La Biblioteca De Los Muertos (47 page)

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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Misterio y suspense

BOOK: La Biblioteca De Los Muertos
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—Porque te doy mi palabra de honor. Mira, si los dos tenemos la clave, hay más posibilidades de que pueda usarla como palanca en caso de que nos separemos. Es el movimiento adecuado.

—Pitágoras.

—¿Mande?

—El matemático griego, Pitágoras.

—¿Se supone que eso tiene algún significado? Antes de que Mark pudiera contestar, Will escuchó un crujido procedente del patio y desenfundó su pistola.

La puerta principal y la del patio se abrieron al mismo tiempo.

De repente la habitación se llenó de gente.

Para el que participa en él, un tiroteo cuerpo a cuerpo parece no acabar nunca, pero para un observador externo como Frazier, que recibía una señal con el sonido, todo había terminado en menos de diez segundos.

DeCorso vio el arma de Will y empezó a disparar. La primera tanda pasó zumbando junto a su oreja.

Will se zambulló en la alfombra naranja, devolvió los disparos desde una posición baja y le alcanzó en el pecho y el abdomen —grandes masas corporales— apretando el gatillo todo lo rápido que podía. En acción solo había disparado su arma una vez antes, en un área de servicio de Florida con muy mala pinta, en su segundo año como ayudante del sheriff. Aquel día cayeron dos hombres. Fue más fácil que acertar a las ardillas.

DeCorso fue el primero en caer; hubo un momento de desconcierto entre sus hombres. Las pistolas de los vigilantes llevaban silenciador, así que cuando las balas penetraron en la madera, los muebles y la carne, no hicieron pum sino zas. Por el contrario, la pistola de Will tronaba cada vez que apretaba el gatillo, y Frazier hizo una mueca de dolor por cada una de ellas, dieciocho petardazos en total, hasta que la habitación se quedó en silencio.

Una humareda azul abrasadora y el acre olor de la pólvora llenaban la habitación. Will oía una vocecita que gritaba histérica en unos auriculares que había en el suelo, separados del hombre que los había llevado.

Por todos lados, el color de la sangre desentonaba con los tonos pastel de la suite. En el suelo había cuatro intrusos, dos gimiendo y dos en silencio. Will se puso de rodillas y luego, tambaleándose, consiguió ponerse en pie; parecía que tuviera las piernas de goma. No sentía dolor, pero había oído que la adrenalina puede enmascarar temporalmente una herida muy grave. Miró a ver si tenía sangre, pero estaba limpio. Después vio los pies de Mark detrás del sofá y se arrastró para ayudarle a levantarse.

«Dios santo —pensó al verlo—. Dios santo.» En la cabeza tenía un agujero, del tamaño del tapón de una botella de vino, que desbordaba sangre y masa cerebral, y él estaba balbuceando y le salían secreciones por la boca.

¿Y era un FDR?

Will pensó en ese pobre hijo de puta viviendo en ese estado durante como mínimo dieciocho años y se encogió de hombros, luego cogió el maletín de Mark y salió por la puerta como una flecha.

1 de agosto de 2009, Los Ángeles

Will intentaba ser invisible. La gente corría y lo pasaba de largo, se dirigían hacia el bungalow. Dos guardias de seguridad del hotel con chaqueta azul lo apartaron del camino a codazos. El avanzaba despacio, impasible, en la dirección opuesta, hacia los jardines del hotel; un hombre con un maletín que temblaba bajo su traje.

Cuando las puertas del edificio se cerraron tras él, oyó unos gritos amortiguados que provenían de la zona del bungalow. Estaban a punto de desatarse todos los infiernos. Las sirenas se acercaban. «En los distritos de postín los tiempos de respuesta son rápidos», pensó. Necesitaba tomar una decisión. Podía intentar llegar hasta el coche o quedarse donde estaba y esconderse a la vista de todos. Esa táctica le había funcionado en el salón de belleza, así que decidió que eso haría; además, temblaba demasiado para hacer mucho más.

El mostrador de recepción era un caos. Los huéspedes estaban dando parte del tiroteo, se estaban llevando a cabo los protocolos de seguridad. Miró por la puerta entreabierta de la habitación 315 y vio a una chica de la limpieza pasando la aspiradora.

—¡Hola! —dijo de la manera más despreocupada que pudo. La chica sonrió.

—Buenos días, señor. Enseguida acabo.

Había maletas y ropa de hombre en el armario.

—He vuelto pronto de una reunión —dijo Will—.Tengo que hacer una llamada.

—No se preocupe, señor. Llame al servicio de habitaciones cuando quiera que vuelva.

Estaba solo.

Miró por la ventana que daba al jardín y vio a la policía y los servicios médicos. Se dejó caer en una silla y cerró los ojos. No sabía de cuánto tiempo disponía. Tenía que pensar rápido.

Había vuelto a la barca de pescar de su padre, Phillip Weston Piper, que estaba poniéndole un cebo al sedal en silencio. Siempre había pensado que era un nombre muy altisonante para un hombre de manos recias y piel carcomida por el sol que se había ganado la vida deteniendo borrachos y poniendo multas de velocidad. Su abuelo había sido profesor de Estudios Sociales en el instituto de Pensacola y puso grandes esperanzas en ese hijo recién nacido, así que pensó que con un nombre pijo se comería el mundo. Era un factor discutible. Su padre se convirtió en un juerguista pendenciero con más alcohol que sangre en las venas, un matón miserable que había sometido a su madre a una constante metralla de malos tratos.

Aun así, como padre era medio decente, y a pesar de ser taciturno a más no poder Will siempre había tenido la sensación de que se esforzaba en hacer lo correcto por su hijo. Tal vez la relación entre ellos habría mejorado si Will hubiera sabido que su padre moriría durante su último año de estudios. Tal vez entonces habría hecho el primer movimiento para tener una conversación con el viejo y averiguar qué pensaba de su vida, de su familia, de su hijo. Pero esa conversación había quedado enterrada junto a Phillip Weston Piper, y él tendría que pasar por la vida sin ella.

Will nunca pensaba demasiado en religión ni en filosofía. Su trabajo estaba relacionado con el trabajo de la muerte, y su enfoque en la investigación de los asesinatos se basaba en hechos.

Unas personas vivían, otras personas morían; sitio equivocado, momento equivocado. Todo dependía terriblemente del azar.

Su madre había sido una beata; y cuando él la visitaba, la acompañaba diligentemente a la Primera Iglesia Baptista de Panamá City. Allí la velaron cuando se la llevó el cáncer. Will oyó hablar hasta la saciedad de la voluntad del Señor y los planes divinos. En la escuela había leído sobre el calvinismo y la predestinación. Siempre había pensado que todo eso eran paparruchas. El caos y el azar gobernaban el mundo. No había ningún plan maestro.

Al parecer se había equivocado.

Abrió los ojos y miró por encima de su hombro. Todas las fuerzas policiales de Beverly Hills estaban abajo, en el jardín. Seguían llegando médicos forenses y sanitarios de urgencias. Cogió el portátil y lo abrió. Estaba en modo descanso. Cuando se reinició, apareció la ventana de registro de la base de datos de Shackleton pidiéndole la contraseña. Will escribió «Pitágoras» mal tres veces antes de conseguir entrar. Para que luego hablen de la educación de Harvard.

Apareció una pantalla de búsqueda: introducir nombre, introducir fecha de nacimiento, introducir fecha de fallecimiento, introducir ciudad, introducir código postal, introducir domicilio. Todo muy cómodo para el usuario. Tecleó su nombre y su fecha de nacimiento, y el ordenador dijo: FDR. «Bien —pensó—. Confirmado.» Esperaba que no fuera FDR en el sentido en que lo era Mark Shackleton, pero al menos tenía dieciocho años por delante, toda una vida.

Las siguientes entradas no serían tan fáciles. Dudó, consideró la opción de cerrar el ordenador, pero se oían más sirenas, más gritos desde el jardín. Respiró hondo y luego tecleó: «Laura Jean Piper, 7-8-1984», y tras esto le dio al enter.

FDR

Exhaló y musitó en silencio: «Gracias a Dios». Entonces respiró de nuevo y tecleó: «Nancy Lipinski, White Plains, NY», y le dio al enter.

FDR

Uno más para darle solidez a su plan: «Jim Zeckendorf, Weston, Massachusetts».

FDR

«Eso es todo lo que quiero saber, es todo lo que necesito», pensó. Estaba temblando.

Al estar sentado allí, la lógica parecía innegable. Su hija, Nancy y él sobrevivirían a pesar de los operativos cuya tarea era asesinar para conservar el secreto de Área 51. Eso significaba que él iba a tomar una decisión que evitaría sus muertes.

¡Era una locura! Era coger el libre albedrío y tirarlo por la ventana, pensó. El Río del Destino se lo llevaba corriente abajo. Ya no era el dueño de su destino, el capitán de su alma. Por primera vez desde que murió su padre, lloraba.

En tanto que los equipos de emergencias trasladaban a los heridos del bungalow a las ambulancias, Will, sentado al escritorio de la habitación 315, escribía una carta en papel del hotel. La terminó y la releyó. Había un espacio en blanco que debía rellenar antes de echarla al buzón.

Un bonito sábado al mediodía en Beverly Hills echado a perder por el ruido y el pestazo a diesel de las docenas de vehículos de los servicios de emergencia y las furgonetas de los periodistas que llenaban de humo Sunset Bulevard. Caminó hacia ellos con la cabeza gacha, los dejó atrás y llamó a un taxi.

—¿Qué demonios pasa aquí? —preguntó el conductor.

—Que me aspen si lo sé —contestó Will.

—¿Adónde vamos?

—Lléveme a una tienda de informática, a la biblioteca pública de Los Ángeles y a una oficina de correos. En ese orden. Esto es de propina. —Alargó el brazo por encima del asiento y tiró un billete de cien dólares en su regazo.

—Usted ordene, señor, que yo obedezco —dijo el taxista con entusiasmo.

Will compró un almacenador de memoria en una tienda de electrónica. Una vez en el taxi, copió con rapidez la base de datos de Mark en el dispositivo y se la metió en el bolsillo de la camisa.

El taxi le esperaba a las puertas de la Biblioteca Central, un palacete blanco de estilo art déco cerca de Pershing Square, en el centro de Los Ángeles. Tras una parada en el mostrador de información, se internó en las entrañas de las estanterías. A la mortecina luz del fluorescente de una de las plantas inferiores, en una zona subterránea que rara vez recibía pisadas humanas, pensó en el loco Donny y le agradeció en silencio que le hubiera dado la idea del escondite perfecto.

Había todo un estante destinado a los gruesos volúmenes mohosos de los códigos municipales del distrito de Los Ángeles con décadas de antigüedad. Cuando estuvo seguro de que no había nadie más por allí, se puso de puntillas para llegar a la balda más alta y tiró del volumen correspondiente a 1947, un mamotreto que se deslizó pesadamente hasta la palma de su mano.

Mil novecientos cuarenta y siete. Un toque de ironía para un día sombrío. El libro olía a viejo y a no usado, y a menos que algo fuera tremendamente mal, confiaba en que él sería la última persona que lo usaría en mucho tiempo. Lo abrió por el medio. La encuadernación del lomo se ahuecó apenas unos centímetros, el espacio donde metería el dispositivo de memoria. Cuando cerró el tomo, la cubierta se estiró, crujió y se tragó el diminuto soporte, bien escondido.

La siguiente parada fue rápida: la oficina postal más cercana, donde compró un sello y echó la carta ya completada en la ranura de envíos urgentes. Había un sobre dentro de otro. La primera carta decía:

Jim, siento implicarte en algo muy complicado, pero necesito tu ayuda. Si no me pongo personalmente en contacto contigo el primer martes de cada mes en el futuro inmediato, quiero que abras el sobre sellado y sigas las instrucciones.

De vuelta en el taxi, le dijo al conductor:

—Vale, la última parada. Lléveme al teatro Grauman's Chínese.

—No creí que fuera un turista —dijo el taxista.

—Me gusta la multitud.

La acera de Hollywood estaba a reventar de turistas y buscavidas. Will se detuvo en el cuadrado de cemento con la inscripción: A SID, QUE TENGAS MUCHOS JUICIOS FELICES, ROY ROGERS Y TRIGGER, completada con las huellas de manos, pies y herraduras de caballo. Rebuscó el teléfono en el bolsillo y lo encendió.

Respondió al momento, como si lo tuviera agarrado a la espera de la llamada.

—Dios santo, Will, ¿estás bien?

—He tenido un día de muerte, Nancy. ¿Cómo estás tú?

—Muerta de preocupación. ¿Lo encontraste?

—Sí, pero no puedo hablar. Nos están escuchando.

—¿Estás a salvo?

—Me he cubierto las espaldas. Todo irá bien.

—¿Qué puedo hacer?

—Espérame y dime una vez más que me quieres.

—Te quiero.

Colgó y consiguió un número de teléfono en el servicio de información. Usó tenazmente la diplomacia para ascender en la línea hasta que estuvo a solo un paso de su objetivo. Luego cortó de golpe el tono oficial del funcionario.

—Sí, soy el agente especial Will Piper del FBI. Dígale al secretario de la Marina que estoy al teléfono. Dígale que hoy he estado con Mark Shackleton. Dígale que sé todo acerca de Área 51. Y dígale que tiene un minuto para coger el teléfono.

8 de enero de 1297, isla de Wight, Inglaterra

Baldwin, el abad de Vectis, estaba arrodillado rezando atormentado a los pies de la tumba más sagrada de la abadía. La lápida conmemorativa estaba encajada en el suelo de piedra, entre los pilares que separaban la nave de los pasillos. El frío helador de las suaves losas de piedra atravesaba sus vestiduras y le entumecía las rodillas. Aun así, permanecía agachado, concentrado en sus lastimeras plegarias sobre el cuerpo de san Josephus, santo patrón de la abadía de Vectis.

La tumba de Josephus era uno de los sitios preferidos para los ruegos y la meditación en el interior de la catedral de Vectis, el espléndido edificio con alto capitel de aguja que había sido erigido en el yacimiento de la antigua iglesia de la abadía. La lápida de piedra azul que señalaba su tumba tenía una simple inscripción bien cincelada: SAN JOSEPHUS, ANNO DOMINI 800.

En los quinientos años que habían seguido a la muerte de Josephus, la abadía de Vectis había experimentado profundos cambios. Las lindes se habían expandido grandemente con la anexión de los campos y pastos circundantes. Un alto muro de piedra y una reja elevadiza protegían el lugar de la rapiña de los piratas franceses en la isla y la costa de Wessex. La catedral, una de las más bellas de Inglaterra, agujereaba el cielo con su grácil y esbelta torre. Más de treinta edificios, incluidos los dormitorios, la casa capitular, las cocinas, el refectorio, la bodega, la alacena, la enfermería, el hospicio, el
scriptorium
, las salas de calderas, la fábrica de cerveza, la casa del abad y los establos estaban comunicados unos con otros, por pasadizos ocultos y pasajes internos. Los claustros, los jardines y las huertas eran amplios y bien proporcionados. Había un gran cementerio. Una granja con un molino de grano y unas porquerizas ocupaban una parcela lejana. La abadía daba cobijo a unas seiscientas personas, lo que la convertía en la segunda ciudad más grande de la isla. Ese próspero faro de la cristiandad rivalizaba en importancia con Westminster, Canterbury y Salisbury.

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