—Use mi nombre —susurró Will al tiempo que se lo escribía en mayúsculas.
Mientras esperaban idearon un plan. No perderían de vista a Clive hasta la medianoche. No contestaría al teléfono. Mientras durmiera, velarían su sueño desde el salón, y a la mañana siguiente volverían a evaluar el nivel de amenaza e idearían un nuevo plan de protección.
Se sentaron en silencio. Clive, nervioso, no paraba de moverse en su sillón favorito, enarcaba las cejas, se rascaba la barba. No estaba cómodo ante las visitas, y menos ante mojigatos agentes del FBI que bien podían haber llegado a su salón procedentes de otro planeta.
Nancy estiró el cuello y examinó los cuadros hasta que sus párpados se alzaron de golpe y exclamó:
—Eso no será un De Kooning...
Apuntaba hacia un lienzo de grandes dimensiones con trazos abstractos y manchas de colores primarios.
—Muy bien jovencita, eso es justo lo que es. Conoce el arte de su país.
—Es increíble —dijo entusiasmada—. Debe de valer una fortuna.
Will miró el cuadro de reojo. Le pareció el tipo de cosa que los niños llevaban a casa para colgarlo en la puerta de la nevera.
—Es muy valioso —dijo Clive—. Willem me lo regaló hace muchos años. Yo le puse su nombre a una pieza musical, así que estamos en paz, pero creo que salí ganando.
A partir de aquí los dos se enzarzaron en una charla atropellada sobre arte moderno, un tema del que Nancy parecía saber bastante. Will se aflojó el nudo de la corbata, miró su reloj y escuchó los rugidos de su estómago. Había sido un día muy largo. De no ser por ese defecto en el corazón de Mueller, estaría en su sofá viendo la televisión y metiéndose unos lingotazos de whisky Cada vez odiaba más a Mueller.
Unos nudillos golpearon la puerta principal. Will desenfundó su Glock.
—Llévalo al dormitorio.
Nancy cogió a Clive por la cintura y se apresuró a quitarle de en medio mientras Will echaba un vistazo por la mirilla.
Era un policía con una bolsa de papel enorme.
—Sus costillas —gritó—. Si no las quieren, los chicos y yo nos las comeremos.
Las costillas estaban buenas... No, estaban deliciosas. Se sentaron los tres alrededor de la pequeña mesa del comedor de Clive y comieron con ganas. Se sirvieron puré de patatas, macarrones con queso, maíz dulce y arroz con judías y acelgas, y masticaron y tragaron en silencio. La comida estaba demasiado buena para estropearla con una conversación banal. Primero acabó Clive y después Will, los dos a punto de reventar.
Nancy siguió a lo suyo durante unos cinco minutos más, siempre con el tenedor cargado. Los dos hombres la miraban con una especie de reservada admiración mientras mataban el tiempo educadamente abriendo unos paquetes con toallitas mojadas y limpiándose la salsa de barbacoa de los dedos de manera escrupulosa.
En el instituto Nancy era pequeñita y atlética. En el equipo de béisbol femenino jugaba de segunda base, y en el equipo de fútbol de la universidad jugaba de extremo. Durante el primer año que pasó fuera de casa sucumbió al síndrome del novato y comenzó a ganar peso. Engordó en la universidad, y siguió engordando en la escuela jurídica, con lo cual acabó bastante rechonchita. A mediados del segundo año de su especialización en Fordham decidió que quería hacer carrera en el FBI, pero su asesor de estudios le dijo que para eso tendría que ponerse en forma. Así pues, con una determinación suicida, siguió una dieta exprés e hizo jogging, hasta que se quedó en cincuenta y cinco kilos.
Que la destinaran a la oficina de Nueva York fue una buena y una mala noticia. La buena noticia era Nueva York. La mala noticia era Nueva York. Su rango como agente GS-10 conllevaba un salario base de unos 38.000 dólares, con un suplemento por disponibilidad absoluta como agente del orden público de 9.500 dólares. ¿Y dónde viviría ella en Nueva York ganando menos de cincuenta de los grandes? La respuesta era volver a su casa de White Plains, lo que incluía su antigua habitación, la cocina de mamá y fiambreras llenas de comida. Sus jornadas eran muy largas, y jamás vio un gimnasio por dentro. En tres años su peso aumentó de nuevo y rellenó su pequeña silueta.
Will y Clive la miraban como si estuviera participando en un concurso de comedores de perritos calientes. Avergonzada, se ruborizó y soltó los cubiertos.
Recogieron la mesa y lavaron los platos como si fueran una pequeña familia. Eran casi las diez de la noche.
Con un dedo, Will apartó las cortinas un par de centímetros. Era noche cerrada. Se puso de puntillas para poder ver lo que había abajo y vio a dos policías en el borde de la acera, donde se suponía que tenían que estar. Dejó que las cortinas se cerraran y comprobó el pestillo de la puerta principal. ¿Cuán decidido era el asesino? Ante un cordón policial, ¿qué haría? ¿Se retiraría y aceptaría la derrota? Al fin y al cabo, había asesinado a una anciana hacía menos de veinticuatro horas. Los asesinos en serie no eran tipos con energías de sobra, pero ese mataba por docenas. ¿Entraría echando abajo el muro del apartamento contiguo? ¿Se colgaría de una cuerda desde el tejado para entrar volando por la ventana? ¿Haría saltar por los aires el edificio para así matar a su víctima? Will no sabía a qué atenerse en cuanto al autor de los asesinatos; su comportamiento era atípico y el hecho de que fuera impredecible le incomodaba enormemente.
Clive, sentado de nuevo en su sillón favorito, intentaba convencerse de que el tiempo era su mejor amigo. Estaba haciendo buenas migas con Nancy, que parecía entrar en trance con la cadencia lenta y precisa de su voz. Hablaban de música. A Will le daba la impresión de que ella también sabía lo suyo sobre el tema.
—Me está tomando el pelo. ¿Ha tocado con Miles?
—Sí, sí, he tocado con todos esos. Toqué con Herbie, con Dizzy con Sonny, con Ornette. He tenido suerte.
—¿Cuál le gustaba más?
—Bueno, no podía ser otro sino Miles, jovencita. No necesariamente como ser humano, ya me entiende, pero como músico... ¡por todos los santos! Lo que tenía entre las manos no era una trompeta, era un cuerno de la abundancia enviado por el Señor. No, no, no era de este mundo. No hacía música, hacía magia. Cuando tocaba con él pensaba que las puertas del cielo se abrirían y aparecerían ángeles por todos lados. ¿Quiere que ponga algo de Miles para que vea a qué me refiero?
—Preferiría escuchar algo de su propia música —contestó Nancy.
—¿Está intentando seducirme, señorita FBI? ¡Pues lo ha conseguido! ¿Sabía que su compañera es una seductora? —le dijo a Will.
—Es nuestro primer día juntos.
—Tiene personalidad. Con eso ya se puede llegar lejos. —Clive se levantó de la silla con esfuerzo y se dirigió hacia el piano. Se sentó en el taburete y abrió y cerró las manos para desentumecer las articulaciones—. A esta hora tendré que tocar algo suave, por los vecinos.
Empezó a tocar. Era una música lenta, fresca, de una rara ternura, cautivadoras melodías solo insinuadas que desaparecían entre la bruma y volvían a aparecer a su debido momento. Tocó durante un buen rato con los ojos cerrados; de vez en cuando tarareaba algún compás de acompañamiento. Nancy estaba embelesada, pero Will permanecía alerta, miraba la hora, buscaba entre las notas de música algún golpe, crujido o ruido nocturno.
Cuando Clive terminó, cuando la última nota se disolvió hasta la nada más absoluta, Nancy dijo:
—Cielo santo, ha sido maravilloso. Muchísimas gracias.
—No, gracias a usted por escuchar y por cuidar de mí esta noche. —Volvió a hundirse en su cómodo sillón—. Gracias a los dos. Hacen que me sienta realmente seguro y se lo agradezco mucho. Oiga, jefe —le dijo a Will—, ¿se me permite una copa antes de dormir?
—¿Qué quiere? Yo se lo traigo.
—En la cocina, en el armario que hay a la derecha del fregadero hay una buena botella de Jack. No vaya a ponerle hielo...
Will encontró la botella, estaba medio llena. Le quitó el tapón y la olió. ¿Podrían haberla envenenado? ¿Así era como iba a ocurrir? Entonces tuvo una revelación: «Debo proteger a ese hombre y no me vendría mal un trago». Se sirvió un par de dedos y se lo bebió de una vez. Sabía como sabe el bourbon. Sintió un agradable zumbido en la cabeza. «Esperaré un par de minutos para ver si me muero; si no, ese buen hombre podrá tomarse su copita antes de acostarse», pensó, impresionado por su propia lógica.
—Jefe, ¿lo encuentra? —gritó Clive desde el salón.
—Sí, ya voy.
Había sobrevivido, así que sacó un vaso y se lo tendió a Clive, que olió su aliento y dijo:
—Hombre, me alegra ver que ya se ha servido. Nancy lo miró fijamente.
—Control de calidad, como el catador de comidas de los romanos —dijo Will, pero Nancy parecía estupefacta.
Clive comenzó a darle a la bebida y a la lengua.
—¿Sabe, señorita FBI? Le voy a enviar algunos cedes de mi banda, los Clive Robertson Five. Somos una panda de carcas, pero seguimos dándole caña a lo nuestro, ya me entiende. Seguimos cocinando a fuego lento, y Harry Smiley, el batería, tiene fuego para dar y regalar.
Casi una hora después todavía estaba hablando de la vida en la carretera, de estilos de teclados, del negocio de la música. Se había acabado la copa. Su voz se fue apagando, los ojos se le cerraron de golpe y empezó a roncar suavemente.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Nancy en voz baja.
—Falta una hora hasta la medianoche. Que se quede ahí mientras esperamos.
Will se levantó.
—¿Adónde vas?
—Al baño. ¿Te parece bien?
Nancy asintió con cara de enfado.
—¿Qué? —dijo Will—. ¿Te creías que iba a ponerme otra copa? Por el amor de Dios, tenía que estar seguro de que no lo habían envenenado.
—Autosacrificio —comentó ella—. Admirable.
Cuando volvió de cambiarle el agua al canario estaba cabreado. Se esforzó por controlar el volumen de su voz.
—¿Sabes, socia? Si quieres trabajar conmigo, tendrás que dejar de pontificar. ¿Cuántos años tienes?
—Treinta.
—Bien, cariño, cuando yo empecé a jugar a esto, tú todavía estabas en pañales, ¿vale?
—¡No me llames «cariño»! —dijo Nancy entre dientes,
—Tienes razón, eso ha sido del todo inapropiado. No conseguirías mi cariño ni en un millón de años.
Ella respondió con una explosión de furia expresada en susurros.
—Pues me alegro, porque la última vez que saliste con alguien de la oficina faltó poco para que te despidieran. Felicidades, Will. Recuérdame que nunca me deje aconsejar por ti acerca de mi carrera.
Clive resopló y se medio estiró. Will y Nancy permanecieron en silencio, mirándose el uno al otro.
A Will no le sorprendió que ella estuviera al tanto de su accidentado pasado, no era lo que se dice un secreto de Estado, pero le impresionó que lo hubiera sacado a relucir tan pronto. Normalmente le costaba más tiempo poner a una mujer a punto de ebullición. La chica los tenía bien puestos, eso había que admitirlo.
Había aceptado el traslado a Nueva York seis años atrás, cuando Hal Sheridan le dio la patada definitiva y lo sacó del nido tras convencer a los de recursos humanos en Washington de que Will sería capaz de desempeñar funciones de dirección. La oficina de Nueva York consideró que era un candidato aceptable para el puesto de inspector del departamento de Robos a Gran Escala y Crímenes Violentos. Volvieron a mandarlo a Quantico para que hiciera un curso de dirección y allí le llenaron la cabeza con todo lo que un inspector moderno del FBI necesita saber. Por supuesto, sabía que no debía hacérselo con las de administración, aunque fueran de otro departamento, pero en Quantico jamás le pusieron una foto de Rita Mather en los manuales.
Rita era tan escultural, olía tan bien, era tan apetitosa, y sobre todo se suponía que era tan buena en la cama que Will no tuvo elección. Ocultaron el lío durante meses, hasta que el jefe de Rita en la oficina de delitos financieros no le concedió el aumento de sueldo que ella esperaba y le pidió a Will que interviniera. Cuando este puso pegas, Rita explotó y cortó con él. Y a continuación el desastre: escuchas disciplinarias, abogados saliendo hasta de debajo de las piedras y los de recursos humanos metiendo la directa. Le faltó poco para que lo despidieran, pero Hal Sheridan intervino y consiguió que solo le degradaran para que pudiera completar sus veinte años de servicio. El viernes Sue Sánchez estaba a las órdenes de Will; el lunes era Will el que estaba a las órdenes de Sue.
Él, por supuesto, se planteó la dimisión, pero, cielos, la pensión tan anhelada estaba tan cerquita... Aceptó su destino, hizo un curso obligatorio sobre acoso sexual, cumplió con su trabajo de manera adecuada y subió un pelín sus índices de alcohol.
Antes de que pudiera replicar, Clive se removió en el sillón y abrió los ojos. Durante unos instantes se sintió perdido hasta que se acordó de dónde estaba. Tenía los labios resecos. Se los humedeció y comprobó, nervioso, que aún llevaba en la muñeca su viejo Cartier.
—Bueno, todavía no estoy muerto. ¿Le parece bien que vaya a hacer un pis yo sólito, sin ayuda federal, jefe?
—No hay problema.
Clive se dio cuenta de que Nancy estaba enfadada.
—¿Está bien, señorita FBI? Parece mosqueada. No se habrá mosqueado conmigo, ¿no?
—Claro que no.
—Entonces con el jefe.
Clive se balanceó hasta ponerse en posición vertical y enderezó dolorosamente sus artríticas rodillas.
Dio un par de pasos y se paró en seco. Su cara era una mezcla de alarma y sorpresa.
—¡Por Dios!
Will recorrió rápidamente la habitación con la mirada. ¿Qué estaba pasando?
Descartó un posible tiro en una fracción de segundo.
Ni cristales rotos, ni un impacto sordo, ni chorros de sangre.
—¡Will! —gritó Nancy al ver que Clive perdía el equilibrio y se estampaba contra el suelo.
El golpe fue tal que se le pulverizaron los huesos de la nariz por el impacto y la moqueta quedó salpicada con un estampado sanguinolento que parecía una pintura de Jackson Pollock. De haber sido un lienzo, a Clive le habría encantado añadirlo a su colección.
Peter Benedict se vio reflejado y le maravilló cómo su imagen quedaba fragmentada y difuminada por la óptica del cristal. La fachada del edificio era una superficie cóncava que alzaba sus diez pisos de altura sobre Wilshire Boulevard y prácticamente te absorbía desde la acera hasta su vestíbulo oval de dos plantas. Había un austero patio de entrada con suelo de pizarra, frío y completamente vacío excepto por una escultura de bronce de Henry Moore, una estructura angulosa que recordaba a algo humano que se hallaba a un lado. El cristal del edificio era un espejo infalible que capturaba el humor y el color de los alrededores y, tratándose de Beverly Hills, el humor solía ser radiante y el color de un celeste intenso. La concavidad era tan marcada que el cristal recogía también imágenes de otros vidrios y las devolvía cual una ensalada de nubes, edificios, la escultura de Moore, los transeúntes y los coches, todo revuelto. Era maravilloso. Ese era su momento.