El abad Oswyn era un hombre imponente de largas extremidades y amplios hombros, un hombre que había pasado la mayor parte de su vida mirando a la hermandad desde una cabeza más arriba, pero que en los últimos años parecía haberse encogido debido a una dolorosa curvatura en la columna. Como resultado de ese mal, sus ojos miraban al suelo casi de manera permanente y en los pasados años le había resultado prácticamente imposible alzar la vista al cielo. Con los años su ánimo se había ensombrecido, y eso, sin duda, afectaba negativamente en la fraternidad de la comunidad.
Los hermanos le oían arrastrar los pies por el santuario, sus sandalias rasgaban los tablones de madera. Como siempre, tenía la cabeza gacha y la luz de las velas se reflejaba en su brillante cuero cabelludo y su níveo flequillo. Ascendió lentamente la escalera del altar, haciendo muecas por el esfuerzo, y se colocó donde le correspondía, bajo el baldaquino de pulido nogal. Colocó las palmas de las manos sobre la suave y fría madera de la tabula y entonó con una voz nasal y aguda:
«Aperi, Domine, os meum ad henedicendum nomen sanctum tuum
».
Los monjes, en dos filas, rezaron y pronunciaron su salmodia contestando a los responsos; sus voces se unían y llenaban el santuario. ¿Cuántos miles de veces Josephus habría dado voz a esas plegarias? Sin embargo, ese día sentía una necesidad especial de pedirle a Cristo su perdón y su compasión, y las lágrimas brotaron de sus ojos cuando llegó a la última línea del Salmo 148:
«Alleluja, laúdate Dominum de caelis, alleluja, alleluja
».
Era un día caluroso y seco, y la abadía era un hervidero de actividad. Josephus pasó a través de la recién segada hierba del claustro para hacer sus rondas matinales y revisar las tareas de la comunidad. Sin contar a los trabajadores que acudían solo durante el día, había ochenta y tres almas en la abadía de Vectis la última vez que se contaron, y cada uno de ellos esperaba ver al prior al menos una vez al día. No era de los que hacen inspecciones aleatorias, tenía su rutina y todos la conocían.
Comenzó con los albañiles para ver los progresos del edificio y le inquietó sobremanera percatarse de que Ubertus no había llegado al trabajo. Buscó al hijo mayor de Ubertus, Julianus, un robusto adolescente cuya piel morena resplandecía por el sudor, y supo así que Santesa había empezado con los dolores del parto. Ubertus volvería en cuanto pudiera.
—Mejor hoy que mañana, ¿no? Eso es lo que dice la gente —dijo Julianus al prior, quien asintió solemnemente para expresar su conformidad y le pidió que le informara cuando el nacimiento tuviera lugar.
Josephus se dirigió al
cellarium
para revisar las provisiones de carne y verduras, y después al granero para asegurarse de que los ratones no se habían metido en el trigo. En la cervecería se vio obligado a hacer una cata de la cerveza de cada barril y, como parecía no estar seguro acerca del sabor, volvió a probarlas. Después fue a la cocina contigua al refectorio para comprobar si las hermanas y jóvenes novicias estaban de buen humor. Lo siguiente fue darse una vuelta por el
lavatorium
para verificar que el agua fresca fluía adecuadamente hacia los lebrillos y las letrinas, donde tuvo que aguantar la respiración mientras inspeccionaba la zanja.
En el huerto comprobó que los hermanos mantenían a raya a los conejos para que no se comieran los brotes tiernos. Luego bordeó el pasto de las cabras para inspeccionar su edificio favorito, el
scriptorium
, el cual presidía Paulinus con los seis hermanos que, encorvados sobre las mesas, realizaban bellas copias de la regla de san Benito y de la Sagrada Biblia.
A Josephus le gustaba esa cámara más que ninguna por el silencio y la noble vocación que se practicaba en ella, y también porque consideraba que Paulinus era pío e instruido. Si había alguna pregunta sobre los cielos, las estaciones o sobre cualquier fenómeno natural, Paulinus siempre estaba dispuesto a ofrecer una interpretación profunda, paciente y correcta. La conversación banal disgustaba al abad, pero Paulinus era una fuente excelente de conocimiento, algo que Josephus tenía en alta estima.
El prior atravesó el
scriptorium
de puntillas, cuidándose mucho de no interrumpir la concentración de los copistas. El único sonido allí era el agradable roce de las plumas sobre los pergaminos. Saludó con la cabeza a Paulinus, y este esbozó una sonrisa. Una muestra de camaradería mayor no habría sido apropiada; las muestras exteriores de afecto estaban reservadas al Señor. Paulinus le indicó con un gesto que salieran.
—Que tengas buen día, hermano —dijo Josephus, entornando los ojos ante la luz del mediodía.
—También tú. —Paulinus parecía preocupado—.Así pues, mañana es el día de la verdad —susurró.
—Sí, sí —convino Josephus—. Al fin ha llegado.
—Anoche observé el cometa durante un buen rato.
—¿Y?
—Cuando llegó la medianoche, su estela se volvió roja y brillante. Del color de la sangre.
—¿Qué significa eso?
—Creo que es una señal de mal augurio.
—He oído que la mujer ha empezado con los dolores de parto —apuntó Josephus, esperanzado.
Paulinus cruzó los brazos firmemente sobre el hábito y frunció los labios con desdén.
—¿Y supones que, como ha dado a luz nueve veces anteriormente, este niño vendrá al mundo rápido? ¿En el sexto día del mes, en lugar del séptimo?
—Bueno, eso es lo que cabría esperar —dijo Josephus.
—Tenía el color de la sangre —insistió Paulinus.
El sol estaba llegando a lo más alto, y Josephus se apresuró para completar su circuito antes de que la comunidad volviera a ocupar sus puestos en el santuario para la hora sexta. Pasó deprisa por el dormitorio de las hermanas y entró en la casa capitular, en la que las filas de bancos de pino estaban aún vacías, a la espera de que llegara la hora en que el abad leería un capítulo de la regla de san Benito a toda la comunidad. Un gorrión se había colado dentro y batía sus alas en las alturas con desesperación; Josephus dejó las puertas abiertas con la esperanza de que fuera capaz de encontrar la libertad. Fue hacia la parte de atrás de la casa y golpeó con los nudillos la puerta de la cámara privada del abad.
Oswyn estaba sentado a la mesa de estudio con la cabeza inclinada sobre la Biblia. Dorados haces de luz atravesaban las vidrieras de las ventanas e incidían sobre la mesa en un ángulo perfecto que hacía que el sagrado libro refulgiera con un brillo color naranja. Oswyn se irguió lo justo para ver a su prior.
—Ah, Josephus. ¿Cómo van las cosas hoy por la abadía?
—Van bien, padre.
—¿Y qué hay de los progresos de nuestra iglesia, Josephus? ¿Cómo va el segundo arco del muro oriental?
—El arco está casi terminado. Sin embargo, Ubertus, el picapedrero, se ha ausentado hoy.
—¿No se encuentra bien?
—No, su esposa ha empezado con los dolores de parto.
—Ah, sí. Ya me acuerdo. —Esperó a que su prior añadiera algo, pero Josephus permaneció en silencio—. ¿Te preocupa ese nacimiento?
—Tal vez sea un mal augurio.
—El Señor nos protegerá, prior Josephus. De eso puedes estar seguro.
—Sí, padre. No obstante, me preguntaba si debería partir hacia el pueblo.
—¿Con qué propósito? —preguntó Oswyn bruscamente.
—Por si fuera necesaria la presencia de un religioso —dijo Josephus mansamente.
—Ya sabes lo que pienso sobre abandonar los claustros. Somos siervos de Cristo, Josephus, no de los hombres.
—Sí, padre.
—¿Han pedido nuestra ayuda los del pueblo?
—No, padre.
—Entonces preferiría que no te implicaras. —Alzó su encorvado cuerpo de la silla—. Ahora vamos a la hora sexta y reunámonos con nuestros hermanos y hermanas para rogar al Señor.
Las vísperas, el oficio que tenía lugar al ponerse el sol, era el preferido de Josephus, ya que el abad permitía que la hermana Magdalena tocara el salterio como acompañamiento a sus plegarias. Sus largos dedos punteaban las diez cuerdas del laúd, y él estaba seguro de que la perfección del tono y la precisión de la cadencia eran testimonio de la magnificencia del Todopoderoso.
Tras el oficio las hermanas y los hermanos salían del santuario en fila y se dirigían hacia sus respectivos dormitorios, pasados los bloques de piedra, los escombros y los andamios que habían dejado allí los italianos. En su celda, Josephus intentaba aclarar su mente y dedicar unos momentos a la contemplación, pero pequeños ruidos en la lejanía le distraían. ¿Había llegado alguien? ¿Traerían noticias acerca del nacimiento que estaba por venir? Esperaba que sonara la campana de los invitados en cualquier momento.
Antes de que se diera cuenta tocaron a completas; había llegado la hora del último oficio del día. Sus preocupaciones no le habían permitido meditar, y rezó pidiendo perdón por tal transgresión. Cuando pronunciaron los últimos sones del último canto, observó al abad descender con mucho cuidado del altar mayor y pensó que Oswyn jamás había parecido más viejo y más frágil.
Josephus tuvo un sueño intranquilo, enturbiado por molestas pesadillas de cometas de color rojo sangre y niños con brillantes ojos rojos. En ese sueño la gente se congregaba en la plaza de un pueblo, donde los había convocado un campanero con un brazo fuerte y otro atrofiado. El campanero estaba angustiado y lloraba, y entonces, de golpe, Josephus se despertó y se dio cuenta de que aquel hombre era Oswyn.
Alguien llamaba a su puerta.
—¿Sí?
—Prior Josephus, siento despertarle —dijo una voz joven desde el otro lado de la puerta.
—Entra.
Era Theodore, el novicio encargado esa noche de hacer guardia en la entrada principal.
—Ha venido Julianus, el hijo de Ubertus, el picapedrero. Ruega que vaya usted con él a casa de su padre. Su madre está teniendo un parto difícil y puede que no sobreviva.
—¿Aún no ha nacido el niño?
—No, padre.
—¿Qué hora es, hijo mío? —Josephus puso los pies en el suelo y se frotó los ojos.
—La undécima.
—Entonces el séptimo día está al llegar
En la oscuridad de esa noche sin luna, Josephus estuvo a punto de torcerse un tobillo en los surcos que las ruedas de los carros tirados por bueyes habían dejado en el camino. Se esforzaba por mantener el ritmo de las grandes zancadas de Julianus para seguir con más facilidad la corpulenta silueta negra del muchacho y no salirse del camino. La brisa fría del viento traía los sonidos del canto de los grillos y los graznidos de las gaviotas. Normalmente Josephus se habría deleitado con esa música nocturna, pero esa noche prácticamente ni la oía.
Cuando estaban cerca de la primera de las casas de los picapedreros, Josephus oyó sonar la campana de la abadía, la llamada para el oficio nocturno.
Medianoche.
Avisarían a Oswyn de su incursión y Josephus estaba seguro de que no sería de su agrado.
Para ser medianoche, en el pueblo reinaba una actividad inquietante. En la distancia Josephus podía ver las teas brillar desde las puertas abiertas de las pequeñas casas de paja, y antorchas que se movían arriba y abajo por el camino; la gente estaba fuera de sus casas. A medida que se acercaban, quedó claro que el centro de la actividad era la casa de Ubertus. La gente se arremolinaba a la entrada y las antorchas proyectaban fantásticas sombras alargadas. En la puerta, mirando hacia el interior, bloqueando la entrada, había tres hombres. Josephus oyó un parloteo en italiano y retazos de oraciones en latín que los picapedreros habían oído en la iglesia y habían robado como si fueran urracas.
—Abrid paso, el prior de Vectis está aquí —declaró Julianus.
Los hombres se apartaron al tiempo que se santiguaban y hacían reverencias.
Del interior salió un grito, el de una mujer agonizante, un grito horrible y desgarrador que casi traspasaba la carne. Josephus sintió que las piernas le fallaban.
—Que Dios nos proteja —dijo, y se obligó a cruzar el umbral.
El caserón estaba lleno de familiares y de gente del pueblo; para que Josephus pudiera entrar, tuvieron que salir dos para dejar espacio libre. Ubertus, un hombre duro como la piedra que cortaba a diario, estaba sentado junto al hogar, abatido, con la cabeza entre las manos.
—Prior Josephus —dijo el picapedrero con voz queda debido al cansancio—, gracias a Dios que ha venido. ¡Por favor, rece por Santesa! ¡Rece por todos nosotros!
Santesa estaba tumbada en la cama principal, rodeada de mujeres. Tenía las rodillas pegadas a su abultado vientre; el camisón arremangado dejaba a la vista unos muslos con manchitas. Tenía la cara del color de la remolacha, tan deformada que prácticamente le faltaba humanidad.
Había algo animalesco en ella, pensó Josephus. Tal vez el diablo ya la había hecho suya.
Una mujer oronda que Josephus reconoció como la mujer de Marcus, el vigilante del cementerio, parecía hallarse a cargo del parto. Estaba a los pies de la cama, con la cabeza entrando y saliendo del camisón de Santesa, y no paraba de hablar en italiano y de dar órdenes a Santesa. Llevaba el pelo trenzado en un moño, lejos de los ojos; tenía las manos y el delantal cubiertos de una materia rosa y viscosa. Josephus se percató de que a Santesa le brillaba el vientre por un ungüento rojizo y que en la cama había una pata ensangrentada de una grulla. Brujería. Eso no lo podía tolerar.
Al darse cuenta de la presencia del religioso, la partera se volvió.
—Viene del revés —dijo simplemente.
Josephus se arrimó a ella por detrás e inmediatamente la partera levantó el camisón: un piececillo púrpura minúsculo colgaba del cuerpo de Santesa.
—¿Es un niño o una niña?
La mujer bajó el camisón.
—Un niño.
Josephus tragó saliva, hizo la señal de la cruz y se hincó de rodillas.
- In nomine patris, et filii, et spiritus sancti
...
Pero por más que rezara, deseaba con todas sus fuerzas que el niño naciera muerto.
Nueve meses antes, en una cruda noche de noviembre, soplaba un vendaval fuera de la casa del picapedrero. Ubertus reavivó el fuego por última vez y fue de jergón en jergón comprobando que estuvieran todos sus retoños, dos o tres por cama, excepto Julianus, que tenía edad suficiente para poseer su propio jergón. Tras esto, se metió en la cama principal, junto a su esposa, que estaba a punto de quedarse dormida, exhausta tras otro largo día de duro trabajo.