—¿Cuál de ellas? —gruñó Mark.
—David Swisher. —Se buscó la cartera para pagar.
Mark hizo acopio de todo su valor y dijo:
—Debería sentarse. Él no fue una víctima.
—¿Qué quieres decir?
—Por favor, siéntese y escúcheme.
Elder se sentó.
—Le diré una cosa. No me gusta nada el rumbo que está tomando esta conversación. Tiene un minuto para explicarse, de lo contrario me voy de aquí, ¿me entiende?
—Bueno, supongo que fue una víctima. Pero no fue una víctima del asesino del Juicio Final.
—¿Y cómo sabe usted eso?
—Porque el asesino del Juicio Final no existe.
El abad Josephus vio su reflejo en una de las largas ventanas de la casa capitular. Fuera estaba a oscuras, pero en el interior aún no habían apagado las velas, de modo que la ventana tenía las cualidades de un cristal reflectante.
Tenía una panza prominente y una buena papada, y era el único varón de la comunidad que no iba tonsurado; no podía porque estaba completamente calvo.
Un joven monje, un ibérico de pelo negro y barba tan poblada como la piel de un oso, golpeó la puerta y entró con un apagavelas. Hizo una inclinación de cabeza y se puso a realizar su tarea.
—Buenas tardes, padre. —Su acento era empalagoso como la miel.
—Buenas tardes, José.
El abad favorecía a José entre los más jóvenes de los hermanos a causa de su intelecto, su habilidad como ilustrador de manuscritos y su buen humor. Rara vez se le veía apesadumbrado, y cuando se reía, al viejo su risa le recordaba las carcajadas que había escuchado tantos años atrás de la boca de su amigo Matthias, el herrero que había forjado la campana de la abadía.
—¿Cómo está el aire esta noche? —preguntó el abad.
—Perfumado, padre, y lleno del cricrí de los grillos.
Cuando la casa capitular estuvo a oscuras, José dejó un par de velas en los aposentos del abad, una en su mesa de estudio y la otra en la mesilla de noche, y le deseó buenas noches a su superior. Una vez a solas, Josephus se arrodilló junto a la cama y pronunció la misma plegaria que recitaba todos los días desde que se convirtió en abad:
—Querido Señor, bendice por favor a este humilde servidor que se esfuerza por honrarte cada día y dame fuerzas para ser el pastor de esta abadía y para servir a tus propósitos. Y bendice a tu vasallo Octavus, que trabaja duro sin cesar para cumplir tu misión divina, ya que tú mandas en su mano como mandas en nuestro corazón y nuestra mente. Amén.
Tras esto, Josephus sopló la última vela y se metió en la cama.
Cuando el obispo de Dorchester le preguntó a su nuevo abad a quién quería poner de prior, Josephus no dudó un segundo en proponer a la hermana Magdalena. No había otra persona mejor preparada para tal tarea. No había quien superara su sentido de la obligación y la responsabilidad. Pero Josephus también tenía otro motivo, el cual siempre le hacía sentirse mal. Necesitaba su cooperación para proteger la misión que él creía que Octavus debía cumplir.
Ella era la primera priora de Vectis, y rezaba fervientemente para que se le perdonara el orgullo que sentía a diario. Josephus le permitió que atendiera todos los detalles de la administración de la abadía, tal como él había hecho para Oswyn, y escuchaba pacientemente los informes que todos los días exponía de manera enérgica acerca de los abusos y transgresiones. Josephus se daba cuenta de que Vectis era ahora más eficiente y estaba más reglamentado que cuando se hallaba bajo su priorato. Sí, tal vez había más enfados tontos por minucias, pero él solo se dignaba intervenir cuando percibía que las acciones de Magdalena eran crueles o excesivas.
Prefería centrar su atención en los rezos, la finalización de la construcción de la abadía y, por supuesto, el chico, Octavus.
Estas dos últimas preocupaciones se cruzaban en el
scriptorium
. Cuando Oswyn murió, Josephus revisó los planes para el nuevo
scriptorium
y decidió que debía ser más grande, pues creía firmemente que los textos y libros sagrados que elaboraban en Vectis formaban parte de una obra vital para la mejora de la humanidad. Podía prever un futuro en el que habría incluso más monjes que entonces produciendo más manuscritos, y la abadía y la cristiandad entera se verían elevadas por sus esfuerzos.
Aparte de eso, quería que construyeran una cámara privada, un
sanctorum
dentro del mismo edificio, donde Octavus podría hacer su trabajo sin impedimentos. Tenía que tratarse de un lugar especial, protegido, donde pudiera transcribir todos los nombres que tenía en su interior y verterlos en la página cual la cerveza de un barril.
La bodega del
scriptorium
era oscura y fría, el lugar perfecto para el almacenamiento de largas láminas de pergamino y botes de tinta, pero apto también para un chico que no deseaba jugar a la luz del sol ni pasear por los campos. A un lado de la bodega se construyó una habitación con un tabique de separación; allí, tras una puerta cerrada, bajo la perpetua oscuridad de la luz de las velas vivía Octavus. Su única motivación era sentarse en el banco, apoyarse en el pupitre, humedecer su pluma con furia una y otra vez y garabatear en el papel hasta que caía al suelo fatigado y tenían que llevarlo a la cama.
A causa del fervor de su vocación, Octavus rara vez dormía más que unas pocas horas al día, y siempre se despertaba sin que lo avisaran, aparentemente con energías renovadas. Por temprano que Paulinus llegara al
scriptorium
, siempre encontraba al chico trabajando. Una de las hermanas jóvenes o una novicia le llevaba la comida, evitando todo contacto con su obra. Tras esto, vaciaba la bacinilla y llevaba velas nuevas. Paulinus recogía las preciosas páginas ya acabadas, y cuando tenía el número suficiente hacía con ellas unos pesados y espesos libros con falsas cubiertas.
Cuando Octavus pasó de ser un niño a un jovencito, su cuerpo se alargó cual la masa caliente estirada por el panadero. Tenía las extremidades largas y flacas, casi como de goma, y la tez como la masa del pan, pálida, sin rastro de coloración. Incluso los labios los tenía blanqueados, tan solo con un leve rubor rosado. Si Paulinus no hubiera visto las gotas carmesí que caían de los cortes que se hacía en los dedos con el pergamino, habría supuesto que el chaval no tenía sangre en las venas.
Al contrario que la mayoría de los chicos, que cuando maduran pierden la delicadeza de su rostro, la mandíbula de Octavus no se hizo más cuadrada, y tampoco se le agrandó la nariz. Conservaba una fisonomía infantil que desafiaba toda explicación, pero al fin y al cabo su propia existencia desafiaba toda explicación. Su fino pelo seguía siendo color zanahoria. Cada mes, más o menos, Paulinus llamaba al barbero para que se lo recortara mientras escribía o, aún mejor, mientras dormía, y entonces aquellos mechones de pelo naranja cubrían el suelo hasta que una de las muchachas que le atendían los barría.
Las chicas, que tenían permiso para darle de comer y retirar sus desperdicios bajo el juramento de guardar el secreto, se sentían intimidadas por su callada belleza y su concentración absoluta, aunque había una novicia de quince años, descarada y picara, llamada Mary que a veces hacía infructuosos intentos para atraer su mirada tirando una copa o haciendo ruido con los platos.
Sin embargo, nada distraía a Octavus de su trabajo. Los nombres se apresuraban a salir de su pluma a la página a cientos, miles, decenas de millares.
A menudo, Paulinus y Josephus se quedaban frente a él y observaban el frenético arañar de su pluma como si aquello fuera un sueño. Aunque muchas de las entradas estaban escritas con el alfabeto romano, otras muchas no. Paulinus reconocía el árabe, el arameo, la caligrafía hebrea, pero había muchas otras que no era capaz de descifrar. El ritmo del chico era agitado y desafiaba la ausencia de tensión y urgencia en su rostro. Cuando la pluma se quedaba roma, Paulinus la sustituía por otra y el chico seguía haciendo sus letras pequeñas y apretadas. Aprovechaba tanto las páginas, que cuando terminaba eran más negras que blancas. Y cuando no quedaba más espacio, le daba la vuelta y seguía escribiendo, tal vez en aras de un sentido innato de la eficiencia o del ahorro. Octavus solo iba a por otra hoja cuando había rellenado las dos caras. Paulinus, que estaba artrítico y tenía un perpetuo nudo en el estómago, inspeccionaba cada una de las páginas completadas preguntándose si encontraría en ellas algún nombre que le interesara especialmente: Paulinus de Vectis, por ejemplo.
A veces Paulinus y Josephus hablaban de lo maravilloso que sería preguntarle al chico lo que pensaba acerca de su obra vital y que les ofreciera una explicación convincente. Pero eso habría sido como pedirle a una vaca que explicara qué significaba para ella su existencia. Octavus nunca cruzaba su mirada con la de ellos, jamás respondía a sus palabras, no mostraba emoción alguna ni hablaba. A lo largo de los años, los dos envejecidos monjes habían discutido con frecuencia el sentido del trabajo de Octavus en el contexto bíblico. Dios, el omnisciente y eterno, conoce todas las cosas del pasado y del presente, pero también del futuro; ambos coincidían en eso. Seguramente todos los acontecimientos del mundo estaban determinados por obra y fuerza de la visión de Dios, y daba la impresión de que el Creador había elegido al milagrosamente nacido Octavus como la pluma viviente que registrara lo que había de pasar.
Paulinus poseía una copia de los trece libros escritos por san Agustín, sus Confesiones. Los monjes de Vectis tenían en alta estima estos volúmenes, ya que san Agustín era para ellos un adalid espiritual, solo por detrás de san Benito. Josephus y Paulinus estudiaron minuciosamente aquellos volúmenes y casi podían oír al venerable santo hablarles a través del tiempo: «Dios decide el destino eterno de cada persona. Su destino depende de la elección del Señor».
¿No era acaso Octavus la prueba manifiesta de tal afirmación?
Al principio Josephus guardaba los libros encuadernados en cuero en una estantería de una pared de la celda de Octavus. Cuando el chico tenía diez años, ya había llenado diez voluminosos libros, por lo que Josephus construyó una segunda estantería. A medida que Octavus iba creciendo, su mano se volvía más rápida, y en los últimos años producía a un ritmo de diez libros al año. Cuando el número total de libros excedió los setenta y amenazaban con abarrotar su celda, Josephus decidió que aquellos libros debían tener un lugar propio.
El abad desvió a los obreros de otros proyectos de construcción en la abadía para comenzar una excavación en la parte más alejada de la bodega del
scriptorium
, al otro lado de la celda de Octavus. Los copistas que trabajaban en la sala principal de arriba se quejaron de los ruidos de las palas y los picos, pero a Octavus no le molestaba en absoluto el jaleo y seguía a lo suyo.
Con el tiempo, Josephus consiguió tener una biblioteca para la creciente colección de Octavus, una cámara de mampostería, fresca y seca. Ubertus supervisó personalmente los trabajos de albañilería; era consciente de que su hijo estaba detrás de aquella puerta cerrada, pero no tenía ningún interés en ver al chico. Ahora pertenecía al Señor, no a él.
Josephus seguía un estricto código de secretismo en lo que concernía a Octavus. Tan solo Paulinus y Magdalena conocían la naturaleza de su trabajo, y fuera de ese círculo interno solo las pocas chicas que le atendían tenían contacto directo con él. Evidentemente, en una pequeña comunidad como era la abadía, corrían rumores sobre misteriosos textos y sagrados rituales protagonizados por aquel joven, al cual la mayoría había dejado de ver cuando era un crío. No obstante, Josephus era tan amado y respetado, que nadie cuestionaba la piedad y corrección de sus acciones. Había muchas cosas en este mundo que los habitantes de Vectis no comprendían, y esa tan solo era una más. Confiaban en Dios y en Josephus para que los mantuviera a salvo y les mostrara el camino correcto hacia la santidad.
El 7 de julio era el decimoctavo cumpleaños de Octavus.
Comenzó el día aliviando su vejiga en una esquina y encaminándose directamente a su escritorio para mojar su pluma en la tinta por primera vez en el día. Continuó escribiendo en el mismo espacio en el que lo había dejado. Varios cirios grandes, que permanecían encendidos incluso cuando él dormía, descansaban sobre sus pesados candelabros de hierro y bañaban la habitación con su luz amarilla chisporroteante. Parpadeó para humedecer sus legañosos ojos y se puso a trabajar.
Un nuevo nombre.
Mors
. Otro nombre.
Natus
. Y así una y otra vez.
Por la mañana temprano, Mary, la novicia, golpeó la puerta, y sin esperar una respuesta que ya sabía no llegaría, entró en la celda. Era una chica del pueblo, natural de la parte del sur de Vectis que miraba hacia Normandía. Su padre era un campesino con demasiadas bocas para alimentar; tenía la esperanza de que su vivaracha hija tuviera mejor vida como sierva de Dios que como pobretona segadora de trigo. Ese era el cuarto verano que pasaba en la abadía. La hermana Magdalena la tenía por una moza aplicada, rápida aprendiendo los rezos, pero tal vez con demasiado buen humor para su gusto. Era alegre y dada a comportarse de manera juguetona con sus compañeras novicias, como por ejemplo esconderles las sandalias o meterles bellotas en la cama. A no ser que su decoro mejorara, Magdalena tenía serias dudas de admitirla en la orden.
Mary le llevó una comida frugal en una bandeja: pan moreno y un trozo de panceta. Al contrario que las otras chicas, que se mostraban temerosas y nunca se dirigían a Octavus, ella le hablaba rápido, como si se tratara de cualquier otro joven. Ahora estaba frente a su escritorio intentando captar su atención. Su pelo castaño todavía era largo y lacio y se dejaba ver a través de su velo. Si llegaba a convertirse en hermana se lo cortarían, algo que ansiaba y al mismo tiempo temía. Era alta y de huesos robustos, desgarbada como un potrillo, guapa, con las mejillas siempre rojas como manzanas.
—Bueno, Octavus, hoy tenemos una preciosa mañana de verano, por si te interesa saberlo.
Le puso la bandeja sobre el escritorio. A veces Octavus ni tan siquiera tocaba la comida, pero ella sabía que le apasionaba la panceta. Puso la pluma sobre la mesa y empezó a masticar el pan y la carne.
—¿Sabes por qué hoy tienes panceta? —le preguntó. Comía con avaricia, mirando fijamente al plato—. ¡Porque hoy es tu cumpleaños! ¡Esa es la razón! —exclamó—. ¡Has cumplido dieciocho años! Si hoy quieres tomarte un buen descanso, dejar la pluma a un lado y darte un paseo al sol, yo se lo diré, y seguro que te lo permiten.