De repente Kerry paró de hablar, y eso hizo que Mark alzara la vista.
—¿Por qué estás tan triste? —le preguntó.
—No estoy triste.
—Sí lo estás.
—No, no lo estoy.
No pareció convencerla, pero lo dejó pasar y dijo:
—Bueno, pues yo estoy contenta. Este es el mejor día de toda mi vida. Si no te hubiera conocido, ahora estaría... bueno, ¡aquí desde luego no! Gracias, Mark Shackleton. —Le lanzó un besito de gata que lo atravesó todo hasta hacerle sonreír—. Eso está mejor —ronroneó.
El teléfono de Kerry sonó dentro de su bolso.
—¡Tu teléfono! —dijo Mark—. ¿Por qué está encendido?
Su expresión de pánico consiguió asustarla.
—Gina tenía que poder llamarnos en caso de que aceptaran nuestra oferta. —Revolvió el interior del bolso hasta que dio con él—. ¡Seguro que es ella!
—¿Desde cuándo está encendido? —preguntó Mark en tono quejumbroso.
—No lo sé. Un par de horas. No te preocupes, va bien de batería. —Apretó el botón de aceptar—. ¿Diga? —Su cara fue de decepción y desconcierto—. ¡Es para ti! —dijo pasándole el teléfono.
Mark respiró hondo y se lo pegó al oído. Era una voz masculina, autoritaria, cruel.
—Escúcheme, Shackleton. Soy Malcolm Frazier. Quiero que salga del restaurante, que vuelva a su habitación y espere a que los vigilantes le recojan. Estoy seguro de que ha revisado la base de datos. Hoy no es su día. Hoy era el día de Nelson Elder y ya no está entre nosotros. Hoy es el día de Kerry Hightower. No es su día. Pero eso no significa que no podamos hacerle mucho daño y que desee que sí lo fuera. Necesitamos averiguar cómo consiguió hacerlo. Esto no tiene por qué ser difícil si usted no quiere.
—Ella no sabe nada —dijo Mark con un susurro suplicante mientras se giraba a un lado.
—Da igual lo que diga. Hoy es el día de ella. Así que levántese y váyase ahora mismo. ¿Me ha entendido?
Su corazón latió varias veces sin que él contestara.
—¿Shackleton?
Apagó el teléfono y retiró su silla de la mesa.
—¿Pasa algo? —preguntó Kerry.
—No es nada. —Tenía la respiración desbocada y la cara desencajada.
—¿Es por lo de tu tía?
—Sí. Tengo que ir al cuarto de baño. Enseguida vuelvo. —Luchó por mantener la compostura. Era incapaz de mirarla a la cara.
—Mi pobre chiquitín —dijo ella en tono tranquilizador—. Me preocupas. Yo quiero que seas tan feliz como yo. Anda, ve y vuelve corriendo junto a tu muñequita Kerry, ¿vale?
Mark recogió su maletín y se marchó —un hombre rumbo al matadero—, dando pasitos pequeños, con la cabeza gacha. En cuanto llegó al vestíbulo, oyó el sonido de los cristales al romperse seguido de dos desesperantes segundos de silencio, y luego desgarradores chillidos de mujer y ensordecedores gritos de hombre.
El restaurante y el vestíbulo eran una barahúnda de cuerpos corriendo, gateando, empujándose unos a otros. Mark siguió caminando como un zombi hacia la entrada del Wilshire, donde había un coche junto a la acera, esperando al mozo del hotel. El aparcacoches quería ver qué pasaba en el vestíbulo y se dirigió hacia las puertas giratorias.
Sin pensarlo siquiera, Mark se coló en el asiento del conductor, arrancó y se adentró en la cálida noche de Beverly Hills, intentando ver a través de sus lágrimas.
Marilyn Monroe había estado allí, y Liz Taylor, Fred Astaire, Jack Nicholson, Nicole Kidman, Brad Pitt, Johnny Depp y otros más que había olvidado porque no estaba prestando demasiada atención a lo que decía el botones, que podía ver en su cara que quería estar solo y que se fuera cuanto antes sin hacerle la visita guiada de costumbre.
Al botones le pareció que aquel hombre estaba confuso y bastante inquieto. Su único equipaje era un maletín. Pero allí llegaban todos los días toda clase de drogatas ricos y de excéntricos; además, aquel tipo medio tartamudo había sacado un billete de cien de un fajo y se lo había dado como propina, así que para él todo era perfecto.
Mark se despertó desorientado tras un profundo sueño, pero a pesar de los fuegos artificiales que tenía en la cabeza volvió a la realidad rápidamente y cerró los ojos de nuevo con desazón. Era consciente de varios sonidos: el silencioso ronroneo del aire acondicionado, el piar de un pájaro tras la ventana y el roce de su pelo entre las sábanas de algodón y su oreja. Sintió la ráfaga de aire que enviaba el ventilador del techo. Tenía la boca sequísima, como si no hubiera ni una sola molécula de humedad para lubricarle la lengua.
Era el tipo de suite que agasaja a sus huéspedes con botellas gigantes del mejor licor. Sobre el escritorio había una botella de vodka medio vacía, una medicina fuerte y eficaz para los problemas de memoria. Había bebido un vaso tras otro hasta que dejó de recordar. Al parecer se había quitado la ropa y había apagado las luces; algún reflejo de los más básicos debió de quedar intacto.
La luz que se filtraba a través de la puerta del salón transmitía algo de color a la decoración pastel. Diferentes tonos de albaricoque, malva y verde salvia. A Kerry le habría encantado, pensó hundiendo la cara en la almohada.
Había recorrido con el coche unas cuantas manzanas cuando decidió que estaba demasiado cansado para conducir. Se detuvo, aparcó en un tramo residencial y tranquilo de North Crescent, salió del coche y deambuló a la deriva sin ningún plan. Estaba demasiado aturdido para darse cuenta de que en Beverly Hills llamaba más la atención andando que conduciendo un BMW robado. Pasó un tiempo indeterminado. Se sorprendió mirando unas letras blancas en tres dimensiones que sobresalían de un letrero verde limón.
Hotel Beverly Hills.
Alzó la vista y vio un edificio que parecía una chuchería de color rosa tras un frondoso jardín. Y enfiló el camino de entrada, llegó hasta la recepción, preguntó qué habitaciones había libres, eligió la más cara, un bungalow con mucha historia, y pagó con un puñado de billetes.
Salió de la cama a trompicones; demasiado deshidratado para orinar, se bebió una botella de agua de un tirón y luego volvió a sentarse en la cama para pensar. Su cerebro informático estaba recalentado y pastoso. No estaba acostumbrado a que le costara resolver un problema mental. Aquel era un análisis de decisión arbóreo: cada acción tenía posibles resultados, cada resultado daría lugar a nuevas posibles acciones.
¿Por qué le resultaba tan difícil? «¡Concéntrate!»
Recorrió la horquilla de posibilidades entre escapar y ocultarse, vivir de lo que le quedaba en efectivo hasta que se quedara sin nada, darse por vencido y entregarse a Frazier inmediatamente. Hoy no era su día, ni tampoco mañana: no estaba en la lista, así que sabía que ni se lo iban a cargar ni se le iba a ir tanto la cabeza como para suicidarse. Pero eso no significaba que Frazier no cumpliera su amenaza de hacerle daño, y en el mejor de los casos se pasaría el resto de su vida encerrado en un agujero oscuro y solitario.
Se puso a llorar de nuevo. ¿Lloraba por Kerry o por haberla fastidiado de una manera tan miserable? ¿Por qué no se había contentado con las cosas tal como estaban antes? Se llevó las manos a sus palpitantes sienes y comenzó a mecerse. Su vida tampoco había sido tan mala, ¿no? ¿Qué le hacía creer que necesitaba dinero y fama? Ahí estaba él, en un templo de dinero y fama, el mejor bungalow del hotel Beverly Hills, y qué carajo importaba: no eran más que un par de habitaciones con varios electrodomésticos. Todas esas cosas ya las tenía. Mark Shackleton no era un mal tipo. Era un hombre con mesura. Había sido ese mamón de Peter Benedict, ese trepa codicioso, el que le había metido en problemas. «Es a él a quien tienen que castigar, no a mí», pensaba Mark, caminando pasito a pasito hacia la locura.
De repente encendió la televisión. En un intervalo de cinco minutos fue el protagonista de tres noticias.
Un francotirador había asesinado a un ejecutivo de una compañía de seguros en un campo de golf de Las Vegas.
Will Piper, el agente del FBI a cargo de la investigación del caso Juicio Final, seguía fugitivo de la justicia.
En las noticias locales, un agresor sin identificar que aún andaba suelto le había disparado un tiro en la cabeza a uno de los comensales de un restaurante de Wolfgang Puck a través de la ventana.
De nuevo se puso a gimotear ante la visión del cuerpo de Kerry, que apenas llenaba la bolsa del médico forense.
Era consciente de que no podía dejarse atrapar por Frazier. Ese hombre con ojos de muerte le aterraba. Siempre le habían dado miedo los vigilantes. Y eso era cuando no sabía que asesinaban a sangre fría sin que les temblara el pulso.
Entonces decidió que solo había una persona en el mundo que podía ayudarle.
Necesitaba encontrar una cabina de teléfonos.
Esa tarea casi acaba con él, porque en el Beverly Hills del siglo XXI no hay teléfonos públicos y él iba a pie. Seguramente el hotel tenía uno, pero necesitaba encontrar un lugar que no les condujera directamente hasta su puerta.
Caminó casi durante una hora, empapado en sudor, hasta que por fin encontró uno en una tienda de bocadillos de North Beverly. Era la hora entre el desayuno y el almuerzo, así que no había demasiada gente. Le dio la sensación de que los pocos clientes que había le observaban, pero solo eran imaginaciones suyas. Se escurrió desde la sosa entrada hasta donde estaban los servicios y la puerta trasera. En el hotel había pedido cambio para un billete de veinte, así que, armado con un bolsillo lleno de monedas, llamó al primer número. Le salió el buzón de voz. Colgó sin dejar mensaje.
Tras eso, el segundo. De nuevo el buzón de voz.
Finalmente el último número. Contuvo la respiración.
Al segundo tono contestó una mujer.
—¿Laura Piper? —preguntó Mark.
—Sí. ¿Quién es? —Su aprensión era notoria.
—Me llamo Mark Shackleton. Soy el hombre al que busca tu padre.
—¡Dios mío, el asesino!
—¡No! ¡Por favor, no soy un asesino! Tienes que decirle que yo no he matado a nadie.
Nancy llevaba a John Mueller a Brooklyn para una entrevista con uno de los directores de banco afectados por la última ola de robos en el distrito. Había una vigilancia apabullante e indicios testimoniales que señalaban que en los cinco robos estaban implicados dos hombres de Oriente Próximo, y el Grupo de Expertos en Terrorismo estaba encima de la División de Crímenes Mayores para ver si el caso tomaba una perspectiva terrorista.
A Nancy le molestaban esas elucubraciones, pero a su compañero no le incomodaban en absoluto.
—No hay que tomarse estos casos a la ligera —le dijo—. Aprende esta lección cuanto antes. Estamos ante una guerra global de terror y me parece de lo más apropiado tratar a estos criminales como terroristas hasta que se demuestre lo contrario.
—Solo son ladrones de banco que casualmente parecen musulmanes. Nada indica que tengan motivos ideológicos —insistió ella.
—Equivócate una vez y te mancharás las manos con la sangre de miles de americanos. Si yo hubiera estado en el caso Juicio Final, también habría ido tras la pista del terrorismo.
—No había ninguna conexión con el terrorismo, John.
—Eso tú no lo sabes. A no ser que me haya perdido algo, el caso no está cerrado. ¿O sí?
Nancy apretó los dientes.
—No, John, no está cerrado.
Aún no había sacado el tema y esa era su forma de hacerlo.
—De todos modos, ¿qué demonios está haciendo Will?
—Creo que piensa que está haciendo su trabajo.
—Siempre hay una forma de hacer las cosas bien y muchas de hacerlo mal, y Will siempre da con una de las equivocadas —dijo con soberbia—. Me alegro de estar aquí y de poder guiar de nuevo tu instrucción por el buen camino.
Cuando John no miraba, ella ponía los ojos en blanco. Estaba nerviosa, y él estaba consiguiendo que la cosa fuera a peor. El día había comenzado con la turbadora historia en las noticias del asesinato de Nelson Elder a manos de un francotirador, seguramente pura coincidencia, pero no tenía potestad para comprobarlo, estaba fuera del caso.
Tal vez Will había oído la noticia en la radio del coche o en la televisión del motel; en cualquier caso, no quería llamarle y arriesgarse a despertarle en una de sus pausas para descansar. Tendría que esperar a que la llamara él.
Justo cuando se disponía a entrar en la zona de aparcamiento de Flatbush sonó su teléfono de prepago. Se deshizo del cinturón de seguridad con rapidez, salió a trompicones del todo terreno y se fue lo suficientemente lejos del radio de escucha de Mueller.
—¡Will!
—Soy Laura. —Parecía inquieta.
—¡Laura! ¿Qué pasa?
—Acaba de llamarme Mark Shackleton. Quiere ver a papá.
Will estaba en plena ascensión, y le estaba sentando bien porque era una sensación diferente. Estaba hasta el gorro de luchar contra la hipnosis de la llanura, y la pendiente de la interestatal 40 a través de las montañas Sandia le levantaba el ánimo. En Plainfield, Indiana, había pasado seis horas en un motel, pero de eso hacía ya dieciocho horas. Si no se daba otro respiro, pronto se le caería la cabeza hacia delante y se estrellaría.
Cuando parase, llamaría a Nancy. Había oído lo del asesinato de Elder en la radio y quería comprobar si ella sabía algo. Eso le estaba volviendo loco, pero había un buen montón de cosas que lo perturbaban, entre ellas su forzosa abstinencia. Estaba nervioso, e intentaba animarse poniendo voces ridículas:
—A ver si va a resultar que tienes un problema con la bebida, Willy.
»Que te den, tío, el único problema que tengo es que todavía no he bebido.
»Ahí acaba mi alegato.
»Pues coge tu alegato y métetelo por el culo.
Y también le preocupaba lo que le había dicho a Nancy el día anterior, el asunto ese del amor. ¿Lo había dicho en serio? ¿Habían sido el cansancio y la soledad los que habían hablado? ¿Y Nancy? ¿Lo había dicho en serio? Ahora que se había decidido a destapar la palabra amor iba a tener que lidiar con ella.
Y tal vez más pronto que tarde. Su teléfono estaba sonando.
—Eh, me alegro de que me llames.
—¿Dónde estás?
—En el gran estado de Nuevo México. —Al otro lado se escuchaba el sonido del tráfico—. ¿Y tú, estás en la carretera?
—En Broadway. Tráfico de viernes. Tengo algo que decirte, Will.
—¿Es por lo de Nelson Elder, verdad? Lo oí en las noticias. Me está volviendo majareta.