo —dijo Julie con energía—, o despertarás a Tom.

—¡Enfermizo! —repitió Derek, y la puerta del dormitorio se cerró con violencia.

Julie saltó de la cama, echó la llave y se apoyó en la puerta. Escuchamos con la esperanza de oír arrancar el coche de Derek, pero, salvo la respiración de Tom, todo estaba en silencio. Julie me sonreía. Fue a la ventana y apartó un poco las cortinas. Derek había estado allí tan poco tiempo que parecía que lo hubiéramos imaginado.

—Seguramente está abajo —dijo Julie mientras se acomodaba otra vez junto a mí—, probablemente quejándose a Sue.

Guardamos silencio un par de minutos, esperando el eco de la voz de Derek. Julie me puso la mano en el vientre.

—Mira qué blanco estás —dijo— en comparación conmigo.

Le tomé la mano y la medí con la mía. Eran exactamente del mismo tamaño. Nos incorporamos y comparamos las líneas de la mano, que eran del todo distintas. Empezamos a examinamos, minuciosamente, cada uno el cuerpo del otro. Tendidos boca arriba, el uno junto al otro, nos comparamos los pies. Sus dedos eran más largos que los míos y también más finos. Nos medimos los brazos, las piernas, el cuello, la lengua, pero nada teníamos tan semejante como el ombligo, la misma estrecha ranura con la espiral aplastada hacia un lado, el mismo tipo de pliegues en la concavidad. Aquello prosiguió hasta que tuve los dedos en la boca de Julie para contarle los dientes; entonces nos echamos a reír de lo que hacíamos.

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