—Ha llamado a Laura.
Will estaba confundido.
—¿Quién la ha llamado?
—Mark Shackleton.
La línea quedó muda.
—¿Will?
—¿Que ese hijo de puta ha llamado a mi hija? —Estaba furioso.
—Dijo que lo había intentado con tus otros números de teléfono y que la única forma de contactar era Laura. Quiere verte.
—Puede entregarse a las autoridades donde quiera.
—Tiene miedo. Dice que eres el único en quien puede confiar.
—Ya estoy a menos de mil kilómetros de Las Vegas. Puede confiar en que voy a cargármelo por haber llamado a Laura.
—No está en Las Vegas. Está en Los Ángeles.
—Cielos, quinientos kilómetros más. ¿Qué más ha dicho?
—Que no ha matado a nadie.
—Increíble. ¿Algo más?
—Que lo siente.
—¿Dónde puedo encontrarle?
—Quiere que vayas a una cafetería de Beverly Hills mañana a las diez. Tengo la dirección.
—¿Estará él allí?
—Eso dijo.
—Muy bien, si sigo yendo a este ritmo y duermo ocho horitas en alguna parte, tendré tiempo suficiente para tomarme un buen café con mi viejo amigo.
—Estoy preocupada por ti.
—Pararé a descansar. Me duele un poco el culo pero estoy bien. El coche de tu abuela no lo hicieron para correr ni para estar cómodo.
Oírla reír le puso contento.
—Escucha, Nancy, lo que te dije ayer...
—Esperemos a que todo esto acabe —le interrumpió ella—. Más vale que hablemos de eso cuando estemos juntos.
—Vale —aceptó él de inmediato—. Ten el móvil cargado. Eres mi salvavidas. Dame la dirección.
Frazier no había ido a su casa desde que empezó la crisis ni había dejado que sus hombres abandonaran el centro de operaciones. No parecía que el final estuviera próximo. La presión desde Washington era intensa y reinaba la frustración. Reprochó duramente a sus hombres que habían tenido a Shackleton en sus manos y que un mierda sin instrucción había conseguido escapar de las garras de algunos de los hombres con mejor entrenamiento táctico del país. Frazier se había quedado con el culo al aire y eso no le gustaba nada.
—Aquí lo que hace falta es un gimnasio —se quejó uno de sus hombres.
—Esto no es un balneario —le soltó Frazier.
—Una pera de boxeo nos iría bien. Podríamos colgarla en una esquina —añadió otro desde su terminal.
—¿Queréis darle puñetazos a algo? Venid aquí y probad conmigo —gruñó Frazier.
—Yo lo único que quiero es encontrar a ese capullo y marcharme a casa —dijo el primero que había hablado.
Frazier le corrigió.
—Son dos capullos: nuestro hombre y el mamón ese del FBI. Tenemos que coger a los dos.
Sonó la línea directa con el Pentágono y el que había propuesto lo de la pera de boxeo contestó al teléfono y se puso a tomar notas. Por su lenguaje corporal, Frazier adivinó que algo se estaba fraguando.
—Malcolm, tenemos algo. Las escuchas de la Agencia de Inteligencia de Defensa han captado una llamada a la hija del agente Piper.
—¿De quién? —preguntó Frazier.
—Shackleton.
—No me jodas...
—Están bajando las coordenadas de intersección. Las tendremos en un par de minutos. Shackleton quiere verse con Piper en una cafetería de Beverly Hills mañana por la mañana.
Frazier aplaudió y gritó:
—¡Dos pájaros de un puto tiro! Gracias, Señor. —Y comenzó a pensar—: ¿Alguna llamada saliente? ¿Cómo le ha pasado la información?
—No ha habido llamadas desde la línea de su casa ni del móvil desde que se hizo esa.
—Vale. Ella está en Georgetown, ¿verdad? Pues apuntad a todos los teléfonos públicos en un radio de tres kilómetros del lugar donde vive y comprobad las llamadas recientes a otras cabinas o a móviles de prepago. Y averiguad si tiene compañeros de piso o novio y conseguid los registros de llamadas. Quiero ver la cruz del punto de mira en la frente de Piper.
En Los Ángeles era ya media tarde y el calor empezaba a disiparse. Mark se quedó todo el día en su bungalow con el cartel de no molestar en la puerta. Ayunó, en un acto de desagravio hacia Kerry, pero al comenzar la tarde se sintió mareado y no le quedó más remedio que asaltar el surtido de aperitivos y galletas del bar. En cualquier caso —razonó—, lo que le había pasado estaba escrito, así que en realidad él no tenía la culpa, ¿o sí? Este pensamiento consiguió que se sintiera un poco mejor, así que se abrió una cerveza. Se bebió otras dos con una velocidad pasmosa y luego se pasó al vodka.
Su bungalow tenía un pequeño jardincito escondido tras aquellas paredes salmón con falsos arcos a la italiana. Se aventuró a salir con la botella, se sentó en una tumbona y la reclinó. En el aire reinaban los exóticos aromas de las flores tropicales. Dejó que le venciera el sueño, y cuando despertó el cielo estaba ya oscuro y empezaba a hacer frío. Tiritó en aquel aire nocturno y se sintió más solo que nunca.
En el desierto de Mojave la temperatura era de cuarenta y siete grados centígrados a primera hora de la mañana del sábado, así que cuando Will paró en el arcén y salió del coche para orinar, pensó que se convertiría en un caso de combustión espontánea. Rezó para que el viejo Taurus arrancara de nuevo y lo hizo. Conseguiría llegar a Beverly Hills con tiempo de sobra.
En el centro de operaciones de Área 51 Frazier veía la singladura electrónica de Will como un punto amarillo sobre un mapa de una vista tomada por satélite. La última señal de su teléfono móvil venía de una torre de Verizon, a unos ocho kilómetros de Needles, en la interestatal 40. A Frazier le gustaba limitar las variables operacionales y eliminar las sorpresas, así que la visión del ojo de halcón digital le resultaba reconfortante.
Llegar hasta el teléfono de prepago de Will fue una tarea de rastreo para principiantes. Un equipo de la Agencia de Inteligencia de Defensa de Washington (AID) estableció que el apartamento de Laura estaba alquilado por un hombre llamado Greg Davis. El viernes por la noche el teléfono de Greg Davis había recibido y hecho llamadas a un teléfono de prepago localizado en White Plains, Nueva York. Ese mismo teléfono solo había hecho y recibido llamadas de otro número desde el momento en que lo habían activado, un número que correspondía a otro teléfono de la misma compañía que estaba recorriendo Arizona en dirección oeste la noche del viernes.
Llegar hasta Nancy Lipinski, la compañera de Will en el FBI, que vivía en White Plains, fue un juego de niños. Los que hacían las escuchas de la AID pusieron ambos teléfonos bajo vigilancia y se lo dieron todo hecho a Frazier, envuelto y con un lacito, como un regalo de Navidad. Sus hombres irían a la cafetería Sal and Tony y disfrutarían de un buen desayuno mientras él se dedicaba a observar cómo el puntito amarillo de Will avanzaba hacia el oeste a ciento treinta kilómetros por hora y a contar las horas que quedaban para que terminara toda aquella tortura.
Will entró en Beverly Hills justo antes de que dieran las siete de la mañana y pasó con el coche por delante de la cafetería. El tráfico hacia North Beverly era inexistente. A esa hora toda la ciudad parecía un pueblecito somnoliento. Aparcó en una calle paralela, Canon Drive, puso la alarma de su teléfono a las nueve y media y se quedó dormido de inmediato.
Cuando apagó la alarma, la calle bullía de actividad y en el coche empezaba a hacer un calor agobiante. Su primer asunto en la lista era encontrar unos servicios públicos para las abluciones matinales. Una manzana más allá había una gasolinera. Cogió su bolsa de viaje, salió del coche y oyó un ruido, el golpe de su teléfono de prepago al chocar contra la acera. Maldijo su suerte, lo recogió y volvió a metérselo en el bolsillo de los pantalones.
En ese momento la señal de la pantalla de Will que monitorizaban en el centro de operaciones desapareció. Frazier se alarmó y despotricó hasta que se calmó.
—Todo irá bien —concluyó—. Lo tenemos donde queremos. En media hora todo esto será historia.
Sal and Tony era una cafetería muy frecuentada. Lugareños y turistas abarrotaban las mesas y los reservados. Olía a tortitas, café y sofrito, y cuando Will llegó unos minutos antes de la hora prevista el ruido de las conversaciones asaltó sus oídos.
La camarera de sala le saludó con voz grave de fumadora.
—¿Cómo va eso, querido? ¿Estás solo?
—He quedado con alguien. —Miró alrededor—. No creo que haya llegado todavía. —Se suponía que Shackleton estaría en la puerta de atrás, junto al teléfono público, a las diez.
—Seguro que no tarda. En un par de minutos tendréis una mesa lista.
—Tengo que ir a llamar por teléfono —dijo Will. —Ya te avisaré.
Will inspeccionó la sala desde la parte trasera del restaurante, saltó mentalmente de mesa en mesa e hizo una radiografía de los clientes. Un anciano con bastón junto a su mujer... gente del lugar. Cuatro jóvenes bien vestidos... representantes. Tres mujeres fofas y pálidas con viseras de Rodeo Drive... turistas. Seis mujeres coreanas... turistas. Un padre y su hijo de seis años... visita de divorciado. Una pareja de veinteañeros resacosos y con los vaqueros destrozados... lugareños. Dos hombres de mediana edad y una mujer con camisas Verizon... trabajadores.
Y luego estaban esos cuatro de la mesa del centro de la sala que hacían que las manos le sudaran. Cuatro hombres en la treintena cortados por el mismo patrón. Pulcros, con el pelo recién cortado y en forma (le bastaba verles el cuello para saber que hacían pesas). Ponían tanto empeño en parecer despreocupados, con sus camisas holgadas y sus pantalones color caqui, que sobreactuaban hasta cuando se pasaban la mantequilla. Uno de ellos tenía una sospechosa riñonera sobre la mesa.
Ninguno miró en su dirección, así que él hizo como que no les miraba. Movió los pies y se puso a esperar junto al teléfono, manteniéndolos en su campo visual. Chicos de agencia; no sabía de cuál. Todo le decía que abortara el plan, que saliera por la puerta de atrás y siguiera su camino. Pero entonces, ¿qué? Tenía que encontrar a Shackleton, y esa era la única manera. Tendría que lidiar con los forzudos. Cada vez que respiraba, sentía el peso de la pistola contra las costillas.
Una chispa de electricidad recorrió el cuerpo de Frazier cuando Will Piper volvió a aparecer en su monitor. Uno de sus hombres llevaba un aparato de seguimiento en la riñonera, y en el monitor aparecía apoyado en una pared junto a un teléfono público.
—Muy bien, DeCorso, esto pinta bien —dijo Frazier al micrófono de su intercomunicador—. Le tengo. —Apretó la mandíbula. Quería ver al segundo objetivo en la pantalla, quería dar la señal de ataque y observar cómo sus hombres los derribaban y los empaquetaban para un envío urgente.
Will estudió sus opciones. Imitó lo mejor que pudo un paseo casual y entró en el baño de caballeros para echar un vistazo. No había ventanas. Se echó un poco de agua fría en la cara y se secó. Todavía faltaban varios minutos para las diez. Salió del baño y se dirigió hacia la puerta trasera. Quería ver si alguno de ellos hacía un movimiento y, más importante, explorar los alrededores. Había un callejón entre Beverly y Canon que comunicaba los edificios de ambas calles. Vio las puertas traseras de una librería, un autoservicio, un salón de belleza, una zapatería y un banco, todo ello a tiro de piedra. A su izquierda el callejón se abría hasta el aparcamiento de uno de los edificios comerciales de Canon Drive. Había vías peatonales que podían llevarle en dirección norte, sur, este u oeste. Se sintió un poco menos atrapado y volvió adentro.
—¡Ahí estás! —gritó la camarera desde la entrada—.Tu mesa está lista.
La mesa para dos estaba cerca de la ventana, pero se veía el teléfono perfectamente. Eran las diez en punto. Los hombres de la mesa del medio habían pedido más café.
Al auricular de DeCorso, el jefe del grupo —rapado, espesas cejas negras y brazos gruesos e hirsutos—, llegaban las protestas de Frazier: «Ya es la hora. ¿Dónde coño está Shackleton?».
Desde su monitor, Frazier vio que Will se servía café de una jarra y lo removía tras echarle la leche.
Pasaron cinco minutos.
Will estaba hambriento, así que pidió de comer. Diez minutos.
Devoró los huevos con beicon. Los hombres que estaban en la mesa del medio se hacían los remolones.
A las diez y diez ya empezaba a pensar que Shackleton estaba jugando con él. Las tres tazas de café se cobraban su peaje; se levantó para usar el baño de caballeros. Dentro solo estaba el anciano del bastón, que se movía como un caracol. Cuando Will terminó con lo suyo, salió y se fijó en el tablón de anuncios que había junto al teléfono público. Era un batiburrillo de tarjetas comerciales, anuncios de apartamentos en alquiler y gatos perdidos. Había visto el tablón antes pero no le había prestado atención.
¡La tenía delante de la cara!
Una cartulina de diez por quince, el tamaño de una postal.
Un ataúd dibujado a mano, el ataúd del Juicio Final, y las palabras: «Hotel Bev. Hills, Bung. 7».
Will tragó saliva y actuó por puro impulso.
Arrancó la postal del tablón y salió disparado por la puerta de atrás hacia el callejón.
Frazier reaccionó antes que los hombres que había en el local.
—¡Se larga! ¡Maldita sea, se larga!
Los cuatro hombres saltaron de sus asientos y fueron tras él, pero el viejo anciano salía en ese momento del servicio y les bloqueó el camino. Fue imposible ver las imágenes de vídeo ya que la cámara que había en la bolsa se zarandeaba arriba y abajo, pero Frazier vio alguna imagen del viejo y gritó:
—¡No os retraséis! ¡Se os escapa!
DeCorso levantó al hombre con un abrazo de oso y volvió a depositarlo en el servicio de caballeros mientras sus compañeros se precipitaban hacia la puerta. Cuando llegaron al callejón, estaba desierto. DeCorso envió a dos hombres hacia la izquierda y a otros dos hacia la derecha.
Lo buscaron frenéticamente. Registraron el callejón, recorrieron las tiendas y los edificios de las calles Beverly y Canon, miraron bajo los coches aparcados. Los gritos de Frazier en los auriculares de DeCorso eran tales que el hombre le rogó:
—Por favor, Malcolm, mantén la calma. No puedo seguir el operativo con tanto grito.
Will estaba dentro del lavabo del salón de belleza Via Véneto, en la puerta contigua a la cafetería. Se quedó allí quieto diez minutos, subido al váter, con la pistola en la mano. Alguien entró poco después de que él llegara pero se fue de allí sin usar las instalaciones. Soltó el aire de sus pulmones y aguantó en aquella incómoda postura.