Había llegado a la cima. Tenía una cita planeada y confirmada para ver a Bernie Schwartz, uno de los dioses de Artist Talent Inc.
Peter había revisado todo su ropero. Nunca había tenido una cita como esa y le daba demasiada vergüenza preguntar cómo debía ir vestido. ¿Llevaban traje los agentes? ¿Y los escritores? ¿Debería intentar parecer conservador u hortera? ¿De corbata o más natural? Optó por algo intermedio: pantalones grises, camisa blanca, americana azul, mocasines negros. A medida que se acercaba se veía cada vez menos distorsionado y, consciente de su aspecto esquelético y de sus prominentes entradas, que normalmente escondía bajo una gorra, apartó la vista rápidamente. Sabía que cuanto más joven era un escritor, mejor, y le horrorizaba que esa cocorota calva le hiciera parecer demasiado viejo. ¿Por qué tenía que saber el mundo que pronto sería un cincuentón?
Las puertas giratorias lo llevaron hasta el aire frío. El mostrador de recepción era de madera noble pulida y seguía la concavidad del edificio. Incluso el suelo era cóncavo, fabricado con finos tablones de bambú curvado y resbaladizo. El diseño interior era luminoso, espacioso y lujoso. Había un montón de recepcionistas del tipo coristas con auriculares inalámbricos que decían al unísono: «ATI, ¿con quién le pongo? ATI, ¿con quién le pongo?».
Una y otra vez, una y otra vez; parecía que cantaran.
Giró el cuello en torno a aquel espacio acristalado y en lo más alto de las galerías vio a un ejército de jóvenes modernos que se movían con rapidez, y sí, los agentes llevaban traje. Aquello era Armania.
Se acercó al mostrador y tosió para que le prestaran atención. La mujer más hermosa que había visto en su vida le preguntó:
—¿En qué puedo ayudarle?
—Tengo una cita con el señor Schwartz. Me llamo Peter Benedict.
—¿Cuál de ellos?
Parpadeó con estupefacción y tartamudeó:
—No... no... no sé a qué se refiere. Peter Benedict soy yo.
—¿A qué señor Schwartz se refiere? —dijo ella con voz gélida—. Tenemos tres.
—¡Ah, claro! Bernard Schwartz.
—Siéntese, por favor. Llamaré a su ayudante.
Si uno no supiera que Bernie Schwartz era uno de los mejores agentes de talentos de Hollywood, tampoco lo intuiría al ver su despacho en una octava planta. Quizá coleccionista de arte o antropólogo. No había ni carteles de películas, ni fotos junto a estrellas o políticos, ni premios, ni cintas de casete, ni DVD, ni pantallas de plasma ni revistas del sector. Nada salvo arte africano, todo tipo de esculturas de madera, cacharros decorativos, escudos, lanzas, pinturas geométricas, máscaras. Para ser un judío de Pasadena bajito, gordo y entrado en años, lo suyo con el continente negro era algo serio.
—¿Me recuerdas el motivo de que reciba a este tipo? —gritó desde la puerta a uno de sus cuatro ayudantes.
—Víctor Kemp —dijo una voz de mujer.
Schwartz agitó la mano izquierda.
—Vale, vale. Ya me acuerdo. Dame la carpeta con la portada y entra a interrumpirme dentro de diez minutos como mucho. Mejor cinco.
Cuando Peter entró en la oficina del agente de inmediato se sintió incómodo en presencia de Bernie, a pesar de que el hombrecillo tenía una gran sonrisa y agitaba la mano desde detrás del escritorio como si fuera el oficial de cubierta de un portaaviones.
—Pasa, pasa.
Peter se acercó fingiendo estar contento, asaltado por todos esos primitivos artefactos africanos.
—¿Qué puedo ofrecerte? ¿Un café, tal vez? Tenemos expreso, café con leche, lo que quieras. Soy Bernie Schwartz. Encantado de conocerte, Peter.
La escuálida mano de Peter quedó espachurrada por una mano pequeña y regordeta que la agitó unas cuantas veces.
—¿Podría ser agua?
—Roz, ¿te importaría traerle agua al señor Benedict? Siéntate, siéntate allí. Ya me acerco yo al sofá.
En unos segundos, una chica china, otra belleza, se materializó allí con una botella de agua y un vaso. Todo en ese lugar se movía rápido.
—¿Y qué, has venido en avión, Peter? —le preguntó Bernie.
—No, he venido en coche.
—Listo, muy listo. Te diré una cosa, no pienso volver a volar, al menos en un vuelo comercial. Todavía me parece que fue ayer el 11 de septiembre. Podría haber estado en uno de esos aviones. La hermana de mi mujer vive en Cape Cod. ¡Roz! ¿Me puedes traer un té? Así que eres escritor. ¿Cuánto tiempo llevas haciendo guiones?
—Unos cinco años, señor Schwartz.
—¡Llámame Bernie, por favor!
—Unos cinco años, Bernie.
—¿Cuántos tienes?
—¿Contando solo los que están acabados?
—Sí, sí, proyectos acabados —dijo Bernie con impaciencia.
—El que le envié es el primero.
Bernie cerró los ojos con fuerza, como si se estuviera comunicando telepáticamente con su secretaria: «¡Cinco minutos, no diez!».
—Y bien, ¿eres bueno? —preguntó.
Peter reflexionó. Le había enviado el guión hacía dos semanas. ¿Acaso Bernie no lo había leído?
Para Peter aquel guión era un texto sagrado envuelto en un aura casi mágica. Había puesto el alma en él, y siempre tenía una copia en su escritorio, bien a la vista, un manuscrito con tres anillas doradas resplandecientes. Su primera obra completa. Todas las mañanas, antes de salir de casa, acariciaba la portada como si fuera un amuleto o la panza de Buda. Era su billete hacia otro tipo de vida y estaba ansioso por que se lo validaran. Aún más, el tema que trataba era para él muy importante: un himno a la vida y al destino. Cuando era estudiante le fascinaba El puente de San Luis Rey, aquella novela de Thornton Wilder sobre cinco desconocidos que perecen juntos en un puente que se derrumba. Lógicamente, cuando comenzó su nuevo trabajo en Nevada se puso a divagar sobre los conceptos de sino y predestinación. Había decidido embarcarse en una versión moderna de aquella narración clásica en la que —en su obra— las vidas de esos desconocidos se cruzan en el momento de un ataque terrorista.
Trajeron el té de Bernie.
—Gracias, querida. Estate alerta a mi siguiente cita, ¿vale?
Roz quedó fuera del campo de visión de Peter y le guiñó un ojo a su jefe.
—Bueno, yo creo que es bueno —contestó Peter—. ¿Ha podido echarle un vistazo?
Bernie hacía años que no leía un guión. Había otros que los leían por él y escribían sus comentarios en la portada.
—Sí, sí, aquí mismo tengo mis notas. —Abrió la carpeta y echó un vistazo a la portada.
Trama endeble.
Diálogos horribles.
Pobre desarrollo de los personajes, etcétera, etcétera. Recomendación: pase.
Bernie se mantuvo en su papel, sonrió y preguntó:
—Dime, Peter, ¿de qué conoces a Víctor Kemp?
Un mes antes Peter Benedict se encaminaba hacia el Constellation con un hálito de esperanza. Prefería el Constellation a cualquier otro casino de Las Vegas. Era el único que tenía un componente intelectual y, lo que es más importante, cuando Peter era un chaval había sido un apasionado de la astronomía. En la cúpula-planetario se proyectaba con láser el cielo nocturno de Las Vegas tal como lo verías si en ese momento sacaras la cabeza por la ventana y se apagaran los cientos de millones de bombillas y de tubos de neón. Si mirabas con atención, ibas allí a menudo y eras estudiante de la materia, con el tiempo llegarías a distinguir cada una de las ochenta y cinco constelaciones. La Osa Mayor, Orion, Andrómeda... eran las más fáciles. Pero Peter identificaba también algunas más ocultas: Corvus, Delfinus, Erídano, el Sextante. De hecho solo le faltaba Coma Berenices, la Cabellera de Berenice, un grupito difuminado en el cielo de septentrión que quedaba entre Los Lebreles y Virgo. Algún día también las encontraría.
Estaba jugando al blackjack en una mesa de apuestas altas: mínimo cien dólares y máximo cinco mil; una gorra de los Lakers le cubría la calva. Casi nunca sobrepasaba el mínimo, pero prefería esas mesas porque el espectáculo era más interesante. Jugaba bien y era disciplinado; solía terminar la noche ganando unos cientos de dólares, pero de vez en cuando se iba mil dólares más rico o más pobre, dependiendo de la suerte que tuviera esa noche con las cartas. Pero las verdaderas emociones las vivía a través de los demás, cuando observaba a los que apostaban elevadas sumas hacer malabarismos a tres manos: cambiar cartas, doblar las apuestas, arriesgar de una vez quince o veinte de los grandes. Le habría encantado poder inyectarse ese tipo de adrenalina, pero sabía que con su salario eso era algo que jamás iba a pasar.
El crupier, un húngaro que se llamaba Sam, se dio cuenta de que no estaba teniendo una buena noche e intentó animarle: «No te preocupes, Peter, la suerte va a cambiar. Ya lo verás».
Peter no pensaba lo mismo. El dispensador de cartas llevaba una cuenta de menos quince, lo que favorecía bastante a la banca. Aun así, Peter no cambió su juego, por más que cualquier contador de cartas se habría retirado durante un rato y habría vuelto cuando el conteo hubiera subido.
Como contador Peter era un fenómeno. Contaba simplemente porque podía hacerlo. Su cerebro trabajaba tan rápido y le costaba tan poco esfuerzo hacerlo que una vez que aprendió la técnica no podía evitar contarlas. Las cartas altas (del diez al as) estaban a menos uno; las cartas medias (del dos al seis) estaban a más uno. Un buen contador solo tenía que hacer dos cosas bien: llevar la cuenta del total para cuando sacaran la sexta baraja del dispensador, y calcular el número de cartas que había sin repartir. Si la cuenta iba a la baja, apostabas el mínimo o abandonabas la mesa. Si iba al alza, apostabas cuanto podías. Si lo hacías bien podías conseguir que las leyes de la probabilidad se inclinaran a tu favor y ganar de manera sistemática. Es decir, hasta que el crupier, el jefe de sala o el ojo celestial te pillaran, te echaran a puntapiés y te vetaran la entrada.
De vez en cuando Peter tomaba alguna decisión en función del conteo, pero como nunca variaba su apuesta no le era posible capitalizar su conocimiento. Le gustaba el Constellation. Disfrutaba jugando tres, cuatro o cinco horas en las mesas, y le daba miedo que le echaran de su antro favorito. Era parte del mobiliario.
Aquella noche solo había otros dos jugadores a la mesa: un anestesista de Denver de cara somnolienta que había ido a una convención médica y un ejecutivo canoso muy bien vestido que era el único que apostaba elevadas sumas. Peter había perdido seiscientos dólares y se balanceaba sobre sus pies mientras bebía una cerveza.
Cuando quedaban un par de manos para que volvieran a cargar el dispensador, llegó un tipo de unos veintidós años vestido con camiseta y pantalones de faena, se plantó en una de las dos sillas que había libres y pidió fichas por valor de uno de los grandes. El pelo le llegaba a los hombros y tenía ese encanto despreocupado propio de la gente del oeste.
—Hey ¿cómo va la cosa esta noche? ¿Es buena esta mesa?
—No para mí —dijo el ejecutivo—. Si cambia contigo, serás bienvenido.
—Encantado de ayudar en lo que pueda —dijo el chico. Se fijó en la tarjeta con el nombre del crupier—. Dame cartas, Sam.
Apostando lo mínimo, convirtió una mesa silenciosa en una mesa animada. Les contó que era estudiante de la Universidad de Las Vegas, que se estaba especializando en gobernación y, empezando por el médico, les preguntó de dónde eran y a qué se dedicaban. Tras decir un par de tonterías acerca de un dolor en uno de sus hombros, se volvió hacia Peter.
—Yo soy de aquí —dijo Peter—.Trabajo con ordenadores.
—Vaya, chaval, eso está muy bien.
—Lo mío son los seguros —dijo el ejecutivo.
—¿Vendes seguros, tío?
—Bueno, sí y no. Llevo una compañía de seguros.
—¡Genial! ¡Tú sí que apuestas fuerte, colega! —exclamó el chico.
Sam puso una baraja nueva en el dispensador y Peter volvió a contar por puro instinto. Cinco minutos más tarde ya habían gastado buena parte del dispensador y el conteo estaba subiendo. Peter iba tirando, le iba algo mejor, había ganado unas cuantas manos más que las que había perdido.
—¡Te lo había dicho! —exclamó Sam alegremente después de que ganara tres manos seguidas.
El médico había perdido dos de los grandes, pero el de los seguros ya llevaba perdidos más de treinta mil y empezaba a mostrarse irascible. El chico apostaba sin ton ni son, como si no tuviera ni idea del juego, pero solo había perdido doscientos. Pidió un ron con Coca-Cola y jugueteó con el mezclador hasta que este cayó accidentalmente desde su boca al suelo.
—Ups —dijo en voz baja.
Una rubia de casi treinta años, con téjanos ajustados y camiseta ceñida de color lima-limón, se acercó a la mesa y se sentó en el asiento que quedaba libre. Se colocó su caro bolso Vuitton bajo los pies para tenerlo a buen recaudo y puso sobre la mesa diez mil dólares en cuatro fajos bien ordenados.
—Hola —dijo tímidamente. No era guapísima, pero tenía un cuerpo de impresión y una voz suave y sexy que los dejó sin habla—. Espero no molestar...
—¡Qué va! —dijo el chico—. Hacía falta una rosa entre tantas espinas.
—Me llamo Melinda.
Ellos se presentaron al estilo minimalista de Las Vegas. Ella era de Virginia. Señaló su anillo de bodas. Hubby estaba en la piscina.
Peter la observó apostar durante varias manos. Era rápida y atrevida, apostaba quinientos por mano y se plantaba siempre al límite, lo cual estaba dándole muy buenos resultados. El chico perdió tres manos seguidas, se recostó en la silla y dijo:
—Estoy gafado.
Gafado.
Peter se percató de que el conteo iba sobre trece y quedaban unas cuarenta cartas en el dispensador. Gafado.
La rubia empujó un montón de fichas por valor de tres mil quinientos. Al verlo, el de los seguros subió la apuesta y puso el máximo.
—Haces que me envalentone —le dijo.
Peter siguió con sus cien, lo mismo que apostaron el médico y el chaval.
Sam repartió rápidamente y dio un buen diecinueve a Peter, catorce al de los seguros, diecisiete al médico, doce al chico y un par de jotas, veinte, a la rubia. El crupier mostraba un seis. «Esta no falla —pensó Peter—. Conteo alto, el crupier probablemente se retire y pierda, con el veinte va sobrada.»
—Quiero cambiar una carta, Sam —dijo la rubia.
Sam parpadeó y asintió mientras ella ponía otros tres mil quinientos dólares sobre el tapete.
¡Joder! Peter se había quedado a cuadros. ¿Quién cambia un diez?