Octavus terminó su comida y se puso a escribir inmediatamente, restregando sus dedos llenos de grasa por el pergamino. Durante los dos años en que le había servido la comida, cada vez se había sentido más intrigada por el chico. Imaginaba que algún día ella conseguiría desatarle la lengua y que le contara todos sus secretos. Y se había convencido a sí misma de que había algo significativo en que cumpliera dieciocho años, como si el paso a la edad adulta rompiera el encantamiento y permitiera a ese joven de belleza extraña entrar en la fraternidad de los hombres.
—Ni siquiera sabías que era tu cumpleaños, ¿verdad? —dijo con frustración, intentando provocarle—. El 7 de julio. Todo el mundo sabe el día en que naciste porque eres especial, ¿no es cierto?
Metió la mano bajo el delantal y sacó un paquetito que llevaba escondido. Era del tamaño de una manzana, envuelto en un trocito de tela y atado con una tirilla de cuero.
—Te he traído un regalo, Octavus —le dijo con voz cantarina.
Como estaba detrás de él le puso el brazo por delante y colocó el paquete sobre la página, de modo que él no tuvo más remedio que parar. Se quedó mirando el paquete con la misma inexpresividad que dirigía a todas las cosas.
—Ábrelo —le apremió.
Él seguía mirándolo fijamente.
—¡Muy bien, entonces lo haré yo por ti!
Se inclinó por detrás de su espalda, rodeó su delgado torso con sus robustos brazos y se puso a abrir el paquete. Era un pastel redondo de color dorado que manchaba la tela con una pasta dulce.
—¡Mira, si es un pastel de miel! ¡Lo hice yo misma, solo para ti! —Mientras decía esto se apretaba contra él.
Tal vez sintiera sus firmes y pequeños pechos contra su fina camisa. Tal vez la cálida piel de su antebrazo rozándole la mejilla. Tal vez oliera la esencia de mujer de su cuerpo adolescente o los efluvios calientes de su boca mientras hablaba.
Octavus dejó caer la pluma y reposó la mano en su propio regazo. Respiraba con ansiedad y parecía angustiado. Asustada, Mary retrocedió unos pasos. No podía ver lo que hacía, pero parecía intentar agarrarse a sí mismo como si le hubiera picado una abeja. Oyó unos nudillos animalescos, como silbidos que se le escapaban entre los dientes.
De repente, se puso en pie y se dio la vuelta. Mary dio un grito ahogado y sintió que las piernas le fallaban.
Octavus llevaba los pantalones abiertos y en la mano tenía una enorme y erecta polla, más rosada que cualquier otra parte carnosa de su cuerpo.
Avanzó dando tumbos hasta donde ella estaba y tropezó con sus propias calzas cuando se aferró a sus pechos con aquellos largos y delicados dedos que eran como tentáculos con ventosas.
Cayeron los dos al sucio suelo.
Ella era mucho más fuerte que Octavus, pero la conmoción la había dejado tan débil como un gatito. Él le levantó los faldones siguiendo su instinto y dejó al descubierto sus cremosos muslos. Estaba entre sus piernas, empujando con violencia. Su cabeza se apoyaba bajo el hombro de ella, su frente se pegaba al suelo. Seguía emitiendo esos pequeños silbidos entrecortados. Mary era una chica de mundo. Sabía lo que le estaba pasando.
—¡Jesucristo Nuestro Señor, ten piedad de mí! —gritaba una y otra vez.
Cuando José, el monje ibérico, oyó por fin los gritos y corrió escalera abajo desde su pupitre de escribano de la galería principal, Mary estaba sentada contra la pared, llorando quedamente, con el vestido manchado de sangre y Octavus había vuelto a su escritorio, tenía los pantalones por los tobillos y la pluma corría sobre la página.
Hacía un calor pegajoso y humeante, era una de esas tardes de muchísima humedad en las que el calor que irradia el asfalto parece un castigo. Los neoyorquinos se las veían y se las deseaban en esas aceras que eran como parrillas, las suelas de goma se reblandecían y las extremidades les pesaban por el esfuerzo de caminar sobre algo que parecía engrudo. El polo de Will se le pegó al pecho mientras cargaba con un par de pesadas bolsas de plástico llenas de cosas para montar una fiesta.
Abrió una cerveza, encendió uno de los fuegos y cortó una cebolla en juliana mientras la sartén se calentaba. El chisporroteo de la cebolla y el humo dulce que llenaba la cocina le resultaban agradables. Hacía bastante tiempo que no olía a cocina de verdad y ni se acordaba de la última vez que se había puesto a los fogones. Probablemente en los tiempos de Jennifer, pero todo lo acontecido en aquella relación se había vuelto borroso.
La ternera picada se estaba dorando cuando sonó el timbre de la puerta. Nancy llevaba un pastel de manzana y una tarrina de helado de yogur que empezaba a derretirse; llevaba unos vaqueros de cintura baja y una blusa corta y sin mangas.
Will se sentía relajado y ella lo notó. Tenía una cara más amable de lo habitual, la mandíbula menos contraída y los hombros menos hundidos. La recibió con una amplia sonrisa.
—Pareces feliz —dijo ella con cierta sorpresa.
Él le quitó la bolsa de las manos y se inclinó para darle un beso en la mejilla; el gesto les cogió a ambos por sorpresa.
Will dio un paso atrás de inmediato y ella disimuló el rubor oliendo el comino y la bruma de chile picante y haciendo un comentario gracioso sobre sus desconocidas cualidades culinarias. Mientras él meneaba la sartén, Nancy puso la mesa.
—¿Le has comprado algo? —preguntó cuando hubo terminado.
Will dudó mientras daba vueltas a la pregunta en su cabeza.
—No —dijo finalmente—. ¿Debería haberlo hecho?
—¡Pues claro!
—¿El qué?
—¡Yo qué sé! Tú eres su padre.
Se quedó en silencio, con el humor cambiado.
—Salgo y le compro unas flores —se ofreció Nancy.
—Gracias —dijo asintiendo para sí mismo—. Le gustan las flores. —Era una suposición; tenía el recuerdo de una mocosa sosteniendo en su regordeta mano un ramo de margaritas recién cogidas—. Estoy seguro de que le gustan las flores.
Las últimas semanas de trabajo habían sido una pesadez. Lo esencial de la acusación contra Luis Camacho se había esfumado dejando tan solo un cargo por asesinato. No había manera de cargarle con ninguno de los otros asesinatos del caso Juicio Final, ni de lejos. Habían reconstruido cada día de su vida en los últimos tres meses. Luis era un trabajador constante que nunca faltaba a sus deberes, iba y venía de Las Vegas dos o tres veces por semana. Era un animal más bien doméstico; la mayoría de las noches que estaba en Nueva York las pasaba en casa de su amante. Pero también tenía arranques promiscuos, y cuando su pareja estaba cansada u ocupada con otras cosas, recorría los bares y las discos gays en busca de rollo. John Pepperdine era un monógamo de los que necesitan poco sexo, en tanto que Luis Camacho tenía una energía sexual que ardía como el magnesio. No cabía duda de que su temperamento apasionado le había llevado hasta el asesinato, pero al parecer su única víctima había sido John.
Y no había habido más asesinatos: buenas noticias para todos los que aún podían respirar, pero malas noticias para la investigación, que tan solo podía reseguir las mismas gastadas pistas. Y entonces, un buen día Will tuvo un momento de inspiración o algo por el estilo: ¿y si John Pepperdine iba a ser la novena víctima del asesino del Juicio Final pero Luis Camacho se le había adelantado con un crimen pasional ordinario?
Tal vez la conexión de Luis en Las Vegas fuera la típica pista falsa. ¿Y si el verdadero asesino del Juicio Final estaba en City Island ese mismo día, al otro lado del cordón policial, observándoles, desconcertado porque otro había cometido el crimen? ¿Y si luego, para tormento de las autoridades, había decidido hacer un alto, sembrar la semilla de la confusión y la frustración y dejar que se las arreglaran?
Will pudo conseguir un aplazamiento para las agencias de noticias que estaban en Minnieford Avenue aquella maldita tarde calurosa, y en el transcurso de los siguientes días Nancy y él se tragaron horas de vídeo y cientos de imágenes digitales en busca de otro hombre de piel oscura, estatura y complexión medias, que estuviera merodeando por la escena del crimen. No sacaron nada en claro, pero Will aún pensaba que era una hipótesis viable.
La celebración de ese día era un respiro. Puso un paquete de arroz precocinado en agua hirviendo y abrió otra cerveza. El timbre volvió a sonar. Esperaba que fuera Nancy que llegaba con las flores, y así era, solo que estaba con Laura, charlando alegres como dos buenas amigas. Tras ellas llegaba un joven alto, delgado como un palillo, con ojos inteligentes e instigadores y una mata de pelo castaño rizado.
Will le quitó el ramo a su compañera y se lo entregó servilmente a Laura.
—Felicidades, pequeña.
—No tenías por qué molestarte —bromeó Laura.
—No lo he hecho —respondió él al instante.
—Papá, este es Greg.
Ambos hombres comprobaron la fuerza de sus manos con un apretón.
—Encantado de conocerle.
—Lo mismo digo. No te esperaba, pero me alegro de que por fin nos conozcamos, Greg.
—Ha venido para darme apoyo moral —dijo Laura—. El es así. —Le dio un beso a su padre al pasar junto a él, puso su bolso en el sofá y lo abrió. Con expresión de triunfo, alzó un contrato de Elevation Press en el aire—. ¡Firmado, sellado y entregado!
—Entonces, ¿puedo llamarte ya escritora? —preguntó Will.
Una lágrima comenzó a brotar al tiempo que Laura asentía.
Will se alejó rápidamente hacia la cocina.
—Voy a traer las burbujas antes de que empieces a lloriquear.
—No le gusta nada cuando uno se pone sentimental —susurró Laura a Nancy.
—Me he dado cuenta —dijo Nancy.
Will brindó por enésima vez sobre los cuencos con el chile humeante; parecía encantado de que todos bebieran champán. Fue a por otra botella y se dispuso a servirla. Nancy protestó tímidamente pero le dejó que le pusiera hasta que la espuma le mojó los dedos.
—Casi nunca bebo, pero es que este está muy bueno.
—En esta fiesta todo el mundo tiene que beber —dijo Will con firmeza—. ¿Te gusta beber, Greg?
—Con moderación.
—Yo bebo con moderación de manera excesiva —bromeó Will; su hija lo miró con dureza—. Pensaba que los periodistas eran todos unos borrachines.
—Los hay de toda condición.
—¿Y tú eres de la misma condición de los que me siguen por ahí en las ruedas de prensa?
—Quiero hacer periodismo impreso. Reportajes de investigación.
Laura puso su granito de arena:
—Greg piensa que el periodismo de investigación es la manera más efectiva de atacar los problemas políticos y sociales.
—Ah, ¿sí? —preguntó Will con insolencia. La santurronería le sacaba de quicio.
—Pues sí —contestó Greg en el mismo tono.
—Vale, y declaro al acusado... —dijo Laura para quitarle hierro al asunto.
Will insistió.
—¿Cuáles son las perspectivas para el trabajo del periodista de investigación?
—No muy buenas. Estoy de prácticas en el Washington Post. Obviamente me encantaría conseguir un puesto allí. Si algún día quiere darme una primicia, aquí tiene mi tarjeta —dijo bromeando a medias.
Will se la metió en el bolsillo de la camisa.
—Antes salía con una chica del Washington Post. —Resopló—. Pero no sería de ninguna ayuda usarme como referencia.
Laura estaba deseando cambiar de tema.
—Bueno, ¿queréis que os cuente cómo ha ido la entrevista?
—Por supuesto, con pelos y señales.
Laura relamió la espuma del champán.
—Ha sido fantástico —dijo con voz melosa—. Mi editora, Jennifer Ryan, que la verdad es encantadora, se pasó casi media hora diciéndome cuánto le gustaban los cambios que había hecho, que solo necesitaba un par de ajustes, etcétera, etcétera, y luego dijo que iríamos a la cuarta planta a conocer a Mathew Bryce Williams, el editor en jefe. La editorial es una casa de campo antigua, preciosa, y la oficina de Mathew es oscura y está llena de antigüedades, como si fuera un club inglés o algo así, ya sabéis, y él es un tipo mayor, de la edad de papá pero mucho más distinguido.
—¡Eh! —aulló Will.
—¡Bueno, pero es que lo es! —continuó—. Es como una caricatura de un británico de clase alta pero en urbano y encantador, y... esto no os lo vais a creer... me ofreció jerez de una licorera de cristal y lo sirvió en unos vasitos tallados. Fue todo tan perfecto...Y después me dijo una y otra vez cuánto le gustaba cómo escribo... dijo que mi estilo era «libre y liviano con la musculatura de una voz joven y fresca». —Laura intentó poner acento británico—. ¿A que es increíble?
—¿Te dijo algo acerca de cuánto te iban a pagar? —preguntó Will.
—¡No! No iba a estropear ese momento con una prosaica discusión sobre dinero.
—Bueno, viviendo del aire no conseguirás jubilarte. ¿Es o no es, Greg? A menos que haya mucha tela que cortar en el periodismo de investigación.
El joven no quiso entrar al trapo.
—¡Es una editorial pequeña, papá! Solo hacen unos diez libros al año.
—¿Vas a hacer una gira de presentación? —preguntó Nancy.
—No lo sé todavía, pero no va a ser un bombazo de libro. Es literatura de ficción, no una novela sensacionalista.
Nancy quiso saber cuándo podría leerla.
—Las galeradas estarán listas en unos meses. Ya te mandaré una copia. ¿Quieres leerla, papá?
Will la miró fijamente.
—No lo sé. ¿Quiero?
—Supongo que sobrevivirás.
—No todos los días le llaman a uno bola de demolición, y menos tu propia hija —dijo él con voz pesarosa.
—Es una novela. No trata sobre ti. Solo está inspirada en ti. Will alzó su copa.
—A la salud de los hombres inspiradores. Brindaron de nuevo.
—¿Tú la has leído, Greg? —preguntó Will.
—Sí. Es genial.
—Entonces sabes más de mí de lo que yo sé de ti. —Will cada vez estaba más suelto y más ruidoso—. Tal vez en su próximo libro escriba sobre ti.
—¿Sabes? Tienes que leerla —dijo Laura con acidez—.También he hecho un guión con ella. ¿No te hace más ilusión? Te dejaré una copia. Se lee rápido. Así te harás una idea.
Laura y Greg se marcharon poco después de acabar la cena. Nancy se quedó con Will para ayudarle a limpiar. La noche era demasiado agradable para darla por terminada tan pronto, y Will se había quitado de encima el malhumor y parecía relajado y apacible, un hombre completamente diferente de aquel volcán en erupción con el que se encontraba cada día en el trabajo.