—Confío en que no será mañana —bromeó.
—No, no es mañana.
—Excelente —dijo dando una ligera palmada—. Mi deber es preparar las cosas para el futuro, no solo en cuanto a la abadía, sino también en lo que respecta a Octavus y la biblioteca. Así que aquí, esta noche, declaro que haré llamar al obispo y le suplicaré que, tras mi fallecimiento, eleve a la hermana Magdalena al rango de abadesa de Vectis y al hermano José al de prior. Tú, hermano Paulinus, querido amigo, continuarás sirviéndoles como has hecho tan lealmente conmigo.
Magdalena inclinó la cabeza para ocultar la tímida sonrisa que apenas podía evitar. Paulinus y José se habían quedado mudos de pena.
—Y tengo una declaración más que hacer —continuó Josephus—. Esta noche acabamos de formar una nueva orden dentro de Vectis, una orden sagrada y secreta para la protección y conservación de la biblioteca. Nosotros cuatro somos los miembros fundadores de la que de aquí en adelante se conocerá como la Orden de los Nombres. Ahora recemos.
Le siguieron en una profunda plegaria y cuando el abad terminó todos se levantaron al unísono.
Josephus tocó a Magdalena en uno de sus huesudos hombros.
—Cuando las vísperas hayan finalizado, haremos lo que debe hacerse. ¿Hará esto con buena voluntad?
La mujer dudó y rezó en silencio a la Santa Madre. Josephus esperaba su respuesta.
—Lo haré.
Después de vísperas Josephus se retiró a sus aposentos para meditar. Sabía lo que estaba pasando, pero no quería presenciar los acontecimientos personalmente. Su resolución era firme, pero en el fondo seguía siendo un alma amable y sensible, no tenía estómago para ese tipo de asuntos.
Sabía que mientras él inclinaba su cabeza para rezar, Magdalena y José sacaban a Mary del hospicio y la llevaban hasta el oscuro pasillo que conducía al
scriptorium
. Sabía que ella sollozaría tímidamente. Sabía que los sollozos se tornarían gemidos cuando tiraran de su mano para bajar la escalera hasta el sótano. Y sabía que los gemidos se tornarían gritos cuando Paulinus abriera la puerta de la cámara de Octavus y José la forzara a atravesar el umbral y después cerrara la puerta tras ella.
Reggie Saunders estaba dándose un revolcón con Laurel Barnes, la pechugona esposa del teniente coronel Julián Barnes, en la cama con baldaquín del teniente coronel. Se lo estaba pasando en grande. Se hallaba en una magnífica casa de campo con un magnífico dormitorio, un estupendo fuego para quitarse el frío y una agradecida señora Barnes acostumbrada a cuidar de sí misma mientras su marido estaba en la guerra.
Reggie era un tipo robusto y rubicundo con una barriga cervecera muy masculina. Su sonrisa infantil y unos hombros de una anchura imposible conquistaban a todo tipo de mujeres, incluida la actual. Oculta tras sus travesuras y su afabilidad había una brújula de la moral que estaba rota. La flecha siempre apuntaba en la misma dirección: hacia Reggie Saunders. Siempre había parecido que el mundo estaba en deuda con él por el mero hecho de existir, y su triunfante paso por la Segunda Guerra Mundial, con ojos, extremidades y genitales intactos, era para él una muestra más de que la agradecida nación debería continuar facilitándole sus necesidades, tanto económicas como sensuales. Las leyes de la Corona y las buenas costumbres en sociedad eran señales de guía aproximadas para su mundo, algo tal vez a tener en cuenta, para después soslayarlo.
Su servicio en la guerra empezó de una manera sucia e incómoda como sargento segundo en la octava compañía de Montgomery que intentaba desplazar a Rommel de Tobruk. Después de demasiado tiempo en el desierto, en 1944 consiguió un traslado desde el norte de África a la Francia liberada, a un regimiento cuya tarea era recuperar y catalogar las piezas de arte que los nazis habían robado.
Su jefe era el caballero más afable que jamás había conocido, un catedrático de Cambridge para el que ejercer el mando era preguntar educadamente a sus hombres si podrían ayudarle con esto o con lo otro. Lo increíble era que el ejército había acertado con el comandante Geoffrey Atwood y había encontrado un trabajo que realmente se ajustaba a las habilidades de este profesor de universidad de Arqueología y Antigüedades, en lugar de haberlo destinado, peligrosa e ineficazmente, a cualquier sitio con un mapa, prismáticos y armas de largo alcance.
El trabajo de Saunders consistía principalmente en dirigir a un batallón de muchachos para que sacaran unas pesadas cajas de madera de unos sótanos y las transportaran a otros sótanos. Jamás compartió un sentimiento de indignación moral ante los saqueos de los alemanes. Sus robos le parecían comprensibles dadas las circunstancias. De hecho, bajo su vigilancia una o dos chucherías pasaron por sus manos a cambio de unos cuantos billetes, y ¿por qué no? En la posguerra pasaba de una tarea a otra, reconstruyendo aquí y allá, huyendo de los enredos sentimentales cuando era necesario. Cuando Atwood le llamó para saber si le interesaría un poco de aventura en la isla de Wight, estaba entre varios compromisos, así que le contestó: «Silbe, jefe, y le seguiré a cualquier parte».
En estos momentos Reggie estaba dale que te pego perdido plácidamente en un mar de carne rosada que olía a talco y a lavanda. La mujer de la casa gorjeaba de una manera que lo transportaba hasta el aviario de Kew Gardens, adonde lo llevaron cuando era un muchacho para que adquiriera un poco de cultura natural. No tardó en volver al presente. La tenía a punto de caramelo, y su abuelo siempre le había dicho que una faena que merecía la pena, merecía la pena hacerla bien. Entonces oyó un sonido mecánico, un rumor gutural.
Los años patrullando por la noche en los desiertos del Líbano y Marruecos habían entrenado su oído, una técnica de supervivencia que volvió a poner en práctica.
—¡No pares, Reggie! —se quejó la señora Barnes.
—Aguanta un segundo, corazón. ¿No has oído eso?
—Yo no oigo nada.
—El motor. —No era el coche de un sirviente, desde luego que no. Estaba seguro de que era el motor de un purasangre—. ¿Estás segura de que tu maridito no está al llegar?
—Ya te lo he dicho. Está en Londres. —Le agarró las nalgas e intentó que siguiera dándole.
—Viene alguien, cielo, y no es el puñetero cartero.
Salió de la cama desnudo y separó las cortinas. Un par de faros atravesaban la oscuridad. Un Invicta color cereza estaba enfilando el camino de entrada, la gravilla crujía a su paso; era un modelo de una belleza tan particular, que lo reconoció en cuanto las farolas lo iluminaron.
—¿A quién conoces que tenga un Invicta rojo? —preguntó.
Si hubiera dicho: «Satanás está llamando a la puerta», el efecto habría sido el mismo.
Ella saltó de la cama, y, profiriendo agudos sonidos de alerta y miedo, recogió su ropa interior.
—Tiene que ser el coche del teniente coronel —dijo Reggie, fatalista, encogiendo sus grandes hombros—. Me voy volando, cielo. Chao.
Saltó dentro de sus pantalones, se apretó la ropa contra el pecho y salió embalado por la escalera trasera hacia la cocina. Estaba atravesando ya la puerta de servicio cuando el teniente coronel entraba en el vestíbulo llamando alegremente a su esposa:
—¡Yuju! ¡Adivina quién ha llegado a casa un día antes!
Reggie acabó de vestirse en el jardín y empezó a tiritar al instante. En tanto que la semana anterior había hecho un calor impropio de esa estación, en ese momento una masa de aire frío del norte martilleaba el termómetro. Se había encontrado con la mujer fuera del pub y ella le había llevado a su casa. Ahora estaba a por lo menos diez kilómetros de la base y pensó que no le quedaba otra que patear.
Avanzó de puntillas hasta la puerta de entrada. El Invicta de 1930 irradiaba calor. La cabina era profunda, como una bañera con asientos acanalados de cuero rojo. Las llaves estaban en el contacto. Su proceso analítico no era complicado: tengo frío, el coche está caliente, me lo llevo prestado y voy un poco más allá de la carretera. Entró y le dio al contacto. El motor Lagonda de ciento cuarenta caballos rugió y cobró vida, demasiado alto. Un segundo más tarde estaba aterrorizado. ¿Dónde demonios estaba la caja de cambios? Pasó las manos por todos sitios, intentando palparla. La puerta de la casa se abrió de golpe.
Entonces lo recordó: ¡aquel era el primer coche de transmisión automática que había habido en Gran Bretaña! Empujó el acelerador y la transmisión realizó su función con suavidad. El coche salió disparado levantando gravilla a su paso. En el retrovisor vio a un hombre de mediana edad muy enfadado alzando al aire sus puños apretados. El ruido del motor ahogaba lo que fuera que estuviera diciendo.
—¡Lo mismo digo, colega! —gritó Reggie—. Gracias por tu motor y gracias por tu señora.
Aparcó el Invicta fuera del pub de Fishbourne y recorrió a paso rápido el último kilómetro, silbando en la oscuridad y frotándose las manos para calentárselas. Una hoguera de troncos hasta los topes de parafina ardía en la base, lo que le ayudó a orientarse. Una capa densa de nubes difuminaba la luz de la luna; el cielo nocturno tenía el color de la franela gris. Los vapores del fuego se alzaban oscuros y espesos como depravadas arpías, y Reginald siguió su ascenso hasta que alcanzaron la amenazadora aguja de la catedral de la abadía de Vectis y los perdió.
Cuando Reggie se acercaba al fuego para calentarse, se abrió una puerta de una de las destartaladas caravanas.
—¡Gawd! —gritó un joven larguirucho—. ¿A que no sabes quién ha vuelto? ¡A Reggie le han dado la patada!
—Me he largado porque me ha dado la puta gana, chaval —replicó Reggie secamente—. ¿Queda algo de comida?
—Supongo que habrá latas de alubias.
—Pues saca una. Estoy hambriento después del polvo.
El chaval soltó una risotada, pero aquella palabra debía de tener una cualidad mágica, porque las puertas de las cuatro caravanas se abrieron y sus ocupantes salieron para escuchar más. Hasta el mismísimo Geoffrey Atwood, con un grueso jersey de lana de cuello alto, y dando caladas a su pipa con aspecto reflexivo, emergió de la caravana del jefe.
—¿Alguien ha dicho polvo?
—¿No estaréis esperando que os lo cuente con pelos y señales?
—Sí, por favor, sí —dijo libidinosamente el joven larguirucho, Dennis Spencer.
Era un novato de Cambridge con la cara llena de espinillas; lo suficientemente joven como para haberse librado del servicio a la patria.
Había otros cuatro, tres hombres y una mujer, todos del departamento de Atwood. Martin Bancroft y Timothy Brown, al igual que Spencer, no habían acabado la carrera, eran estudiantes maduros que habían vuelto de la guerra para completar sus interrumpidos estudios. Martin jamás había salido de Inglaterra. Lo habían destinado a Londres como oficial del servicio de inteligencia. Timothy había sido el encargado del radar en una fragata de la marina que operaba principalmente en el Báltico. Ambos estaban encantados de volver a Cambridge y les emocionaba la posibilidad de hacer un poco de trabajo de campo.
Ernest Murray era mayor que el resto, rondaba la treintena y estaba terminando su doctorado en Antigüedades, que había tenido que abandonar apresuradamente cuando los alemanes invadieron Polonia. En Indochina había presenciado la acción pura y dura, lo que le dejó terriblemente inseguro de sí mismo. De alguna manera la arqueología anglosajona ya no le parecía relevante y no era capaz de imaginar qué haría durante el resto de su vida.
La única mujer del grupo era Beatrice Slade, profesora de Historia Medieval y confidente académica de Atwood, que prácticamente había llevado el departamento de este durante la guerra. La señorita era un volcán en erupción de lo más guasón, lesbiana declarada y famosa por ello. Reggie y ella eran seres humanos esencialmente incompatibles. Cuando ella se daba la vuelta, él se mofaba cruelmente de su sexualidad, y cuando era Reggie quien se daba la vuelta Beatrice hacía lo propio con él.
—Vaya, estamos todos levantados —dijo Atwood, parpadeando ante el ardor del fuego—. ¿Nos tomamos un café mientras Reggie nos cuenta su historia?
—Yo lo preparo, profe —se ofreció Timothy.
—Bueno, ¿cómo ha ido, Reg? —preguntó Martin—. Creía que esta noche dormirías en una cama de plumas y que no volverías a este cuchitril mohoso.
—Tuve un problemilla, colega —respondió—. Nada que no pudiera controlar. —Se lió un cigarrillo y pasó la lengua por el papel.
—¿Nada que no pudieras controlar? —repitió Beatrice con sorna—. ¿Te bloqueaste porque quería más? —Movió las caderas como si fuera una fulana y todos, incluso Atwood, se partieron de risa.
—Muy gracioso, muy divertido —dijo Reggie—. Su marido llegó a casa antes de lo previsto y tuve que ahuecar el ala ipso facto para evitar un encuentro desagradable.
—Y dígame, señor Saunders —dijo Dennis fingiendo respeto hacia el que le superaba en edad—, mientras ahuecaba el ala, ¿llevaba usted el culo al aire?
Y volvieron a explotar. Atwood dio varias caladas a su pipa y dijo pensativamente:
—Es una imagen bastante desagradable.
Era una mañana invernal en la que habían caído unos pocos copos de nieve; parecía como si hubieran echado sal en la tierra. Ernest se las arreglaba para hacer un desayuno completo para los siete con solo dos fogones. Envueltos en capas de lana, se sentaban alrededor del fuego, sobre cajas de leche, y recobraban las fuerzas con jarras humeantes de té dulce. Mientras engullía un triángulo de pan tostado y mojado en yema de huevo, Atwood miró el mar helado más allá del frío campo.
—¿De quién fue la idea de excavar en enero? —dijo.
Una cálida mañana de verano o una fresca mañana otoñal habrían estado mejor, pero lo cierto es que para todos ellos era realmente extraordinario estar allí, fueran cuales fuesen la estación y las condiciones. Les parecía que el día anterior estaban todavía en plena guerra, soñando con lo maravilloso que sería hacer un poco de arqueología en una pacífica isla. Así que en cuanto Atwood recibió la subvención del Museo Británico para reanudar sus excavaciones en Vectis, se apresuró a organizarlo todo y al carajo con el invierno.
Reggie era el supervisor de obras. Miró su reloj, se levantó y con su mejor voz de sargento mayor gritó:
—¡Está bien, chicos, es hora de moverse! ¡Hoy tenemos un montonazo de polvo que mover!
Timothy señaló a Beatrice de una manera exagerada.