«Voy a llevarlo a cabo —pensó con amargura—. ¡Joder, si voy a hacerlo!»Todos esos años de frustración se habían amontonado como un cúmulo de magma caliente y gaseoso. A la mierda toda esa vida de insuficiencias. A la mierda toda esa carga de celos y anhelos. A la mierda todos esos años viviendo bajo el yugo de la Biblioteca. ¡El Vesubio había erupcionado! Posó sus ojos en la fotografía de la reunión y clavó una mirada helada en los rasgos duros y hermosos del rostro de Will. «Y a la mierda tú también.»
Todos los viajes comienzan en algún lugar. El de Mark comenzó expurgando como un loco uno de los cajones de la cocina que estaba lleno hasta los topes y en el que guardaba una bolsa de artículos varios con componentes de ordenador en desuso. Antes de caer rendido en la cama encontró justo lo que estaba buscando.
A las siete y media de la mañana siguiente se encontraba roncando plácidamente a quince mil pies de altura. Rara vez dormía en su viaje diario a Área 51, pero se había acostado muy tarde. Abajo, la tierra se veía amarilla y muy agrietada. Desde el aire la cresta de la sierra, pequeña y alargada, parecía la columna de un reptil disecado. El 737 solo llevaba veinte minutos en el aire rumbo al noroeste y ya había empezado las maniobras de aproximación. El avión parecía un trozo de caramelo ante el nebuloso cielo azul, un cuerpo blanco con una alegre línea roja desde la cabeza hasta la cola, los colores de la extinta Western Airlines, absorbida por la contratista EG&G que operaba el vuelo a Las Vegas para el Departamento de Defensa. Los números que llevaba en la cola eran del registro de la Marina de Estados Unidos.
Al descender hacia el campo militar, el copiloto radió:
—JANET 4 pidiendo permiso para aterrizar en Groom Lake, pista catorce izquierda.
JANET. La señal de radio-llamada para la red aérea de empleados de transportes. Un nombre espeluznante. Los usuarios de hecho preferían llamarla la estación fantasma CASPER.
Con el tren de aterrizaje fuera, Mark se despertó de golpe. El avión frenó con fuerza y, de manera instintiva, Mark empujó con los talones para contrarrestar la presión del cinturón de seguridad. Subió la ventanilla y entornó los ojos ante el terreno abrasado y lleno de calvas. Se sentía apresurado, incómodo, tenía el estómago revuelto y se preguntaba si se le vería tan raro como se sentía.
—Pensé que tendría que zarandearte.
Mark se volvió hacia el tipo que había en el asiento del medio. Era de los Archivos Rusos, un hombre con un pandero enorme que se llamaba Jacobs.
—No hace falta —dijo Mark con la mayor naturalidad que pudo—. Estoy listo para ponerme en marcha.
—Es la primera vez que te veo dormir en pleno vuelo —observó el hombre.
¿Seguro que Jacobs trabajaba en Archivos? Mark apartó aquello de su cabeza. «No seas paranoico», pensó. Claro que estaba en Archivos. Ningún vigilante tenía el culo gordo. Eran más bien ágiles.
Antes de que les permitieran bajar al subterráneo, a lo más profundo de la fría tierra, los 635 empleados del Edificio 34 de Groom Lake, comúnmente llamado Edificio Truman, tenían que someterse a uno de los dos rituales temidos del día, el DPE, también conocido como Desnúdese y Pase por el Escáner. Cuando los autobuses los dejaban en esa estructura parecida a un hangar, se dividían según su sexo y tomaban entradas separadas. Dentro de cada una de estas secciones del edificio había una larga hilera de taquillas que recordaban las de un instituto de secundaria de barrio. Mark se apresuró hacia su taquilla, a mitad de camino de aquel largo pasillo. A muchos de sus compañeros de trabajo les parecía fantástico hacerse los remolones y pasar por el escáner cuanto más tarde mejor, pero hoy Mark tenía prisa por llegar al subsuelo.
Hizo girar la rueda de la combinación de la taquilla, se quedó en calzoncillos y colgó la ropa en perchas. En el banco que correspondía a su taquilla había una sudadera verde oliva con el nombre SHACKLETON, M. bordado en el bolsillo, limpia y bien doblada. Se la puso. Los días en que los empleados podían vestir ropa de calle en las instalaciones hacía ya tiempo que habían pasado a mejor vida. Cualquier cosa que los empleados del Edificio 34 llevaran consigo en el avión tenían que dejarla en las taquillas. A un lado y otro de la fila la gente ponía en las estanterías sus libros, revistas, bolígrafos, móviles y carteras. Mark se movió con rapidez y consiguió llegar de los primeros a la fila del escáner.
El magnetómetro estaba flanqueado por dos vigilantes, dos jóvenes rapados sin sentido del humor que saludaban a cada empleado con un rápido gesto militar. Mark aguardaba; sería el siguiente en pasar por el escáner. Se percató de que Malcolm Frazier, el jefe de operaciones de seguridad, el vigilante jefe, estaba por allí, controlando el escáner. Era un hombretón de aspecto terrible, con un cuerpo de musculatura grotesca y una cabeza rectangular que le hacían parecer el malo de un tebeo. A pesar de que los vigilantes estaban presentes en algunas de las reuniones, Mark había intercambiado pocas palabras con Frazier a lo largo de los años. Normalmente se parapetaba detrás de su directora de grupo y dejaba que fuera ella la que se las viera con Frazier y su pandilla. Frazier era ex militar, antiguo miembro de las fuerzas especiales, y su rostro huraño, rezumante de testosterona, le aterraba como a un crío. Tenía por costumbre evitar cruzar la mirada con él, y ese día en particular bajó la cabeza cuando sintió que su mirada penetrante se posaba en él.
El objetivo del escáner era impedir que entraran en las instalaciones cualquier tipo de cámara fotográfica o aparato de grabación. Por la mañana los empleados pasaban por el escáner vestidos. Al final del día pasaban por el aro desnudos, ya que los escáneres no podían detectar el papel. El subsuelo era terreno aséptico. Nada entraba, nada salía.
El Edificio 34 era el complejo mejor esterilizado de Estados Unidos. Sus empleados habían sido seleccionados por reclutadores del Departamento de Defensa que no tenían ni idea de la naturaleza del trabajo para el que los seleccionaban, solo sabían las cualidades que se requerían. A la segunda o tercera ronda de entrevistas se les permitía revelar que el trabajo tenía que ver con Área 51, y esto solo con el permiso expreso de sus superiores. Era inevitable que entonces les preguntaran: «¿Se refieren al sitio ese donde tienen extraterrestres y ovnis?», a lo cual la respuesta autorizada era: «Se trata de una instalación del gobierno altamente secreta que realiza un trabajo fundamental en la defensa nacional. Eso es todo lo que podemos revelarle por el momento. No obstante, los aspirantes que consigan el puesto estarán entre un reducido grupo de empleados del gobierno que tendrán completo conocimiento de las actividades de investigación que se llevan a cabo en Área 51».
El resto del discurso era algo así como: formará parte de un equipo de élite de científicos e investigadores, algunos de los mejores cerebros del país. Tendrá acceso a la tecnología más avanzada del mundo. Tendrá conocimiento de la información más secreta del país, de cuya existencia solo están al tanto unos cuantos altos mandos del gobierno. Para compensarles parcialmente por abandonar sus bien remunerados trabajos en grandes compañías o su carrera universitaria, recibirán alojamiento gratuito en Las Vegas, una reducción de los impuestos federales y una subvención para las matrículas universitarias de sus hijos.
Tal como estaba el mundo laboral, esa propuesta era una bicoca. La mayoría de los candidatos estaban lo suficientemente intrigados como para tirarse al barro y pasar a la fase de exploración y análisis, un proceso que llevaba de seis a doce meses en el que se dejaba al descubierto cada uno de los aspectos de su vida para el escrutinio de los agentes especiales del FBI y los analistas del Departamento de Defensa. Era un proceso extenuante. De cada cinco aspirantes que entraban en el embudo, solo uno llegaba al final del proceso, en el que había un investigador de la inteligencia especial encargado de conceder la autorización para trabajar en asuntos de seguridad con información restringida y delicada.
Los que pasaban esta criba eran invitados a una entrevista final en el Pentágono con el jefe del gabinete jurídico de la Oficina de la Marina. Desde que James Forrestal la fundara, la NTS 51 había sido una operación de la marina, y entre los militares estas tradiciones calaban hondo. El abogado de la marina, que no conocía las actividades que se llevaban a cabo en Área 51, les ponía un contrato de servicios ante los ojos y les explicaba los detalles, incluyendo las faltas graves que resultarían de la ruptura de cualquiera de las disposiciones, especialmente en lo que se refería a la confidencialidad.
Como si veinte años de presidio en Leavenworth no fueran suficiente, una vez dentro la rueda de los rumores aplastaba a los nuevos empleados con historias de lenguas sueltas que se convertían en lenguas muertas a manos de los operativos clandestinos del gobierno. «Bueno, ¿y pueden explicarme ya en qué voy a trabajar?», era la pregunta típica que le hacían al abogado de la marina. «Ni lo sueñe», era la respuesta.
Porque una vez que el contrato había sido comprendido y aceptado verbalmente, se requería una nueva autorización de seguridad, un Programa de Acceso Especial, el PAS-NTS 51, que era aún más difícil de conseguir que el anterior. Tan solo cuando se habían recortado los últimos flecos, otorgado el PAS y cumplimentado el contrato debidamente, el novato volaba hasta la base de Groom Lake, donde el jefe de personal, un flemático contraalmirante de la marina sentado en su despacho del desierto como un pez fuera del agua, y al que le habría gustado que le dieran cien pavos cada vez que oía «¡La hostia, esto era lo último que me esperaba!», les decía esa verdad que les dejaba de piedra.
Mark respiró ya con más calma cuando pasó por el escáner sin que saltara la alarma, sin que Malcolm Frazier y los vigilantes se dieran cuenta de nada. El ascensor 1 estaba esperando ya en la planta baja. Cuando se llenó con los primeros doce hombres, las puertas se cerraron y, atravesando múltiples capas de cemento armado, bajó seis plantas, desaceleró y se detuvo en el Laboratorio de Investigación Principal. La Cripta estaba seis plantas más abajo; la humedad y la temperatura se controlaban de manera meticulosa. La inversión multimillonaria que se hizo a finales de los ochenta en la Cripta añadió a su estructura unos amortiguadores de los efectos de grandes terremotos y explosiones nucleares, una tecnología que se compró a los japoneses, que estaban a la vanguardia en la mitigación de terremotos.
Pocos empleados tenían razones para visitar la Cripta. Sin embargo, había una tradición en Área 51. El primer día el director ejecutivo bajaba con el recién llegado, en un ascensor de uso restringido, hasta la planta de la Cripta, para que la viera.
La Biblioteca.
Sus puertas de acero estaban flanqueadas por vigilantes con pistoleras que intentaban mostrarse lo más amenazadores posible. Introducían los códigos y las pesadas puertas se abrían de manera silenciosa. Entonces los recién llegados eran conducidos hacia esa cámara enorme tenuemente iluminada, un lugar tan tranquilo y sombrío como una catedral, y se quedaban anonadados por la visión que tenían ante sí.
Hoy en el ascensor tan solo le acompañaba uno de los miembros del Grupo de Seguridad Algorítmica de Mark, un matemático de mediana edad que tenía el extraño nombre de Elvis Brando; no era familia ni del uno ni del otro.
—¿Qué tal va eso, Mark? —le preguntó.
—De maravilla —contestó Mark; sintió náuseas.
El subsuelo estaba bañado por una fuerte, luz fluorescente. Cualquier sonido, por ligero que fuera, sonaba amplificado por el eco del suelo sin enmoquetar y las paredes azul sanatorio. El despacho de Mark era uno de los varios que había alrededor de una gran sala central que hacía las veces de área de conferencias para grupos y de banquillo para los técnicos de nivel inferior. Era pequeño y estaba lleno de cosas, un cuchitril, comparado con el nidito que tenía en su anterior trabajo para el sector privado en California, con vistas al campus universitario, césped bien cuidado y piscinas iluminadas. Pero en el subsuelo el espacio era algo muy codiciado y Mark tenía suerte de no verse en la obligación de compartir. El escritorio y el aparador eran baratos y de contrachapado, pero las sillas eran de un modelo ergonómico de los caros, el único lujo en el que el laboratorio no escatimaba. Eran muchas las horas de apoyar el trasero en Área 51.
Mark encendió el ordenador y entró en el sistema tras introducir una clave y pasar un escáner de retina y huella dactilar. La colorida insignia del Departamento de la Marina adornaba la pantalla de bienvenida. Mark miró hacia la sala común. Elvis ya estaba encorvado sobre su ordenador en un despacho que quedaba en diagonal al suyo. Nadie más del departamento había pasado aún por el escáner, y lo más importante, la directora de grupo, Rebecca Rosenberg, estaba de vacaciones.
Lo cierto era que no tenía que preocuparse demasiado por la vigilancia. Bajo tierra y sobre tierra, Mark era un solitario. Sus compañeros de trabajo lo dejaban a su aire. No le iban ni el cotilleo ni las bromas. A la hora del almuerzo se sentaba solo en la cantina y cogía una revista de los estantes. Doce años antes, cuando llegó por primera vez a la base, se esforzó muchísimo por integrarse. En los primeros días alguien le preguntó si era pariente del Shackleton de la Antártida y él dijo que sí solo para darse importancia, incluso se inventó una historia familiar muy graciosa en la que metió a un tío abuelo de Inglaterra. No pasó mucho hasta que uno de los frikis informáticos hizo un seguimiento de su genealogía y puso al descubierto la mentira.
Durante doce años había acudido a su puesto de trabajo, había hecho sus tareas y las había hecho bien. Tanto en su período de especialización como en las compañías de alta tecnología en las que había trabajado en Silicon Valley se había ganado la reputación de ser uno de los mayores expertos del país en seguridad en bases de datos, toda una autoridad en la protección de los servidores contra accesos no autorizados. Esa fue la razón por la que hicieron lo posible por traerlo a Groom Lake. Aunque al principio se mostró remiso, acabó seduciéndolo el hacer algo secreto y de vital importancia; era el contrapunto al aburrimiento y la previsibilidad de su desarraigada vida.
En Área 51 se dedicaba a escribir códigos innovadores que vacunaran sus sistemas contra los gusanos informáticos y otras intrusiones, unos algoritmos que, en caso de que hubiera podido publicarlos, tanto la industria como el gobierno habrían estado encantados de adoptar como nuevos patrones oro. Entre los de su grupo, hablaban de claves de sistemas de seguridad públicos y privados, protocolos de conexiones seguras, credenciales de autenticación y sistemas de detección de intrusos. Él era el responsable de rastrear continuamente los servidores en busca de intentos de acceso no autorizados desde dentro del complejo y de los sondeos que los piratas externos intentaban desde fuera.