La Biblioteca De Los Muertos (32 page)

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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Misterio y suspense

BOOK: La Biblioteca De Los Muertos
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Y en las últimas semanas él había dejado lo del seudónimo, le pagaba por todo su tiempo y derrochaba dinero en regalos para ella. Empezaba a sentirse más como una novia que como una chica de alterne. Él cada vez tenía más seguridad en sí mismo, y aunque no llegara nunca a ser un Clark Gable, comenzaba a calar en ella.

Ella no estaba al tanto de que los cinco millones de dólares que él tenía a buen recaudo en una cuenta bancaria de un paraíso fiscal eran una buena razón para que él confiara en los logros de Mark Shackleton. Peter Benedict había desaparecido. Ya no lo necesitaba.

En la suite había televisores de pantalla plana hasta en los cuartos de baño. Mark salió de la ducha y se envolvió en una toalla. En la tele había un canal del satélite. No le estaba prestando atención hasta que oyó las palabras Juicio Final y alzó la vista: Will Piper, en lo alto de un estrado, hablaba a un montón de micrófonos; era la repetición de la rueda de prensa semanal del FBI. Ver a Will en la televisión hacía que el corazón se le pusiera a mil. Sin apartar los ojos de la pantalla, cogió el cepillo de dientes y empezó a limpiárselos.

La última vez que había visto a Will informando a los medios parecía apagado y desanimado. Las postales y los asesinatos habían cesado, con lo que cubrir la noticia a toda página ya no era rentable. Ese largo caso sin resolver parecía haber sumido a la opinión pública y a las fuerzas del orden en el mismo estado. Pero hoy parecía más animado. Había recobrado su intensidad. Mark subió el volumen.

«Les puedo decir esto —iba diciendo Will—: tenemos nuevas pistas y sigo completamente convencido de que atraparemos al asesino.»

Esa declaración irritó a Mark.

—¡Chorradas! ¡Abandona ya, tío! —dijo, y apagó el televisor.

Kerry estaba adormilada en la cama, desnuda bajo una fina sábana. Mark se anudó el albornoz y fue al salón a por el portátil. Se conectó a internet y vio que tenía un correo de Nelson Elder. La lista de Elder era más larga de lo normal, el negocio iba bien. Le llevó una buena media hora completar el trabajo y responderle a través de su portal de seguridad.

Volvió a la habitación. Kerry estaba desperezándose. Ondeó su adornada muñeca en el aire y dijo algo acerca de lo fantástico que sería tener un collar a juego. Apartó la sábana y con un dedo y toda su dulzura le hizo señas para que se acercara.

En ese mismo momento Will y Nancy estaban haciendo todo lo opuesto al sexo. Estaban sentados en el despacho de Will surcando una montaña de guiones de cine malos como para dormirse, sin ninguna certeza de la finalidad de esa tarea.

—¿Por qué estabas tan seguro en la rueda de prensa? —preguntó ella.

—¿Crees que me pasé? —preguntó él a su vez, adormilado.

—Sí. Un montón. Lo que digo es: ¿de qué va todo esto?

Will tuvo que encogerse de hombros.

—Mejor perseguir un pollo sin cabeza que quedarnos de brazos cruzados.

—Deberías haberle dicho eso a la prensa. ¿Qué les dirás la semana que viene?

—Falta una semana para la semana que viene.

La persecución del pollo sin cabeza estuvo a punto de no tener lugar. La llamada de Will a la Asociación de Escritores de América (AEA) fue un desastre. Se pusieron hechos unas fieras con lo de la Ley Patriota y juraron que removerían cielo y tierra para que el gobierno no pusiera sus zarpas en un solo guión de sus archivos. «No estamos buscando terroristas —protestó él—, sino a un asesino en serie demente.» Pero la AEA no estaba dispuesta a ceder terreno sin ofrecer resistencia, así que Will tuvo que conseguir de sus superiores una orden judicial.

Los guionistas de cine, según pudo apreciar Will, eran una pandilla de paranoicos, obsesionados con que los productores, los estudios y especialmente otros escritores les robaran sus ideas. La AEA les daba un mínimo de confianza y protección al registrar sus guiones y almacenarlos electrónicamente en un disco duro por si se necesitaba una prueba de autoría. No era necesario ser miembro de la asociación, cualquier escritorzuelo aficionado podía registrar su guión. Cuanto había que hacer era enviar el pago y una copia del guión. La AEA tenía sedes en la costa Este y en la costa Oeste. En la sede de la costa Oeste se registraban unos cincuenta mil guiones al año, todo un negocio para la asociación.

El Departamento de Justicia pasó un mal rato con la posible causa de la orden judicial. Era «gracioso», le habían dicho a Will, pero lo habían intentado a la antigua usanza. Últimamente el FBI había tenido éxito en los Juzgados de Apelación del distrito noveno porque el gobierno había acordado rebajar sus pretensiones para que hubiera que rebuscar menos. Tan solo habían podido conseguir los guiones de Las Vegas de los últimos tres años y una nube de códigos postales de Nevada, y los nombres y las direcciones de los escritores se habían suprimido. Si conseguían nuevas pistas a partir de este universo de material, el gobierno tendría que volver a atacar con una nueva causa para obtener la identidad del escritor.

Empezaron a recibir guiones, la mayoría en discos pero también en cajas con material impreso. El personal de oficina del FBI de Nueva York imprimía sin parar y al final el despacho de Will, repleto de guiones, parecía la caricatura de la sala de correo de una agencia de talentos de Hollywood. Cuando terminaron, en la planta veintitrés del edificio de los federales había 1.621 guiones de Nevada.

Sin un mapa de ruta, Will y Nancy no podían darse mucha prisa haciendo los descartes. A pesar de todo, le cogieron el tranquillo y eran capaces de ventilarse un guión en quince minutos; leían con atención unas pocas páginas para captar lo esencial y revisaban el resto rápidamente. Se mentalizaron de que sería un proceso lento y laborioso, y esperaron poder dar por terminada la tarea en el transcurso de un doloroso mes. Su estrategia era buscar obviedades: asesinos en serie, referencias a postales, pero también tenían que permanecer alerta ante lo que no era tan obvio: personajes o situaciones disonantes.

El ritmo era insostenible. Les dolía la cabeza. Se enfadaban y se hablaban de malas maneras durante todo el día y luego se retiraban al apartamento de Will y se desquitaban haciendo el amor. Necesitaban caminar a menudo para aclararse la mente. Lo que les ponía de los nervios es que la mayoría de los guiones eran una auténtica y absoluta mierda: o incomprensibles o ridículos o aburridos hasta la extenuación. Al tercer o cuarto día, Will se animó al ver el guión que había cogido. Se titulaba Contadores.

—No te lo vas a creer, pero conozco al tipo que ha escrito esto —dijo.

—¿De qué?

—Era mi compañero de habitación en el primer año en la universidad.

—Interesante —dijo ella sin interés alguno.

Lo leyó con mucha más atención, le dedicó una hora y cuando lo soltó pensó: «Amigo, mejor será que no dejes tu trabajo real».

A las tres de la tarde Will hizo una entrada en su base de datos acerca de una raza de alienígenas que llegaba a la Tierra para hacer saltar los casinos, y cogió el siguiente de la pila.

Golpeó suavemente la rodilla de Nancy con la punta de su mocasín.

—Eh —dijo.

—Eh —contestó ella.

—¿Al borde del suicidio?

—Ya estoy muerta. —Tenía los ojos rojos y secos—. ¿Y tú?

El siguiente que Will tomó se titulaba Tren de las 7.44 a Chicago. Leyó unas pocas páginas y gruñó:

—Dios mío. Creo que este lo leí hace unos días. Terroristas en un tren. ¿Cómo coño puede ser?

—Comprueba la fecha de entrada —sugirió ella—.Ya he visto unos cuantos con múltiples entradas. Los escritores hacen los cambios y se gastan otros veinte pavos en registrarlos de nuevo.

Will metió el título en la base de datos.

—Cuando tienes razón, la tienes. Esta es una versión posterior. Le puse un cero en relevancia. No puedo volver a leerlo.

—Tú mismo.

Iba a cerrar el guión pero se detuvo. Su ojo había captado algo, el nombre de uno de los personajes. Empezó a pasar páginas, de repente se puso recto en la silla y las pasó cada vez más rápido.

Nancy se percató de que le ocurría algo.

—¿Qué? —preguntó.

—Dame un segundo, dame un segundo.

Tomaba notas frenéticamente, y cuando ella le interrumpía para preguntarle qué tenía entre manos, él solo contestaba:

—¿Te importaría darme un segundo?

—¡Pero no es justo! —se quejó ella.

Por fin dejó el guión.

—Tengo que encontrar la versión anterior. ¿Cómo es posible que se me escapara esto? Rápido, ayúdame a buscarlo. Se titula Tren de las 7.44 a Chicago. Comprueba el montón del lunes mientras yo reviso el del martes.

Nancy se acuclilló junto a las ventanas y lo encontró unos minutos después, al fondo de una pila.

—No sé por qué no me dices qué está pasando —se quejó.

Will se lo quitó de las manos. Unos segundos después estaba temblando de la emoción.

—Por todos los santos —dijo quedamente—. Ha cambiado los nombres de las versiones anteriores.Va sobre un grupo de desconocidos que vuelan por los aires por un ataque terrorista en un tren que va de Chicago a Los Ángeles. ¡Mira sus apellidos!

Nancy tomó el guión y empezó a leer. Los nombres de aquellos desconocidos empezaron a aflorar de la página: Drake, Napolitano, Swisher, Covic, Pepperdine, Santiago, Kohler, López, Robertson.

Las víctimas del caso Juicio Final. Todas.

Nancy era incapaz de decir nada.

—El segundo borrador fue registrado el día 1 de abril de 2009, siete semanas antes del primer asesinato —dijo Will frotándose las manos—. El día de los Inocentes, sí, joder, sí. Este tipo lo había planeado todo y lo había anunciado con tiempo en un maldito guión de cine. Necesitamos una orden urgente para conseguir su nombre.

Quería abrazarla, levantarla del suelo y dar vueltas en círculo agarrándola de la cintura, pero al final se contentó con un «¡Chócala!».

—Te tenemos, capullo —dijo Will—.Y tu guión es una mierda.

Will recordaría las veinticuatro horas siguientes como se recuerda un tornado: las emociones que te embargan ante la inminencia del impacto, el golpe ensordecedor y borroso, el rastro de destrucción, y tras él, la espeluznante calma y la desesperanza ante la pérdida.

El Tribunal Supremo concedió la orden y la AEA desenmascaró los datos personales del escritor.

Will estaba ante su ordenador cuando oyó el aviso de entrada de un correo de la AEA reenviado por el fiscal que se ocupaba del tema. En el asunto se leía: «Respuesta al Gobierno de Estados Unidos ante el registro de la AEA Oeste en ref. al guión #4277304».

Recordaría toda su vida cómo se sintió al leer aquel correo electrónico:

En respuesta a las diligencias a las que se ha hecho referencia anteriormente, el autor registrado en AEA por el guión #4277304 es Peter Benedict, Aptdo. Correos 385, Spring Valley, Nevada.

Nancy entró en su despacho y lo vio paralizado ante la pantalla.

Se le acercó hasta que él pudo sentir su aliento en su cuello.

—¿Qué pasa?

—Lo conozco.

—¿Qué quieres decir con que lo conoces?

—Es mi compañero de habitación. —Vio otra vez los guiones en el pulcro escritorio blanco de Shackleton, oyó sus insistentes palabras: «No creo que vayáis a coger al tipo», recordó su palpable incomodidad ante aquella visita espontánea y... ¡otro detalle más!—. Los putos bolígrafos.

—¿Perdón?

Will meneaba la cabeza.

—Tenía los Pentel negros de punta ultrafina sobre el escritorio. Todo estaba allí.

—¿Cómo va a ser tu compañero de habitación? ¡Eso no tiene sentido, Will!

—Dios santo —gimió él—. Creo que el Juicio Final estaba destinado a mí.

Los dedos de Will danzaban sobre el teclado a medida que saltaba de una base de datos federal o estatal a otra. Y mientras seguía con la cacería, se repetía mentalmente: «¿Quién eres, Mark? ¿Quién eres en realidad?».

La información empezó a aparecer en la pantalla: el empadronamiento de Shackleton, sus reuniones sociales, algunos tíquets atrasados de aparcamiento en California... pero había huecos y brumas oscuras como para volverse loco. En su permiso de conducir del registro de Nevada la foto estaba oscura. No había informes sobre créditos, hipotecas, ni registro sobre su empleo o su educación. No había atestados civiles ni criminales. Nada de registros sobre impuestos a la propiedad. ¡Ni siquiera estaba en la base de datos de Hacienda!

—Está fuera del maldito sistema —le dijo a Nancy—. Especies protegidas. Ya lo había visto antes un par de veces, pero esto es de lo más raro.

—¿Y cuál es nuestro siguiente movimiento? —preguntó ella.

—Esta tarde cogemos un avión. —Nancy nunca le había visto tan agitado—. Haremos la redada nosotros mismos. Ve a preparar todo el papeleo con Sue. Vamos a necesitar una orden federal de detención del fiscal del distrito de Nevada.

Nancy se revolvió el flequillo.

—Haré todos los arreglos.

Un par de horas más tarde les esperaba un coche para llevarles al aeropuerto. Will estaba acabando de meter las cosas en su maletín. Miró el reloj y se preguntó por qué Nancy se retrasaba. Había conservado la virtud de la puntualidad a pesar de la rebeldía del reloj de Will.

Oyó el rápido taconeo de los zapatos de Sue Sánchez y su estómago se contrajo como en un experimento de Pavlov.

Alzó la vista y vio su rostro, tenso y crispado, ante su puerta, con los ojos fuera de las órbitas por la excitación.

—Susan, ¿qué pasa? Tengo que coger un avión.

—No, no tienes que coger un avión.

—¿Cómo?

—Benjamin acaba de llamar desde Washington. Estás fuera del caso. Y Lipinski también.

—¿Qué?

—Para siempre. Estáis fuera para siempre. —Estaba prácticamente hiperventilando.

—¿Y a cuento de qué coño viene eso, Susan?

—No tengo ni idea.

Will se dio cuenta de que le decía la verdad. Sánchez estaba a punto de tener un ataque de nervios, pero luchaba por parecer profesional.

—¿Y qué pasa con la detención?

—Yo no sé nada, y Ronald me ha dicho que no haga preguntas. Esto está muy por encima de mis honorarios. Está pasando algo muy gordo.

—Tonterías. ¡Tenemos al asesino!

—No sé qué decir.

—¿Dónde está Nancy?

—La he mandado a casa. No quieren que volváis a ser compañeros.

—¿Y eso por qué?

—¡No lo sé, Will! ¡Órdenes!

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