Ubertus se subió la pesada colcha de lana hasta la barbilla. Se había traído esa tela desde Umbría en un arcón de madera de cedro; le hacía un gran servicio en ese clima tan duro. Sintió el cuerpo cálido de Santesa a su lado y le puso una mano en el pecho; subía y bajaba suavemente. Sus ganas eran patentes y su dureza tendría que ser satisfecha. Por Dios que se merecía un poco de placer en este difícil mundo terrenal. Arrastró su mano hacia abajo y le separó las piernas.
Santesa ya no era hermosa. Sus treinta y cuatro años y los nueve niños se habían cobrado su parte. Estaba hinchada y demacrada, y tenía un sempiterno ceño fruncido por el dolor de sus muelas podridas. Pero era obediente, así que, cuando se dio cuenta de las intenciones de su marido, suspiró y susurró:
—Estamos en ese momento del mes en que hay que pensar en las consecuencias.
Él sabía exactamente a qué se refería.
La madre de Ubertus había parido trece hijos: ocho niños y cinco niñas. Solo nueve de ellos habían llegado a la edad adulta. Ubertus era el séptimo hijo, y a medida que fue creciendo tuvo que asumir esa cruz. Según la leyenda, si alguna vez tenía un séptimo hijo, ese chico sería un brujo, un conjurador de las fuerzas oscuras, un demonio. En ese pueblo todos sabían de esa leyenda del séptimo hijo de un séptimo hijo, pero nadie, la verdad sea dicha, había conocido a ninguno.
En sus años mozos Ubertus había sido un mujeriego que explotaba la imagen peligrosa del potencial que encerraba en sus entrañas. Tal vez usó ese estatus para seducir a Santesa, la chica más bonita del pueblo. De hecho, Santesa y él se habían gastado bromas durante años, pero tras el nacimiento del sexto hijo, Lucius, las bromas cesaron y sus uniones sexuales tomaron un tono de seriedad. Cada uno de los tres siguientes embarazos fueron una fuente de inquietud considerable. Santesa intentaba saber con anticipación el sexo de los bebés pinchándose en el dedo con una espina y dejando que la sangre cayera en un cuenco con agua de manantial. Una gota que se hundía en el agua significaba un chico, pero unas veces la gota se hundía y otras flotaba. Gracias a Dios, todos habían sido niñas.
Ubertus se abrió paso hacia el interior. Ella tomó aire y susurró:
—Rezo para que sea otra niña.
Junto al lecho, en noche cerrada, la situación era cada vez más grave a pesar de los rezos de Josephus. Santesa estaba demasiado débil para gritar y su respiración era poco profunda. Ese minúsculo pie que sobresalía estaba cada vez más oscuro, del color del barro azul oscuro que usaban los ceramistas de la abadía.
Por fin la partera afirmó que tendrían que hacer algo si no querían perderlos a los dos. Siguió un debate acalorado y llegaron a un consenso: tenían que sacar el bebé a la fuerza. La partera metería las dos manos, agarraría las piernas y tiraría tan fuerte como fuera necesario. Probablemente, esa maniobra acabaría con el bebé, pero tal vez la madre consiguiera salvarse. No hacer nada era condenar a ambos a una muerte segura.
La partera se volvió hacia Josephus para que le diera la bendición.
Josephus asintió. Había que hacerlo.
Ubertus permanecía de pie junto a la cama, con los ojos fijos en aquella catástrofe. Sus brazos, tremendamente musculosos, pendían de sus hombros débilmente.
—¡Yo te imploro, Señor! —gritó, pero nadie sabía con certeza si pedía por su esposa o por su hijo.
La partera empezó a tirar. La tensión de su rostro reflejaba que estaba realizando un gran esfuerzo. Santesa murmuró algo ininteligible, pero ya había traspasado el umbral de dolor. La partera soltó su presa, sacó las manos para secárselas en el delantal y tomó aliento. Volvió a agarrar las piernas y comenzó de nuevo.
Esa vez sí hubo movimiento. Afloraba lentamente a la superficie. Rodillas, muslos, pene, nalgas. Y de repente ya estaba fuera. El canal de parto cedió ante su gran cabeza y de pronto el niño estaba en las manos de la partera.
Era un bebé grande, bien proporcionado, pero de un azul arcilloso e inerte. Mientras los hombres, las mujeres y los niños que había en la habitación lo observaban sobrecogidos, la placenta se desprendió e hizo un ruido sordo al caer al suelo. El pecho del bebé dio un espasmo e inhaló. Después volvió a respirar. Y un momento después ese niño azul estaba sonrosado y berreaba como un cerdito.
Cuando la vida llegó al niño, la muerte llegó a su madre. Santesa inspiró por última vez y su cuerpo se quedó inmóvil.
Ubertus rugía de pena y agarró al niño de manos de la partera.
—¡Este no es mi hijo! —gritó—. ¡Es hijo del demonio!
Con movimientos rápidos, arrastrando la placenta por el sucio suelo, se abrió paso entre la multitud dando golpes con los hombros y llegó hasta la puerta. Josephus estaba demasiado aturdido para reaccionar. Farfulló algo pero las palabras no acudieron a su boca.
Ubertus estaba de pie en el camino; sostenía a su hijo en sus manos como rocas y gemía como un animal. La gente del pueblo portaba antorchas y lo miraba. Entonces Ubertus agarró el cordón umbilical y volteó al bebé sobre su cabeza como si blandiera una honda.
El cuerpecito se estrelló con fuerza contra el suelo.
—¡Uno! —gritó.
Lo hizo volar sobre su cabeza y volvió a estrellarlo contra el suelo.
—¡Dos!
Y así una y otra vez:
—¡Tres!... ¡Cuatro!... ¡Cinco!... ¡Seis!... ¡Siete!
Tras esto, tiró el cadáver roto y sangriento al camino y volvió aletargado hacia la casa.
—Ya está. Lo he matado.
No podía entender por qué nadie le hacía caso. Todos los ojos estaban fijos en la partera que, encorvada sobre el cuerpo inerte de Santesa, manoseaba entre sus piernas de manera frenética.
Había salido un mechón de pelo rojizo.
Después una frente. Y una nariz.
Josephus lo observaba atónito, no podía dar crédito a lo que veían sus ojos. Otro niño estaba saliendo de una matriz sin vida.
-Mirabile dictu!
-murmuró.
La partera hizo una mueca de esfuerzo y tiró hasta que asomó la barbilla, un hombro y un cuerpo largo y delgado. Era otro niño, y este había comenzado a respirar sin ayuda, una respiración fuerte y clara.
—¡Milagro! —dijo un hombre, y todos lo repitieron.
Ubertus avanzó a trompicones y observó el espectáculo con ojos vidriosos.
—¡Este es mi octavo hijo! —gritó—. ¡Oh, Santesa, hiciste gemelos! —Y le tocó una mejilla con miedo, como quien toca una olla hirviendo.
El bebé se retorció en las manos de la partera pero no lloró.
Nueve meses antes, cuando Ubertus terminó de plantar su semilla, su rocío atravesó la matriz de Santesa. Y ese mes ella había producido no uno sino dos óvulos.
El segundo óvulo fertilizado se convirtió en el bebé que ahora yacía destrozado en un camino de carros.
El primer óvulo fertilizado, el séptimo hijo, se convirtió en el niño pelirrojo que contenía en él cada alma de aquella maravillada habitación.
Mark Shackleton, hijo único criado en Lexington, Massachusetts, rara vez se sentía frustrado. Sus indulgentes padres de clase media satisfacían todos sus caprichos, así que se hizo mayor sin apenas relacionarse con la palabra «no». Su vida interior tampoco se veía perturbada por sentimientos de frustración, ya que su rápida y analítica mente se movía a través de los problemas con una eficiencia tal que aprender apenas le suponía ningún esfuerzo.
Dennis Shackleton, un ingeniero aeroespacial de Raytheon, estaba orgulloso de haber transmitido a su hijo el gen de las matemáticas. El día del quinto cumpleaños de Mark —todo un acontecimiento en esa ordenada casa de dos pisos en la que vivían—, Dennis sacó una hoja de papel y anunció:
—El teorema de Pitágoras.
Aquel niño flacucho agarró un lápiz y, sintiendo sobre él los ojos de sus padres, tías y tíos, se acercó a la mesa del comedor, dibujó un triángulo y escribió debajo:
a2 + b2 =c²
.
—¡Bien! —exclamó su padre mientras se subía las gafotas negras hasta el puente de la nariz—.Y esto, ¿qué es esto? —preguntó apuntando con un dedo el lado más largo del triángulo.
Los abuelos se reían entre dientes cuando veían que el chico arrugaba la cara unos segundos y después soltaba:
—¡El hipopótamo!
Las primeras frustraciones de Mark le llegaron en la adolescencia, cuando empezó a darse cuenta de que su cuerpo no se desarrollaba con la misma robustez que su mente. Se sentía superior —no, era superior— a esos cachas atléticos con cerebro de mosquito que poblaban el instituto, pero las chicas no eran capaces de ver más allá de sus enclenques piernas y su pecho de paloma y descubrir el interior de Mark, un intelecto privilegiado, un conversador brillante, un incipiente escritor de elaboradas historias de ciencia ficción en torno a razas alienígenas que conquistaban a sus adversarios con su inteligencia superior en lugar de a través de la fuerza bruta. Ojalá esas chicas bonitas de pechos aterciopelados hubieran hablado con él en vez de reírse cuando paseaba su desgarbado cuerpo por los pasillos o alzaba enérgicamente la mano desde la primera fila de la clase.
La primera vez que una chica le dijo «No» se juró que sería la última. En su segundo año en la universidad, cuando al fin consiguió reunir el coraje suficiente para invitar a Nancy Kislik al cine, ella le miró de manera rara y le dijo con frialdad: «No», así que decidió cerrar la puerta a esa parte de sí mismo durante años. Se sumergió en el universo paralelo del Club de Matemáticas y el Club de Informática, donde era el mejor entre los menos populares, el primero entre sus iguales. Los números nunca le decían que no. Ni las líneas de códigos de los programas informáticos. Fue mucho después de que se licenciara en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, cuando era un joven empleado en una compañía de seguridad de bases de datos, podrido de acciones de bolsa y con un descapotable, cuando consiguió quedar con una tal Jane, analista de sistemas, y, gracias a Dios, mojar al fin por vez primera.
En este momento Mark estaba recorriendo nervioso la cocina y transformándose mediante esta energía cinética en su álter ego y seudónimo: Peter Benedict, un hombre de mundo, un magnífico jugador, un escritor de guiones de cine de Hollywood.
Un hombre completamente diferente a Mark Shackleton, empleado del gobierno, friki de la informática. Respiró hondo varias veces y se tomó lo que quedaba de su café tibio. «Hoy es el día, hoy es el día, hoy es el día.» Intentaba mentalizarse, prácticamente rezaba, hasta que su ensoñación se vio detenida por su odioso reflejo en las puertas correderas. Mark, Peter, poco importaba, era un tipo enclenque con una nariz protuberante que se estaba quedando calvo. Intentó sacárselo de la cabeza, pero una palabra desagradable se abrió paso: patético.
Había empezado a trabajar en su guión, Contadores, poco después de la reunión en ATI. Pensar en Bernie Schwartz y sus máscaras africanas le daba mareos, pero aquel hombre le había encargado un guión sobre contadores de cartas, ¿no? La experiencia en ATI le había revuelto las tripas. Sentía por el guión rechazado el mismo tipo de afecto que se profesa a un primer hijo, pero ahora tenía otro plan: vendería el segundo guión y luego lo usaría como palanca para resucitar el antiguo. Se juró que no lo dejaría morir en el intento.
Así pues, se entregó al proyecto en cuerpo y alma. Todas las tardes, cuando llegaba a casa del trabajo, y todos los fines de semana, allí estaba él dándole que te pego a las secuencias de acción y a los diálogos. Tres meses después lo había terminado, y creía que era algo más que bueno; quizá incluso era genial.
Tal como él la había concebido, la película sería, primero y ante todo, un vehículo para las grandes estrellas, a las cuales él imaginaba acercándosele en el rodaje (¿en el Constellation?) para decirle cuánto les encantaban esos diálogos que él había puesto en sus labios. La historia lo tenía todo: intriga, drama, sexo, todo ello en el mundo de altos vuelos de las apuestas de casino y las trampas. ATI recibiría millones por el guión y él cambiaría su vida en un laboratorio subterráneo en medio del desierto, con unos ahorros de poco menos de ciento treinta de los grandes, por el suntuoso mundo del guionista: viviría en una mansión en lo más alto de las colinas de Hollywood, recibiría las llamadas de los directores, asistiría a estrenos en los que habría cañones de luz barriendo el horizonte. Aún no había cumplido los cincuenta. Todavía tenía futuro.
Pero para ello Bernie Schwartz debía dar el sí. Hasta algo tan simple como llamar a aquel hombre resultaba complicado. Mark salía de casa demasiado temprano y volvía demasiado tarde para contactar con la oficina de Bernie desde casa. Llamar al exterior desde su puesto de trabajo era imposible. Cuando trabajas en las profundidades de un bunker subterráneo, eso de salir un momentito para hacer una llamada por el móvil —suponiendo que los móviles estuvieran permitidos— era algo que simplemente estaba fuera de lugar. Y eso significaba que tenía que pillarse días de baja para quedarse en Las Vegas y poder llamar a Los Ángeles. Unas cuantas ausencias más y sus superiores le harían preguntas y le obligarían a someterse a un examen del departamento médico.
Marcó el número de teléfono y esperó hasta escuchar la cantinela:
—ATI, ¿con quién le pongo?
—Bernard Schwartz, por favor.
—Un momento, por favor.
Durante las últimas dos semanas la música de espera había sido una pieza para clavicordio de Bach, relajante a su manera matemática. Mark veía en su cabeza los patrones musicales y eso le ayudaba a calmar el estrés que le producía llamar a ese hombrecillo tan repugnante y, sin embargo, esencial.
La música cesó.
—Aquí Roz.
—Hola, Roz, soy Peter Benedict. ¿Está por ahí el señor Schwartz?
Una pausa embarazosa y después con una frialdad total: —Hola, Peter, no, no está en su escritorio.
Frustración.
—¡He llamado ya siete veces, Roz!
—Lo sé, Peter, he hablado contigo las siete veces.
—¿No sabes si ha leído mi guión?
—No estoy segura de que haya podido hacerlo.
—Cuando te llamé la semana pasada, me dijiste que lo comprobarías.
—La semana pasada no lo había hecho.
—¿Crees que lo hará la próxima? —suplicó.
Silencio en la línea. Creyó escuchar el sonido incesante del clic de un bolígrafo. Y por fin:
—Mira, Peter, eres un buen tipo. No debería decirte esto, pero hemos recibido el informe de Contadores de nuestros lectores y no es favorable. Es una pérdida de tiempo que sigas llamando. El señor Schwartz es un hombre muy ocupado y no va a representar este proyecto.