Los vigilantes también estaban en sus listas de grupos en cuarentena, una por cada empleado: los nombres de familiares, amigos, vecinos, esposas de compañeros de trabajo... todo aquello que constituía un área personal de acceso restringido. Uno de esos algoritmos atrapamoscas de Mark podía detectar a un empleado que intentara acceder a la información que formaba parte de su lista en cuarentena, y que esa detección no conllevara consecuencias desagradables no era más que un acto de fe. Aún se hablaba de cierto analista de finales de los setenta que intentó buscar información sobre su prometida... supuestamente el pobre hombre seguía pudriéndose en un agujero de la prisión federal.
Sintió un fuerte retortijón de tripas. Apretó los dientes, salió corriendo de la oficina y caminó a paso rápido por el pasillo hasta el servicio de hombres más cercano. Poco después, estaba de nuevo en su escritorio, aliviado, y aferraba algo en la mano izquierda. Cuando estuvo seguro de que nadie lo miraba, abrió la mano y dejó un trozo de plástico gris con forma de bala de unos cinco centímetros dentro del primer cajón de su escritorio.
Al volver a la sala común avanzó cual un hombre invisible entre las personas que en ese momento llenaban la habitación y charlaban animadamente sobre sus planes para el fin de semana. Encontró el equipo de soldadura que buscaba en un armario de suministros empotrado, volvió con él como si tal cosa a su despacho y cerró la puerta con cuidado.
Con Rosenberg fuera, las posibilidades de que alguien le interrumpiera eran prácticamente nulas, así que se puso manos a la obra. En el último cajón del escritorio tenía unos cables de ordenador atados con gomas. Escogió un conector USB y rompió uno de los extremos de metal usando unos alicates pequeños. Ya estaba listo para la bala gris.
Un minuto más tarde había terminado. Había conseguido soldar con éxito el conector de metal a la bala y fabricar así un dispositivo de almacenamiento de memoria de cuatro gigas completamente operativo, un aparato capaz de almacenar tres millones de páginas de datos, algo más letal para la seguridad de Área 51 que si hubiera conseguido entrar con un arma automática.
Mark volvió a poner el dispositivo de memoria en su escritorio y se pasó el resto de la mañana escribiendo códigos. Había estado trabajando en ello mentalmente por la mañana temprano, durante el breve trayecto hasta el aeropuerto de Las Vegas, así que ahora sus dedos sobre el teclado prácticamente echaban humo. Se trataba de un programa de camuflaje diseñado para ocultar que estaba a punto de desarmar su propio impenetrable sistema de detección de intrusos. A la hora del almuerzo habría acabado.
Cuando la sala común y los despachos colindantes se vaciaron para el almuerzo, hizo el cambio y activó el nuevo juego de códigos. Funcionaba a la perfección, tal como sabía que lo haría, al cien por cien a prueba de rastreos, y cuando estuvo seguro de que no podrían detectarlo se registró en la base de datos principal de Estados Unidos.
Entonces introdujo un nombre: «Camacho, Luis. Nacido el 1/12/1977», y contuvo la respiración. La pantalla se encendió. No hubo suerte.
Por supuesto, tenía otras ideas bajo la manga. La siguiente mejor opción podría ser el novio de Luis, John. Dio por hecho que encontrarlo sería pan comido, y estaba en lo cierto. Oculto tras su programa de camuflaje, abrió un portal de NTS 51 en una base de datos personalizada que contenía facturas de teléfono de todos los proveedores del servicio de Estados Unidos.
Le bastó hacer un cruce entre el nombre, John, y la dirección, 189 Minnieford Avenue, City Island, Nueva York, para que saliera el nombre completo, John William Pepperdine, y su número de la Seguridad Social. Unas cuantas pulsaciones más y consiguió su fecha de nacimiento. «Esto es coser y cantar», pensó. Armado con esos datos, volvió a entrar en la base de datos principal de Estados Unidos y pulsó el icono de búsqueda.
Resopló, no podía creer que tuviera tanta suerte. El resultado era extraordinario. No. Era perfecto.
Ya tenía el gancho.
«Vale, Mark, date prisa —pensó— Ya has entrado, ¡ahora sal!» Los de su departamento pronto volverían del almuerzo y quería dejar de caminar por la cuerda floja. Movió con cuidado el dispositivo de memoria recién soldado a un puerto USB de su ordenador.
Grabar en su dispositivo la deseada lista de datos de Estados Unidos fue cosa de unos segundos. Una vez hecho esto, cubrió su rastro de manera experta, desactivando su programa de camuflaje y reiniciando el sistema de detección de intrusos simultáneamente. Dio fin a la operación rompiendo el conector de metal que había unido a la bala gris y soldándolo de nuevo al cable USB. Cuando todos los componentes volvieron a su lugar en el escritorio, abrió la puerta de su despacho y, con la mayor naturalidad posible, se dirigió hacia el armario de suministros para devolver el equipo de soldadura.
Cuando se apartó del armario, Elvis Brando, un hombre prepotente de cara cuadrada, estaba bloqueándole el paso y se hallaba lo suficientemente cerca como para que Mark pudiera oler el chili en su aliento.
—¿Te has saltado el almuerzo? —preguntó Elvis.
—Creo que tengo gastroenteritis —dijo Mark.
—Quizá deberías ir al médico. Estás sudando como un cerdo.
Mark tocó su húmeda frente y se dio cuenta de que tenía la sudadera empapada por las axilas.
—Estoy bien.
Cuando quedaba media hora para el final de la jornada, Mark volvió a visitar los servicios y encontró uno libre. Se sacó dos objetos del bolsillo de la sudadera, el dispositivo de almacenamiento de memoria con forma de bala y un condón arrugado. Metió la bala de plástico dentro del condón y se quitó la sudadera. Tras esto, apretó los dientes y se introdujo el secreto mejor guardado del planeta por el trasero.
Aquella noche se sentó en el sofá y perdió la noción del tiempo mientras que su portátil calentaba sus piernas y provocaba que le escocieran los ojos. Manipuló la base de datos pirateada mezclándola como si fuera una baraja de cartas, haciendo cruces, verificaciones, escribiendo sus propias listas a mano y revisándolas hasta que estuvo satisfecho.
Trabajaba con impunidad. Aunque hubiera estado conectado a la red, su ordenador tenía una protección ante los ataques que los vigilantes no podrían penetrar. Las únicas partes de su cuerpo que se movían eran las manos y los dedos, pero cuando hubo acabado estaba prácticamente sin aliento por el esfuerzo realizado. Su propia audacia le ponía los pelos de punta; le habría gustado poder vacilar con alguien de lo descarada que era su inteligencia.
De niño, cuando sacaba una buena nota o resolvía un problema matemático, corría a contárselo a sus padres. Su madre había muerto de cáncer. Su padre se había vuelto a casar con una mujer desagradable y todavía estaba profundamente decepcionado con él porque había dejado una buena compañía por un trabajo para el gobierno. Rara vez hablaban. Por otra parte, ese no era el tipo de cosa que uno pudiera contarle a nadie.
De pronto se le ocurrió una idea que le hizo reír de la emoción.
¿Y por qué no? ¿Quién iba a saberlo?
Cerró la base de datos, la aseguró con una contraseña, abrió el archivo de su primer guión, esa oda al destino, estilo Thornton Wilder, que había tirado a la basura aquel insignificante sapo de Hollywood. Recorrió el guión haciendo cambios aquí y allá, y cada vez que le daba a la tecla encontrar y a reemplazar, chillaba emocionado, como un niño travieso con un secreto perverso.
Cuando Will era joven, su padre lo llevaba a pescar porque eso es lo que se supone que los padres hacen. Se despertaba antes del amanecer con un toquecito en el hombro, se vestía con lo primero que pillaba y se subía a la camioneta para ir desde Quincy hasta Panamá City. Su padre alquilaba por horas una lancha de ocho metros de eslora en un puerto deportivo para gente de la clase obrera y recorría viento en popa unas diez millas hacia el interior del golfo. El trayecto desde su oscura habitación hasta las resplandecientes aguas del caladero transcurría con el mínimo intercambio de palabras. Le veía pilotar el bote, su abultada silueta teñida de naranja con el sol naciente, y se preguntaba por qué ni siquiera la belleza natural de un paseo en barca por aguas cristalinas y calmas en una mañana cálida conseguía poner un poco de alegría en la cara de aquel hombre. Al final su padre apagaba el cigarro y decía algo así como: «Vale, vamos a poner el cebo a estos sedales», y tras esto se instauraba un silencio que duraba horas, hasta que un pargo o un peto mordía el anzuelo y empezaban a gritar órdenes.
Mientras cruzaba el puente de City Island y miraba hacia la bahía de Eastchester, se sorprendió a sí mismo pensando en su viejo, en el momento en que vio el primero de los puertos deportivos, un bosque de aluminio donde los mástiles se balanceaban con la brisa de la tarde. City Island era un pequeño y particular oasis, una parte del Bronx desde una perspectiva municipal, pero a nivel geocultural estaba mucho más cerca de Isla Fantasía, un trozo de tierra tan diferente de la ciudad que quedaba al otro lado del paso elevado, que los visitantes la asociaban con otros lugares y otros tiempos.
Para los indios de Siwanoy, esta isla había sido durante siglos un fértil caladero de peces y ostras; para los colonos europeos, un astillero y un centro marítimo; para los residentes actuales, un enclave de clase media con casas unifamiliares mezcladas con bellas mansiones victorianas de marinos mercantes, y un litoral salpicado de clubes náuticos para los ricachones de fuera de la isla. Su enjambre de callejuelas, algunas de ellas prácticamente campestres, la miríada de callejones que daban al océano, el incesante griterío infantil de las gaviotas y el olor salobre de la costa hacían pensar en un lugar de vacaciones o de correrías de la infancia, no en el área metropolitana de Nueva York.
Nancy se dio cuenta de que se había quedado boquiabierto.
—¿Habías estado por aquí antes? —preguntó.
—No, ¿y tú?
—Solíamos venir de excursión cuando era niña. —Consultó el plano—.Tienes que girar a la izquierda en Beach Street.
Minnieford Avenue no era una avenida en el sentido clásico de la palabra sino un camino de carros y constituía otro pobre escenario para la investigación de un crimen de altura. La policía, los vehículos de urgencias y los camiones de las televisiones por satélite obstruían la carretera como una trombosis. Will se unió a la larga cola de coches inmovilizados sin remedio y se quejó a Nancy de que tendrían que haber hecho el resto del camino a pie. Estaba bloqueando un cruce, y temía que un tipo de espalda ancha y camiseta imperio, que no dejaba de mirarle, montara alguna bronca, pero el hombre simplemente dijo:
—¿Estáis metidos en esto? —Will asintió con la cabeza—.
Soy policía de Nueva York retirado. No os preocupéis, yo vigilo el coche —ofreció—. No me voy a mover de aquí.
Los tambores de la selva se habían dejado oír alto y fuerte. Todos los que estaban al servicio de la ley, y hasta los tíos lejanos de estos, sabían que City Island se había convertido en el kilómetro cero del caso del Juicio Final. Los medios de comunicación habían recibido el chivatazo, así que aquello rayaba la histeria. La casita de color verde lima estaba rodeada por una muchedumbre de periodistas y un cordón de policías de la comisaría 45. Los reporteros de la televisión daban codazos en la abarrotada acera para que los cámaras pudieran sacarlos con la casa de fondo y sin interferencias. Micrófonos en mano, sus camisas y blusas ondeaban como banderas marinas ante los severos vientos de poniente.
Cuando vislumbró la casa, vio en una instantánea mental las fotografías que darían la vuelta al mundo en caso de que se confirmara que ese era el sitio donde se había capturado al asesino. La casa del Juicio Final. Una modesta vivienda de dos plantas de los años cuarenta, tablillas abombadas, postigos descascarillados y un porche hundido con un par de bicicletas, varias sillas de plástico y una barbacoa. No había jardín propiamente dicho, un escupitajo lanzado con fuerza desde las ventanas llegaría a las casas que había a los lados y detrás. Tan solo había espacio asfaltado para dos coches, un Honda Civic de color beis, que estaba apretujado entre la casa y la valla metálica del vecino, y un viejo BMW rojo aparcado entre el porche y la acera, en la que de no haber estado el coche habría hierba.
Will miró su reloj con cansancio. Estaba siendo un día muy largo y no tenía pinta de acabar a una hora temprana. Podían pasar horas hasta que pudiera beber una copa, y esa privación le estaba pasando factura. Aun así, qué maravilloso sería cerrar el caso de una vez por todas y encaminarse plácidamente hacia la jubilación sabiendo que podría plantarse todos los días en la barra del bar a las cinco y media de la tarde... Solo de pensarlo, su paso se aceleró y obligó a Nancy a caminar al trote.
—¿Lista para el rock and roll? —le gritó.
Antes de que ella pudiera contestarle, un bomboncito de Channel Four reconoció a Will de la rueda de prensa y gritó a su cámara:
—¡A tu derecha! ¡Suena la flauta! —La cámara de vídeo giró en su dirección—. ¡Agente Piper! ¿Puede confirmarnos que han atrapado al asesino del Juicio Final?
Al instante, los camarógrafos le siguieron y Nancy y él se vieron rodeados por una muchedumbre vocinglera.
—Sigue andando —susurró Will.
Nancy se parapetó detrás de él y dejó que fuera Will quien se abriera paso.
Nada más entrar se encontraron en el escenario del crimen. En la habitación principal había sangre por todos lados. La habían precintado, estaba perfectamente preservada, así que Will y Nancy tuvieron que echar un ojo desde la puerta, como si estuvieran en un museo detrás del cordón de seguridad. El delgado cuerpo de un hombre con los ojos abiertos yacía medio dentro medio fuera de un sofá de dos plazas amarillo. Tenía la cabeza sobre uno de los reposabrazos, hundida sobre él, con el cuero cabelludo seccionado y una media luna de duramadre que resplandecía ante los últimos rayos de sol dorados. Su rostro, o lo que quedaba de él, era un estropicio plastoso en el que se veían fragmentos de huesos y cartílagos de color marfil. Le habían destrozado los brazos hasta dejarlos en una posición nauseabunda, anatómicamente imposible.
Will leyó la habitación como si se tratara de un manuscrito: las paredes salpicadas de sangre, dientes esparcidos por la moqueta como palomitas de maíz en una fiesta loca... y llegó a la conclusión de que el hombre había muerto en el sofá, pero que no era allí donde había comenzado el ataque. La víctima estaba de pie cerca de la puerta cuando recibió el primer golpe, un mazazo de abajo arriba que hizo que su cabeza rebotara y llenara el techo de sangre. Le habían golpeado una y otra vez mientras se tambaleaba y daba vueltas alrededor de la habitación intentando esquivar los palos que recibía de un objeto contundente. No había sido fácil acabar con él. Will intentó interpretar sus ojos. Había visto esa mirada de ojos abiertos incontables veces. ¿Cuál había sido la emoción final? ¿Miedo? ¿Rabia? ¿Resignación?