—No sé qué puedo decirles a ustedes que no le haya dicho ya a la policía —dijo Helen Swisher mientras cruzaban un arco que daba al salón, un espacio diáfano formidable con vistas a Park Avenue. Will se sentía incómodo con la decoración y el mobiliario, tanta finura, el salario de toda una vida dilapidado en una habitación, los decoradores como locos con los muebles antiguos, las arañas y las alfombras, cada una del precio de un buen coche.
—Muy bonito —dijo Will arqueando las cejas.
—Gracias —respondió ella con frialdad—. A David le gustaba leer los periódicos del domingo aquí. Acabo de ponerlo a la venta.
Tomaron asiento y ella se puso de inmediato a juguetear con la correa de su reloj, una señal de que el tiempo era oro para ella. Will la caló al momento y le hizo un miniperfil. A su manera caballuna era una mujer atractiva, su peinado perfecto y su traje de firma realzaban su aspecto. Swisher era judío, pero ella no, tal vez procediera de una familia acomodada, un banquero y una abogada que se conocieron no a través de los círculos sociales sino de manera concertada. No es que la tipa fuera un poco fría, era pura escarcha. El que no exteriorizara su pena no quería decir que no sintiera nada por su marido —probablemente le quería—, sino que era un reflejo del hielo que tenía en las venas. Si Will alguna vez tenía que demandar a alguien, alguien a quien odiara de verdad, esa era la mujer a la que buscaría.
Solo miraba a Will. Nancy podría haber sido invisible. Los subordinados, como esos socios colegiados del selecto gabinete de Helen, eran meros implementos, personajes secundarios. Solo cuando Nancy abrió su libreta, Helen la vio y frunció el ceño.
Will pensó que no tenía sentido comenzar con las consabidas condolencias. El no había ido allí a vender y ella no iba a comprar. Puso la directa y preguntó:
—¿Conoce a algún hispano que conduzca un coche azul?
—¡Válgame Dios! ¿Tanto han estrechado ya el cerco en su investigación?
Will hizo caso omiso de la pregunta.
—¿Sí o no?
—El único hispano que conozco es el que sacaba a pasear a nuestro perro, Ricardo. No tengo ni la menor idea de si tiene coche o no.
—¿Por qué ha dicho «paseaba»?
—Regalé el perro de David. Es curioso, pero uno de los de la ambulancia del hospital Lenox Hill se encariñó de él aquella mañana.
—¿Podría darme los datos para contactar con Ricardo?
—Por supuesto —respondió ella con desdén.
—Si tenían a alguien que sacaba a pasear al perro —dijo Will—, ¿por qué lo sacó su marido la mañana en que fue asesinado?
—Ricardo solo venía por las tardes, cuando los dos estábamos fuera trabajando. Cuando estábamos aquí lo sacaba David.
—¿Todas las mañanas a la misma hora?
—Sí, a eso de las cinco de la mañana.
—¿Quién conocía esa rutina?
—Supongo que el portero de noche.
—¿Tenía enemigos su marido? El tipo de enemigo al que le habría gustado verlo muerto...
—¡Desde luego que no! Es decir, cualquiera que se dedique a la banca tiene adversarios, eso es normal, pero las transacciones que realizaba David eran corrientes, amistosas por lo general. Era un buen hombre —dijo ella como si la bondad no fuera una virtud.
—¿Recibió el correo electrónico con los nombres de las víctimas?
—Sí, le eché un vistazo.
—¿Y?
La cara se le desfiguró.
—¡Y por supuesto que ni yo ni David conocíamos a nadie de esa lista!
Ahí estaba, esa era la explicación de que, se mostrara reacia a cooperar. Aparte de la inconveniencia de perder a un esposo en el que podía confiar, le asqueaba verse relacionada con el caso del Juicio Final. Era muy vistoso, pero de baja estofa. La mayoría de las víctimas vivían anónimamente al margen. El asesinato de David perjudicaba su imagen, su carrera; sus acomodados socios cotilleaban sobre Helen mientras meaban en sus urinarios y golpeaban la bola en el campo de golf. En cierto modo seguramente estaba enfadada con David por haber dejado que le rebanaran el cuello.
—Las Vegas —dijo Will de repente.
—Las Vegas —repitió ella con recelo.
—¿A quién conocía David en Las Vegas?
—Él se preguntó exactamente lo mismo cuando vio la postal la noche antes de que lo asesinaran. No se acordaba de nadie, y yo tampoco.
—Hemos intentado que el banco de su marido nos diera la lista de sus clientes pero ha resultado imposible —dijo Nancy.
Ella se dirigió a Will.
—¿Con quién han hablado?
—Con el director de la sucursal.
—Conozco bien a Steve Gartner. Si quiere, puedo llamarlo.
—Nos sería de gran ayuda.
El teléfono de Will se puso a sonar con su inadecuada música y él contestó sin excusarse, escuchó durante unos segundos, se levantó y se dirigió hacia un grupo de sillas y sofás que había en una esquina al otro lado de la habitación, dejando a las dos mujeres solas e incómodas.
Nancy, cohibida, se puso a repasar sus anotaciones para parecer ocupada en asuntos importantes, pero estaba claro que se sentía como un jabalí verrugoso ante esa leona. Helen se limitó a mirar fijamente la esfera de su reloj, como si con eso pudiera hacer desaparecer a aquella gente por arte de magia.
Will colgó y volvió sobre sus pasos.
—Gracias. Tenemos que irnos.
Eso fue todo. Un rápido apretón de manos y punto. Miradas frías y cordial antipatía.
Una vez en el ascensor Will dijo:
—Qué chica más maja.
Nancy estaba de acuerdo.
—Menuda zorra.
—Vamos a City Island.
—¿Por qué?
—Víctima número nueve.
A Nancy casi le da un tirón en el cuello al alzar la vista y mirarlo.
La puerta se abrió al vestíbulo.
—El juego ha cambiado, socia. No parece que vaya a haber una víctima número diez. La policía tiene a un sospechoso: Luis Camacho, varón hispano de treinta y dos años, uno setenta y cinco de altura y setenta y dos kilos de peso.
—¿En serio?
—Al parecer el tipo trabaja de auxiliar de vuelo. Adivina en qué ruta opera.
—¿Las Vegas?
—Las Vegas.
Confluencia.
La palabra había estado rondado su cabeza y a veces, cuando estaba solo, escapaba de su boca y lo dejaba temblando.
Le preocupaba la confluencia, como a toda la hermandad, pero estaba convencido de que a él le afectaba más que a los otros, deducción esta del todo imaginaria ya que los problemas de ese tipo no se discutían de manera abierta.
Por supuesto, estaban concienciados desde hacía tiempo de que ese séptimo día llegaría, pero la creencia de que se trataba de una profecía creció cuando en el mes de mayo apareció un cometa, y ahora, dos meses después, su luminosa cola permanecía en el cielo nocturno.
El prior Josephus estaba despierto antes de que sonara la campana para maitines. Apartó el pesado cobertor, se levantó, se alivió en el orinal y se refrescó la cara con el agua fría de una jofaina. En el suelo de barro había un jergón, una mesa y una silla. Esa era su celda; no había ventanas. Su blanca túnica de lana y sus sandalias de cuero eran sus únicas pertenencias terrenales.
Y era feliz.
A sus cuarenta y cuatro años se estaba quedando calvo y se había puesto un poco rechoncho debido a su afición a la fuerte cerveza de los barriles de la cervecería de la abadía. La calvicie de la coronilla le facilitaba la tarea de mantener la tonsura; todos los meses, Ignatius, el barbero cirujano, le hacía un trabajo rápido y lo despachaba con una palmadita en su rala calva y un guiño de complicidad.
Había entrado en el monasterio cuando tenía quince años, y en su condición de oblato, tenía prohibido el acceso a las zonas más alejadas del monasterio hasta que hubiera completado su iniciación y fuera un miembro de pleno derecho. Una vez dentro supo de inmediato que viviría siempre entre esos muros y que allí sería donde moriría. El amor que sentía hacia Dios y sus lazos de hermandad con los miembros de la comunidad (los siervos de Cristo) eran tan fuertes que a veces lloraba de alegría, atemperada solo por la culpa de saberse tan afortunado en comparación con tantas almas descarriadas como había en la isla.
Se arrodilló junto a la cama y, siguiendo la tradición iniciada por san Benito, comenzó su jornada espiritual con el padrenuestro para que, tal como san Benito habia escrito, la comunidad se purifique de «las espinas de escándalo que suelen producirse»:
Pater noster, qui es in caelis:
sanctificetur Nomen Tuum;
adveniat Regnum Tuum;
fiat voluntas Tua...
Acabó la plegaria, se santiguó, y en ese momento sonó la campana de la abadía. Suspendida en la torre con una cuerda recia, había sido labrada hacía casi dos décadas por Matthias, el herrero de la comunidad y amigo del alma de Josephus, que había muerto hacía tiempo a causa de la lepra. El melodioso tañido del badajo contra las placas de hierro le traía siempre el recuerdo de la risa sincera del herrero de mejillas sonrosadas.
Por un momento pensó en disciplinarse en memoria de su amigo, pero entonces la palabra «confluencia» invadió sus pensamientos.
Había tareas que hacer antes de los laudes, y como prior de la comunidad era el encargado de supervisar las labores de los novicios y los jóvenes monjes. Fuera hacía un frío agradable y estaba oscuro como boca de lobo; cuando respiraba, el aire húmedo que se colaba por su nariz le traía el sabor del mar. En los establos, las vacas estaban cargadas de leche; le satisfizo ver que, cuando él llegó, los jóvenes ya estaban ocupándose de las ubres.
—La paz sea contigo, hermano —dijo en voz baja a cada uno de los hombres, posando la mano sobre su hombro a medida que pasaba junto a ellos. Entonces se quedó helado: había siete vacas y siete hombres.
Siete.
El misterioso número de Dios.
El libro del Génesis estaba repleto de sietes: los siete cielos, los siete tronos, los siete sellos, las siete iglesias. Las murallas de Jericó se desmoronaron el séptimo día del sitio. En las Revelaciones, siete espíritus de Dios eran enviados para que se adentraran en la tierra. Desde David hasta el nacimiento de Cristo Nuestro Señor hubo exactamente siete generaciones.
Y ahora se encontraban al borde del séptimo día del séptimo mes del
Anno Domini
777, que confluía con el advenimiento del cometa que Paulinus, el astrónomo de la abadía, había llamado con cautela Cometes Luctus, el Cometa de las Lamentaciones.
Y luego estaba el problema de Santesa, la esposa de Ubertus el picapedrero, que se acercaba al final de su preocupante estado.
¿Cómo podían aparentar todos semejante placidez? ¿Qué traería, en el nombre del Señor, el día de mañana?
La iglesia de la abadía de Vectis era una obra colosal en proceso, una fuente de inmenso orgullo. La iglesia original, de madera y paja, construida casi un siglo antes, era una estructura sólida que había aguantado los vientos del litoral y el azote de las tormentas marinas. La historia de la iglesia y la abadía era bien conocida, ya que algunos de sus monjes más antiguos habían servido junto a los hermanos fundadores. De hecho, uno de sus miembros, el anciano Alric, ahora demasiado enfermo hasta para salir de su celda y acudir a misa, había conocido a Birino, el eminente obispo de Dorchester, en sus tiempos de juventud.
Birino era un franciscano que había llegado a Wessex en el año 634, tras haber sido investido obispo por el papa Honorio con la misión de convertir a los paganos sajones del oeste. Pronto adoptó el papel de árbitro en una guerra civil en esa tierra dejada de la mano de Dios y se esforzó por forjar una alianza entre el gañán Cinegildo, rey de los sajones del oeste, y Osvaldo, rey de Northumbría, de temperamento mucho más afable, un cristiano. Pero Osvaldo no se aliaría con un no creyente, así que Birino, sintiendo que esa era una oportunidad única, persuadió a Cinegildo para que se convirtiera al cristianismo y vertió personalmente el agua bautismal sobre su sucia cabeza en el nombre de Cristo.
A esto siguió un pacto con Osvaldo y una larga paz. Cinegildo, en agradecimiento, legó Dorchester a Birino como sede episcopal y se convirtió en su benefactor. Birino, por su parte, se embarcó en la fundación de abadías según la tradición de san Benito por los territorios del sur, y cuando se estableció la carta fundacional de la abadía de Vectis en 686, el año de la peste negra, la última de las islas de Britania entró en el seno de la cristiandad. Cinegildo donó a la Iglesia sesenta fanegas de tierra cercanas al agua en ese enclave isleño, al que se accedía fácilmente en barco desde las costas de Wessex.
Conseguir que la plata de la realeza revirtiera en los intereses de la Iglesia ahora era asunto de Aetia, obispo de Dorchester. Había inculcado en el rey Offa de Mercia los beneficios espirituales que comportaría la siguiente fase de gloria para la abadía de Vectis —el paso de la madera a la piedra— para alabanza y honra del Señor. «Al fin y al cabo —había murmurado el obispo al rey—, el prestigio no se mide en roble sino en piedra.»
En una cantera, no lejos de las murallas de la abadía, los picapedreros italianos llevaban dos años cincelando bloques de arenisca que se transportaban con bueyes hasta la abadía, donde los albañiles los colocaban con mortero, erigiendo poco a poco los muros de la iglesia sobre la estructura de madera. El tañido metálico del cincel en la piedra llenaba el aire a lo largo del día, solo silenciado durante los oficios, cuando la contemplación y las calladas oraciones de los hermanos inundaban el santuario.
Josephus volvió al dormitorio, de camino a maitines, y abrió con cuidado la puerta de la celda de Alric para asegurarse de que el viejo monje seguía en este mundo. Le animó escuchar ronquidos, de modo que susurró una plegaria sobre su cuerpo hecho un ovillo, se marchó sin hacer ruido y entró en la iglesia por la escalera del dormitorio que llevaba directamente al transepto.
El santuario estaba iluminado por apenas una docena de velas, pero esa luz bastaba para evitar accidentes. Desde allí arriba, en la oscuridad, Josephus podía intuir las formas de los murciélagos frugívoros que revoloteaban entre las vigas. Los hermanos, de pie en dos filas a ambos lados del altar, esperaban pacientemente a que llegara el abad. Josephus se acercó lentamente a Paulinus, un monje pequeño y nervioso, y de no haber escuchado el crujido de la puerta principal al abrirse, habrían intercambiado un saludo furtivo. Pero el abad había llegado y nadie se atrevió a hablar.