La Biblioteca De Los Muertos (19 page)

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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Misterio y suspense

BOOK: La Biblioteca De Los Muertos
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—Heineken —observó Luis—. Buena cerveza.

—Sí, está bien —respondió Mark, tenso. Desgraciadamente el vaso estaba demasiado lleno como para retirarse de manera elegante.

—¿Y a qué te dedicas, Peter?

Mark miró de reojo y vio que sobre el labio de Luis había aparecido un bigotillo espumoso muy cómico. ¿Quién sería esta noche? ¿El escritor? ¿El jugador? ¿El analista de sistemas? Las posibilidades rodaron como en una máquina tragaperras hasta que las ruedas se detuvieron.

—Soy escritor —respondió.

—¡No jodas! ¿Novelas y eso?

—Películas. Escribo guiones.

—¡Guau! Igual he visto alguna de tus películas...

Mark no paraba de moverse en el taburete.

—Todavía no se han producido, pero estoy considerando la oferta de un estudio para este año como muy tarde.

—¡Eso es genial, tío! ¿De acción y tal? ¿O comedias divertidas?

—Sobre todo de acción. Superproducciones. Luis dio un buen trago espumoso a su bebida.

—¿Y de dónde sacas las ideas? Mark abrió los brazos.

—De todos lados. Estamos en Las Vegas. Si no consigues ideas en Las Vegas, no las consigues en ningún sitio.

—Sí, ya te entiendo. Tal vez pueda leer algo de lo que hayas escrito. Eso molaría.

La única manera de cambiar la conversación que se le ocurrió fue lanzar otra pregunta.

—¿Y tú a qué te dedicas, Luis?

—Soy auxiliar de vuelo. Trabajo para US Air. Esta es mi ruta, de Nueva York a Las Vegas. Voy y vengo, voy y vengo. —Movió la mano en una dirección y luego en otra para ilustrar el concepto.

—¿Te gusta? —preguntó Mark de manera automática.

—Sí, ya sabes, está bien. Es un vuelo de unas seis horas, así que hago noche en Las Vegas unas cuantas veces a la semana y me quedo aquí, o sea que sí, me gusta bastante. Me podrían pagar más, pero tengo una buena seguridad social y toda esa mierda, y la mayor parte del tiempo nos tratan con respeto. —Luis se había acabado su bebida. Le hizo señas al camarero para que le pusiera otra—. ¿Seguro que no quieres que te invite a uno, o a otra Heineken, Peter?

Mark rechazó la oferta.

—Tengo que retirarme prontito.

—¿Juegas? —preguntó Luis.

—Sí, a veces juego al blackjack —contestó Mark.

—No me gusta mucho ese juego. Me gustan las máquinas, pero soy auxiliar de vuelo, tío, tengo que andarme con ojo. Lo que hago es ponerme un límite de cincuenta pavos. Si paso de eso, ya puedo olvidarme. —Se puso un poco tenso, después preguntó—: ¿Apuestas a lo grande?

—A veces.

Le sirvieron otra margarita. Ahora Luis parecía nervioso, se lamía los labios para mantenerlos húmedos. Sacó la cartera y pagó con tarjeta. Era una cartera fina pero estaba llena de cosas, y con la tarjeta de crédito se deslizó el permiso de conducir de Nueva York. Dejó el permiso de conducir en la barra, puso la cartera encima y dio un largo trago a la margarita que acababan de servirle.

—Bueno, Peter —dijo finalmente—, ¿te apetece apostar a lo grande por mí esta noche?

Mark no entendió la pregunta. Estaba desorientado.

—No sé a qué te refieres.

Luis dejó que su mano se moviera por la encerada madera hasta que rozó ligeramente la mano de Mark.

—Has dicho que nunca habías visto cómo son las habitaciones de aquí. Podría enseñarte cómo es la mía.

Mark se sintió desfallecer. Existía la posibilidad de que se desmayara, de que se cayera del taburete como un borracho de comedia barata. Sintió que el corazón le latía más fuerte y que su respiración se hacía más agitada y entrecortada. El pecho le oprimía como si lo llevara vendado como una momia. Irguió la espalda y apartó la mano.

—¿Piensas que yo...?

—Eh, tío, lo siento. Pensaba que, bueno, ya sabes, que quizá te lo hacías con tíos. No pasa nada. —Y después, casi notando su aliento—: John, mi novio, estará encantado de que no haya tenido suerte.

«¿Que no pasa nada? —pensó Mark asqueado—. ¡Una mierda, no pasa nada! ¡Mira, capullo, te diré yo si pasa o no pasa nada, maricón de mierda! ¡Me importa una mierda tu puto novio! ¡Déjame en paz de una puta vez!» Toda esta retahíla tronaba en su cabeza como una cascada de sensaciones viscerales: mareos, una náusea creciente, un pánico real y auténtico. No creía que fuera capaz de levantarse y largarse de allí sin dar con sus huesos en el suelo. Los sonidos del restaurante y el casino se desvanecieron. Solo oía los latidos en su pecho.

Al ver que Mark tenía los ojos abiertos como platos y mirada de loco, Luis se asustó.

—Eh, tío, tranquilo, está bien. Eres un buen tipo. No quiero estresarte. Voy a cambiarle el agua al canario y luego si quieres hablamos. Olvida lo de la habitación. ¿Vale?

Mark no respondió. Permanecía allí inmóvil, intentando controlar su cuerpo. Luis cogió su cartera.

—Ahora vuelvo —dijo— Vigílame la copa, ¿sí? —Le dio un golpecito suave en la espalda e intentó sonar tranquilizador—: Cálmate, ¿vale?

Mark observó cómo Luis desaparecía al torcer la esquina; sus esbeltas caderas bien apretadas bajo los pantalones. Aquella visión hizo que todas sus emociones se destilaran en una: ira. Le subió la temperatura. Le ardían las sienes. Intentó calmarse bebiéndose la cerveza que le quedaba.

Unos instantes después pensó que tal vez ya podría ponerse en pie y probó sus piernas con cautela. De momento, perfecto. Las rodillas le aguantaban. Quería salir de allí cuanto antes, sin dejar rastro, así que tiró un billete de veinte a la barra y luego otro de diez, por si no llegaba. El segundo billete aterrizó sobre una tarjeta. Era el permiso de conducir de Luis. Mark miró alrededor y luego lo cogió sin que nadie lo viera.

Luis Camacho

189 Minnieford Avenue, City Island, Nueva York, 10464

Nacido el: 1-12-1977

Lo volvió a tirar a la barra y salió de allí prácticamente corriendo. No necesitaba anotarlo. Lo había memorizado.

Tras salir del Luxor, condujo hasta su casa, que estaba en un callejón en el que había seis parcelas más como la suya. La casa era de color blanco estuco con tejado de tejas. Se hallaba sobre un solar con un césped tamaño alfombra. En el jardín trasero había una terraza que salía de la cocina y una valla para poder tomar el sol sin intromisiones. El interior estaba decorado con despreocupación de soltero. Cuando estuviera en el sector privado y ganara un salario de alta tecnología en Menlo se compraría muebles contemporáneos y caros para su moderno apartamento, piezas minimalistas con aristas y salpicaduras de colores primarios. Ese mismo mobiliario en un rancho de estilo español se vería anticuado, como comida echada a perder. Era un interior sin alma, completamente desprovisto de arte, decoración o toque personal.

Mark no daba con un sitio donde se sintiera cómodo. Las emociones eran como un baño de ácido para su cuerpo. Intentó ver la televisión, pero la apagó a los pocos minutos, asqueado. Cogió una revista y al rato la tiró a la mesilla, de donde se resbaló, chocó con el marco de una fotografía y la derribó. La cogió y la miró: los compañeros del primer año en su reunión del veinticinco aniversario. La mujer de Zeckendorf la había enmarcado y se la había mandado como recuerdo.

No estaba seguro de por qué la tenía allí a la vista. Esas personas ya no significaban nada para él. De hecho, hubo un momento en el que incluso las despreciaba. En especial a Dinnerstein, su torturador personal, quien con su constante ridiculización hacía que el trauma normal de ser un novato con problemas para las relaciones sociales se convirtiera en una tortura. Zeckendorf no era mucho mejor. Will siempre había sido diferente de los otros, pero en cierto sentido acabó decepcionándole más que ellos.

En la fotografía Mark aparecía rígido, con una sonrisa falsa y el enorme brazo de Will sobre su hombro. Will Piper, el chico de oro. Durante aquel primer año, Mark había observado con envidia lo fáciles que le resultaban a aquel las cosas: mujeres, amigos, pasarlo bien. Will siempre mostraba una gracia caballerosa, incluso con él. Cuando Dinnerstein y Zeckendorf se aliaban contra él, Will los desarmaba con una broma o los espantaba con esa garra de oso que tenía por mano. Durante meses había fantaseado con que Will le pidiera que fueran compañeros de cuarto en el segundo curso y así poder disfrutar del reflejo de su gloria. Entonces, en primavera, antes de los exámenes, ocurrió algo.

Una noche estaba en la cama intentando conciliar el sueño. Sus tres compañeros estaban en el salón, bebiendo cerveza, con la música a todo volumen. Harto, les gritó desde la habitación:

—¡Eh, mamones, que mañana tengo un examen!

—¿El comemierda ese nos ha llamado mamones? —preguntó Dinnerstein a los otros.

—Creo que sí —convino Zeckendorf.

—Hay que hacer algo al respecto —afirmó Dinnerstein.

Will bajó el volumen del equipo de música.

—Dejadle en paz.

Una hora más tarde, los tres estaban más que borrachos: pasadísimos, beodos, esa clase de estado en el que las malas ideas parecen buenas.

Dinnerstein llevaba un rollo de cinta americana en la mano y se coló en la habitación de Mark. Dormía como un tronco, así que Zeckendorf y él no tuvieron problemas para atarlo a la litera de arriba pasando la cinta por debajo una y otra vez, hasta que pareció una momia. Will los observaba desde el pasillo con estupor y una estúpida sonrisa en la cara, pero no hizo nada para detenerlos.

Cuando estuvieron satisfechos con su obra de ingeniería, siguieron bebiendo y riendo en el salón hasta que se cayeron al suelo.

A la mañana siguiente, cuando Will abrió la puerta del dormitorio, se encontró a Mark cual capullo de seda, inmovilizado en su envoltorio gris. Las lágrimas surcaban su enrojecido rostro.

—Me he perdido el examen.

Y después:

—Me he meado encima.

Will cortó la cinta con una navaja suiza y Mark oyó que entre su resaca se filtraba alguna disculpa tonta, pero ya no volvieron a dirigirse la palabra.

Will había saltado a la fama haciendo cosas admirables mientras él se había pasado la vida trabajando en la sombra. Se acordó de lo que Dinnerstein había dicho de Will aquella noche en Cambridge: el mejor criminólogo de asesinos en serie de la historia. El hombre. Infalible. ¿Y qué podía decir la gente de él? Cerró los ojos y apretó los párpados con fuerza.

La oscuridad hizo que algo se disparara en su cabeza. Las ideas empezaron a tomar forma y, dada la velocidad de su mente, tomaban forma muy rápidamente. A medida que las ideas cristalizaban, otra parte de su cerebro intentaba congelarlas para que se disiparan sin provocar daños.

Sacudió la cabeza con tanta vehemencia que le dolió, un dolor punzante y sordo. Fue un impulso primitivo, como habría hecho un niño para sacarse de la cabeza pensamientos perversos: «¡Para de pensar esas cosas!».

—¡Para ya!

Al darse cuenta de que acababa de gritar, se levantó, asombrado de sí mismo.

Salió a la terraza para intentar calmarse observando el cielo nocturno. Pero hacía un frío de mil demonios y un enjambre informe de nubes oscurecía las constelaciones. Se retiró a la cocina y allí se bebió otra cerveza sentado incómodo en una silla de respaldo alto junto a la mesa del desayuno. Cuanto más intentaba poner freno a sus pensamientos, más abría las compuertas a ese remolino de rabia y asco que emergía de él como un río de agua salada.

«Vaya mierda de día —pensó—. Puto día de mierda.»

Eran ya más de las doce de la noche. De repente pensó en algo que podría hacer que se sintiera mejor y rebuscó el móvil en el bolsillo. Solo había una medicina para la epidemia de ese día. Suspiró hondo y accedió a uno de los números de la agenda de su teléfono. Ya estaba sonando.

—¿Hola? —dijo una voz de mujer.

—¿Eres Lydia?

—¿Quién lo pregunta? —contestó ella con dulzura.

—Soy Peter Benedict, del Constellation, ¿te acuerdas? El amigo del señor Kemp.

—¡Área 51! —gritó ella—. ¡Hola, Mark!

—Te acuerdas de mi nombre verdadero. —Eso estaba bien.

—Pues claro que me acuerdo. Eres mi ovni particular. Ya no trabajo en McCarran, por si has estado buscándome.

—Sí Ya me di cuenta de que no estabas por allí.

—He conseguido un trabajo mejor en una clínica justo pasado la franja. Estoy de recepcionista. Hacen reversiones de la vasectomía. ¡Me encanta!

—Suena bien.

—¿Y tú en qué andas?

—Bueno, me preguntaba si estabas libre esta noche.

—Cariño, yo nunca estoy libre, pero si la pregunta es si estoy disponible, ya me gustaría. Justo ahora salgo para el Four Seasons para una cita, y luego habrá que darle un poquito de sueño a mi cuerpito, que mañana tengo que estar pronto en la clínica. Lo siento.

—Y yo.

—¡Oh, cielo! Prométeme que me llamarás pronto. Si me lo dices con un poco más de antelación, quedamos seguro.

—Claro.

—Saluda de mi parte a nuestros amiguitos verdes, ¿vale?

Se quedó sentado un rato más y, completamente derrotado, dejó que sucediera, se dejó sucumbir al plan emergente que se galvanizaba dentro su cabeza. Pero antes tenía que encontrar una cosa. ¿Qué había hecho con aquella tarjeta de visita? Sabía que se la había guardado, pero ¿dónde? La buscó haciendo un barrido apresurado por los sitios habituales hasta que al final la encontró bajo una pila de calcetines limpios que había en su cómoda.

NELSON G. ELDER, PRESIDENTE Y DIRECTOR GENERAL,

COMPAÑÍA ASEGURADORA DESERT LIFE.

Tenía el portátil en el salón. Tecleó con impaciencia «Nelson G. Elder» en el buscador y se dispuso a absorber la información como una esponja. Su compañía, Desert Life, cotizaba en bolsa y se había quedado estancada, con las acciones a la baja, durante casi cinco años. La bandeja de entrada de su correo estaba llena de mensajes con improperios de sus inversionistas. A Nelson Elder los accionistas no le tenían demasiado aprecio, y muchos de ellos aportaban sugerencias muy gráficas acerca de lo que podía hacer con su paquete de compensaciones de 8,6 millones de dólares. Mark visitó la página de la compañía y se adentró en sus archivos secretos. Se metió en los asuntos jurídicos y financieros. Tenía experiencia en pequeñas inversiones, así que estaba familiarizado con el papeleo de las grandes compañías. Al poco tiempo ya tenía una idea aproximada del modelo de negocio y el estado de cuentas de Desert Life.

Cerró el portátil. En un segundo su plan apareció ante él completamente formado, cada uno de sus detalles tan claros como el agua. Parpadeó como reconocimiento de su perfección.

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