La Biblioteca De Los Muertos (42 page)

Read La Biblioteca De Los Muertos Online

Authors: Glenn Cooper

Tags: #Misterio y suspense

BOOK: La Biblioteca De Los Muertos
11.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

El chillido de Kerry penetró el velo.

—¡Mark! ¡Gina te está haciendo una pregunta!

—Perdón. ¿Qué?

—Te preguntaba que para cuándo la queréis.

—Pronto —dijo él en voz baja—. Cuanto antes.

—¡Genial! Usaremos eso como motor de compra. ¿Y decías que querías cerrar la operación al contado?

—Eso es.

—¡O sea que lo tenéis clarísimo! —dijo la agente con entusiasmo—. Cuando viene gente de fuera, lo único que quieren ver es Beverly Hills, Bel Air o Brentwood, las tres bes, pero vosotros sois listos y decididos. ¿Sabíais que con esa actitud agresiva las colinas de Hollywood son el único valor de lujo en Los Ángeles con la horquilla de precios que me habéis dicho? ¡Vamos a pasar una tarde total!

Mark no contestó, así que las mujeres retomaron su conversación y lo dejaron en paz. Cuando el coche comenzó su ascenso por la cordillera sintió la presión del asiento en su espalda. Al cerrar los ojos se encontraba ya en la parte de atrás del coche de su padre, en dirección a White Mountains, a la cabaña que alquilaban en Pinkham Notch. Sus padres mantenían una aburrida charla sobre esto y lo de más allá y él estaba en su mundo, con los números bailando en su cabeza, intentando hacer de ellos un principio de teorema. Cuando el teorema afloraba y su mente comenzaba a iluminarse con el «Demostrado», le invadía una ola de alegría que anhelaba poder recuperar en este momento.

El Mercedes caracoleaba en carreteras estrechas y sinuosas y entre casas ocultas tras verjas y setos. Se detuvo detrás de una de esas omnipresentes camionetas de arreglo de jardines que habían adelantado, y cuando Mark abrió la puerta le llegó la onda expansiva del calor infernal y el rugido de un soplador de hojas. Kerry salió disparada hacia la verja; en la mano llevaba una hoja con un listado. Parecía una niña que va a jugar a la comba.

—¡Qué mona es! —dijo la agente inmobiliaria—. Chicos, más vale que os lo toméis con calma. ¡Tenemos un montón de citas programadas!

El motor de Frazier se alimentaba de café y adrenalina, y si podía persuadir a alguien del equipo médico para que le diera anfetaminas también las metía en el saco. Las instalaciones estaban ahora en modo «día normal», llenas hasta arriba de empleados que hacían su trabajo técnico habitual. Por otra parte, él tenía entre manos algo irregular y sin precedentes: conjugaba una investigación interna y tres operativos con la consulta constante de los masters que había hecho en Washington.

Uno de los operativos estaba en Nueva York, encargándose de lo de Will Piper; el segundo, en Los Ángeles, en modo «por si las moscas», por si acaso Mark Shackleton se materializaba en California; el tercero, en Las Vegas, trabajando en el asunto de Nelson Elder. Todos sus hombres habían sido antes militares. Algunos habían servido en los grupos de entrenamiento de la CÍA en Oriente Próximo. Eran eficientes hijos de puta que actuaban con frialdad a pesar del pánico impotente del Pentágono.

Ya no le tenía tanta manía a Rebecca Rosenberg, a pesar de que sus hábitos alimentarios le daban asco, eran un reflejo de su falta de disciplina personal. La observaba tragar turrón y caramelo toda la noche, y le parecía que la veía convertirse en una bola delante de sus ojos. Su papelera siempre estaba llena de envolturas y además Rebecca era fea como un demonio, pero estaba llegando a la conclusión, con reticente admiración, que no era sólo una cretina, sino que se había ganado el derecho de ser una cretina muy molesta: había penetrado en las defensas de Shackleton poco a poco y lo había puesto completamente al descubierto.

—Mira esto —dijo ella cuando pasó por allí—. Más cosas sobre Peter Benedict. Tenía una línea de crédito con ese nombre en el casino Constellation, y también hay una tarjeta Visa a nombre de Peter Benedict. La usó poco, pero había unas cuantas transacciones con la Asociación de Escritores de América. Para registrar guiones o algo así.

—Dios santo, un puto escritor. ¿Puedes entablar contacto con ellos?

—¿Te refieres a que entre en su sistema? Sí, probablemente. Pero hay más.

—Suéltalo.

—Hace un mes abrió una cuenta en las islas Caimán. Empezó con una transferencia de cinco millones de dólares de Nelson G. Elder.

—Joder. —Tenía que llamar a DeCorso, el jefe del equipo de Las Vegas.

—Probablemente sea el mejor programador que hemos tenido nunca —dijo maravillada—. Un lobo vigilando corderos. —¿Cómo haría para sacar la información al exterior?

—Todavía no lo sé.

—Vamos a tener que pasar por la pantalla a todos los empleados —dijo él—. En plan forense.

—Lo sé.

—Tú incluida. Rosenberg le lanzó una mirada de «no me jodas» y le dio un dólar.

—Anda, sé bueno y tráeme otra chocolatina.

—Después de que llame al maldito secretario.

Harris Lester, secretario de la Marina, tenía una oficina presidencial en las profundidades del Pentágono, en el anillo C, lo más lejos del aire fresco que podía hallarse cualquier espacio interior del complejo. Su camino hacia el altar de la política era de lo más típico: servicio en la Marina en Vietnam, años en el equipo de gobierno de Maryland, congresista durante tres legislaturas, vicepresidente de la división de sistemas de la Northrop Grumman, la empresa de sistemas de inteligencia, vigilancia y reconocimiento que ejecuta las misiones del Departamento de Defensa y, finalmente, hacía un año y medio, citación del recién elegido presidente para ser secretario de la Marina.

Era un burócrata preciso y con aversión al riesgo, odiaba las sorpresas tanto en lo personal como en lo profesional, así que su reacción ante la reunión para la que le citaba su jefe, el secretario de Defensa, en Área 51, estuvo a medio camino entre la conmoción y la irritación.

—¿Qué es esto, algún tipo de iniciación en una hermandad, señor secretario?

—¿Tengo pinta de ser un maldito hermano mayor? —ladró el secretario de Defensa—. Esto es un lío de los gordos, y por tradición le compete a la Marina, así que te compete a ti, y que Dios te ayude si bajo tu mando se produce alguna filtración.

La camisa de Lester estaba tan almidonada que cuando se sentó ante su escritorio crujió. Se alisó la corbata de rayas negras y plateadas y se pasó la mano por lo que le quedaba de pelo para que todos los mechones estuvieran en la misma dirección; luego se puso sus gafas de leer sin montura. Su secretaria le llamó por el intercomunicador antes de que le diera tiempo a abrir la primera carpeta.

—Malcolm Frazier le llama desde Groom Lake, señor secretario. ¿Se lo paso?

Casi sentía el ácido chorreando en su estómago. Esas llamadas lo estaban matando, pero no podía delegarlas. Ese asunto le competía, debía tomar decisiones. Le echó un vistazo al reloj: ahí fuera estaban ya en mitad de la noche. El momento perfecto para las pesadillas.

El Mercedes llegó a su cita ya bien entrada la tarde. Aparcaron en una entrada semicircular de una propiedad de estilo mediterráneo.

—¡Yo creo que os vais a quedar con esta! —exclamó la agente, con una energía sin límites—. He guardado lo mejor para el final.

Kerry estaba aturdida pero contenta. Se retocó el pelo mirándose en el espejo de la polvera y dijo con aire soñador:

—Me encantan todas.

Mark arrastró sus pies tras ellas. Les esperaba un agente de ventas con pinta de remilgado que señalaba su reloj de pulsera a modo de amonestación.

Esto le recordó a Mark que tenía que mirar el suyo.

Nelson Elder estaba haciendo el recorrido con el subdirector de marketing de la organización Wynn, el jefe de bomberos de la ciudad y el director de una compañía local de aparatos médicos. No se le daba mal el golf, tenía un hándicap de catorce golpes, pero ese partido le iba fenomenal y se sentía eufórico. Había presentado una tarjeta de cuarenta y un golpes, el mejor nueve que había hecho en años.

Los recién regados caminos de hierba bermuda lucían el color de las esmeraldas húmedas ante el marrón del desierto. En los
greens
de hierba agrostis, la bola rodaba que daba gusto, así que, Dios mediante, era imposible hacerlo mal. Aunque había agua en abundancia en el recorrido, él estaba consiguiendo mantener la bola seca y recta. El sol danzaba repelido por la superficie vidriada del hotel Wynn, que se alzaba sobre el club de campo, y mientras descansaba en el carrito, bebiendo té helado y escuchando el fluir de un riachuelo artificial, Elder se sintió más satisfecho y tranquilo de lo que había estado desde hacía mucho tiempo.

A Kerry aquella mansión mediterránea de Hollyridge Drive la estaba volviendo loca. Corría de una gloriosa habitación a otra —cocina de diseño, salón a un nivel más bajo, comedor para banquetes de sociedad, biblioteca, sala de audiovisuales, bodega, un dormitorio principal gigantesco acompañado de otros tres dormitorios— gritando: «¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!», mientras la de la agencia la seguía, zalamera: «¡Te lo había dicho! Está todo reformado. Fíjate en los acabados».

Mark no tenía estómago para tanto. Se dirigió hacia el patio bajo la mirada suspicaz del agente de ventas y se sentó junto a las espumosas aguas de la piscina con cubierta automática. El patio estaba flanqueado de gayubas y los colibríes, se posaban en sus delicadas flores celestes. A sus pies se extendía el inmenso cañón, la cuadrícula de las calles era imperceptible a la luz vespertina.

Por encima de su hombro, sobre la línea superior del tejado, en lo más alto de un risco distante, se veían las letras de HOLLYWOOD. Eso era lo que él quería, se dijo con pesar, lo que soñaba que haría cuando fuese escritor, sentarse junto a la piscina, en las colinas, bajo aquel letrero. Pero ahora pensaba que aquello no duraría más de cinco minutos.

Kerry cruzó corriendo el umbral de las puertas francesas y casi llora con las vistas.

—Mark, esta casa me encanta. ¡Me encanta, me encanta, me encanta!

—Le encanta —añadió la agente de compra, que venía detrás de ella.

—¿Cuánto? —preguntó Mark, imperturbable.

—Piden tres cuatrocientos, y creo que es un buen precio. Por lo menos se han gastado un millón y medio en remodelaciones...

—Nos la quedamos. —Se le veía impasible.

—¡Mark! —gritó Kerry. Le echó los brazos al cuello y le plantó un montón de besos.

—Bien, con esto haces inmensamente felices a dos mujeres —dijo la ambiciosa agente inmobiliaria—. Kerry me ha contado que eres escritor. ¡Pues diría que vas a escribir un montón de guiones magníficos sentado junto a esta preciosa piscina! ¡Voy a remitir vuestra oferta y esta noche os llamo al hotel!

Kerry estaba tomando fotos con el teléfono móvil. Mark no cayó en ello de inmediato, pero cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo se levantó de un salto y le arrebató el teléfono de las manos.

—¿Has hecho más fotos antes?

—¡No! ¿Por qué?

—¿Acabas de encender el teléfono?

—Sí. ¿Qué problema hay?

Mark lo apagó.

—Te queda poca batería y el mío ya no tiene. Intento ahorrar por si acaso necesitamos hacer alguna llamada —dijo mientras se lo devolvía.

—Vale, tonto. —Le miró con cara de reproche, como si dijera: «No vuelvas a ponerte raro»—. ¡Ven conmigo a verla por dentro! ¡Estoy tan contenta!

Frazier estaba dormitando sobre su escritorio cuando uno de sus hombres le dio un golpecito en el hombro. Se despertó con un hondo ronquido.

—Ha llegado señal desde el teléfono de Hightower. Fue muy rápida, encender y apagar.

—¿Dónde están?

—Zona este de Hollywood Hills. Frazier se pasó la mano por su mejilla sin afeitar. —Muy bien, eso ha sido un golpe de suerte. Tal vez haya otro. ¿En qué situación está DeCorso?

—En posición y esperando autorización.

Frazier volvió a cerrar los ojos.

—Despiértame cuando llamen del Pentágono.

Elder estaba ensayando su primer golpe en el hoyo dieciocho. Como telón de fondo del
green
había una cascada con una caída de once metros, una forma espléndida de acabar el partido.

—¿Qué opinas tú? —preguntó al ejecutivo de Wynn—. ¿Un driver?

—Sí, sí, deja jugar también a los grandes. Llevas todo el día machacándonos.

—¿Sabes? Si cierro este con par, será el mejor partido que haya jugado nunca.

Al oír esto, el jefe de bomberos y el subdirector se acercaron un poco más para ver la trayectoria de la bola.

—¡Por el amor de Dios! ¡No lo estropees ahora! —gritó el tipo de Wynn.

El movimiento del palo en el swing fue lento y perfecto, y cuando el arco alcanzó su punto álgido —justo un momento antes de que una bala atravesara el cráneo de Elder y salpicara al cuarteto con sangre y trozos de cerebro—, pensó que la vida era demasiado bonita.

DeCorso confirmó el asesinato a través de la mira telescópica de su fusil de francotirador, desmontó el arma eficientemente, la tiró dentro de una bolsa para trajes y salió de aquella habitación en la planta undécima de un hotel con magníficas vistas al inmaculado campo de golf.

Cuando volvieron a la suite del hotel, Kerry quería hacer el amor, pero él no se veía en condiciones de poder hacerlo. Declinó la oferta, echándole la culpa al sol, y se escabulló hasta la ducha. Ella, demasiado excitada para parar de hablar, siguió con el parloteo a través de la puerta, en tanto que Mark dejaba que la potente ducha ahogara el sonido de sus sollozos.

La agente inmobiliaria le había dicho a Kerry que el Cut, el restaurante del hotel, estaba de muerte, un comentario que a él le hizo estremecerse. Le suplicó que la llevara a cenar allí, y cualquier cosa que ella pidiera, él estaba dispuesto a dársela, aunque lo que deseaba con toda su alma era quedarse escondido en su habitación.

Estaba despampanante con su vestido rojo, así que cuando entraron en el local, la gente se giró para ver si se trataba de alguna famosa. Mark llevaba consigo su maletín, por lo que todas las apuestas se decantaban por una actriz que se reunía con su agente o su abogado. Estaba claro que ese tipo tan flacucho era demasiado feo para ser su pareja, a no ser, claro está, que estuviera podrido de dinero.

Se sentaron a una mesa junto a una ventana, bajo un enorme tragaluz; a la hora del postre la luz de la luna inundaría la sala.

Ella solo quería hablar de la casa. Era un sueño hecho realidad; no, mucho más que eso, porque, según exclamó, nunca había soñado que un sitio como aquel pudiera existir. Se elevaba tanto en las alturas que daba la sensación de que uno estaba en una nave espacial, como el ovni que ella había visto cuando era pequeña. Parecía una niña con tantas preguntas... cuándo dejaría el trabajo, cuándo se mudarían, qué clase de muebles comprarían, cuándo podría empezar las clases de interpretación, cuándo se pondría él a escribir. Mark se encogía de hombros o respondía con monosílabos y miraba por la ventana, y ella volaba hasta el siguiente pensamiento.

Other books

Peter Selz by Paul J. Karlstrom
The Dragons of Noor by Janet Lee Carey
Stable Manners by Bonnie Bryant
Plague by Michael Grant
One Battle Lord’s Fate by Linda Mooney