Ahora que el otoño estaba a punto de convertirse en invierno, Magdalena ya no prestaba ninguna atención al chico, lo dejaba a su aire. Por fortuna, comía como un pajarito y no influía en las reservas del monasterio.
Una fría mañana de diciembre, Josephus abandonaba el
scriptorium
para acudir a misa. La primera tormenta invernal había sacudido la isla durante toda la noche y había dejado una capa de nieve tan brillante a la luz del sol que le picaban los ojos. Se frotó las manos para calentarse y ascendió por el camino rápidamente; los dedos empezaban a entumecérsele.
Octavus estaba de cuclillas junto al camino, descalzo y desabrigado. Josephus lo veía con frecuencia por los terrenos de la abadía. Normalmente se detenía, le tocaba el hombro, recitaba una fugaz oración para pedir que cualquier enfermedad que tuviera se curase y volvía a sus asuntos. Pero ese día temió que el crío se congelara si lo dejaba allí. Miró alrededor en busca de alguna de las hermanas, pero no vio a ninguna.
—¡Octavus! —gritó Josephus—. ¡Ven adentro! ¡No debes andar por la nieve sin zapatos!
El chico tenía un palo en la mano y estaba haciendo dibujos, como de costumbre, pero esta vez había como una pizca de excitación en su blanco y delicado rostro. La nevada había creado una vasta superficie limpia en la que podía rascar.
Josephus se detuvo junto a él y estaba a punto de cogerlo en brazos cuando se paró en seco y tomó aliento.
¡Eso no podía ser posible!
Josephus se protegió los ojos del intenso resplandor y confirmó sus temores.
Se apresuró a volver al
scriptorium
y al poco regresó con Paulinus, arrastrándolo decididamente por la manga a pesar de las protestas del delgado religioso.
—¿Qué pasa, Josephus? —gritó Paulinus—. ¿Por qué no me dices qué ocurre?
—¡Mira! —contestó Josephus—. Dime qué ves. Octavus seguía con sus labores en la nieve. Los dos hombres se inclinaron y estudiaron sus dibujos.
—¡No puede ser! —susurró Paulinus.
—Pero lo es —contrapuso Josephus.
Había letras en la nieve, unas letras inconfundibles.
—¿Sigbert of Tis?
—Aún no ha acabado —dijo Josephus con nerviosismo—. Mira: Sigbert of Tisbury.
—¿Cómo es posible que este niño escriba? —preguntó Paulinus. El monje estaba más blanco que la nieve y tenía demasiado miedo para tiritar.
—No lo sé —dijo Josephus—. En el pueblo no hay nadie que sepa leer ni escribir. Y desde luego las hermanas no le han enseñado. A decir verdad, le consideran un retrasado.
El chico siguió a lo suyo con el palito.
Paulinus se santiguó.
—¡Dios mío, si también escribe números! El día 18 del mes duodécimo del año 782. ¡Eso es hoy!
—Natus —susurró Joseph—. Nacido.
Paulinus pisoteó todo lo que había escrito en la nieve, borró números y letras.
—¡Coge al chico!
Esperaron a que los monjes se fueran a misa y abandonaran el
scriptorium
para sentar al chico sobre una de las mesas de copiado. Paulinus le puso una hoja de papel vitela delante y le entregó una pluma.
Octavus se puso inmediatamente a mover la pluma por el pergamino; no parecía inquietarle en absoluto que lo que hacía no fuera visible.
—¡No! —exclamó Paulinus—. ¡Espera! Mírame. —Mojó la pluma en la tinta que había en un bote de cerámica y volvió a dársela.
El chico continuó arañando el papel, pero esta vez sus esfuerzos eran visibles. Pareció percatarse de las apretadas letras negras que iba formando, y de lo más profundo de su garganta salió un ruido gutural. Era el primer sonido que emitía en su vida.
—De nuevo la fecha de hoy —murmuró Paulinus—. Pero esta vez ha escrito «Mors». Muerte.
—Seguro que es brujería —se lamentó Josephus, retrocediendo hasta que su cadera dio con otra de las mesas de copista.
La pluma se quedó sin tinta, así que Paulinus tomó la mano del chico e hizo que fuera él mismo quien la mojara. Impertérrito, Octavus comenzó a escribir de nuevo, pero esta vez empezó con un garabato.
Los dos hombres agitaron la cabeza, confundidos.
—No son letras normales —dijo Paulinus—, pero la fecha está ahí de nuevo.
Josephus se recobró de repente y se dio cuenta de que iban a llegar tarde a misa, un pecado inexcusable.
—Esconde los pergaminos y la tinta y deja al chico en la esquina. Vamos, Paulinus, corramos hasta el santuario. Rezaremos a Dios para que nos ayude a entender lo que hemos visto y nos purifique del mal.
Aquella noche Josephus y Paulinus se encontraron en el frescor de la cervecería y encendieron un cirio para alumbrarse.
Josephus necesitaba tomarse una cerveza para calmar los nervios y aposentar el estómago, y Paulinus estaba dispuesto a poner a su viejo amigo de buen humor. Se sentaron en un par de taburetes, el uno frente al otro, con las rodillas casi tocándose.
Josephus se consideraba a sí mismo un hombre simple que solo comprendía el amor de Dios y las reglas de san Benito de Nursia que todos los siervos de Dios estaban obligados a seguir. No obstante, tenía a Paulinus por un agudo pensador y un instruido erudito que había leído muchos textos relativos a los cielos y la tierra. Si alguien podía explicar lo que habían visto antes, ese era Paulinus.
Pero Paulinus se mostraba reacio a ofrecer una explicación. Lo que hizo fue proponerle una misión, y los dos hombres se pusieron a planear cómo llevarla a cabo. Acordaron mantener en secreto lo que sabían del chico, ¿qué ganarían alterando a la comunidad antes de que Paulinus pudiera descifrar la verdad?
Cuando Josephus apuró su cerveza, Paulinus cogió el cirio y antes de apagarlo le explicó a Josephus lo que pensaba.
—Sabes que no hay nada que añadir en el caso de gemelos; el séptimo hijo nacido de una mujer es, necesariamente, el séptimo hijo que Dios ha concebido.
Ubertus atravesaba por los campos de Wessex en la misión que le había encomendado el prior Josephus. Sentía que no era el siervo adecuado para la tarea, pero estaba en deuda con Josephus y no podía negarse.
El pesado y sudoroso animal que tenía entre las piernas calentaba su cuerpo en aquel frío día de mediados de diciembre. No era un buen jinete. El picapedrero estaba acostumbrado a bajar despacio en un carro tirado por bueyes. Se agarraba a las riendas con fuerza, presionaba las rodillas contra la panza de la bestia y se mantenía sentado como podía. El caballo era un animal sano de los que el monasterio guardaba en los establos, tierra adentro, precisamente para este tipo de propósitos. Un barquero había llevado a Ubertus desde la playa de guijarros de Vectis hasta la costa de Wessex. Josephus le había instruido para que se diera prisa y volviera en dos días, y eso significaba que el caballo debía avanzar a medio galope.
A medida que el día vestía el cielo, su color se tornaba gris pizarra, similar a los rocosos acantilados de la costa. Cabalgaba al paso, atravesando helados campos en barbecho con muretes de piedra y pequeñas aldeas muy parecidas a aquella de la que él provenía. De vez en cuando se cruzaba con grises campesinos que caminaban penosamente o iban a lomos de apáticas mulas. Tenía en mente a los ladrones, pero a decir verdad sus únicas posesiones valiosas eran el propio caballo y las pocas monedillas que Josephus le había dado para el viaje.
Llegó a Tisbury justo antes de que se pusiera el sol. Era esta una ciudad próspera, había varias casas de madera muy grandes y una multitud de cuidadas casitas alineadas a lo largo de una calle ancha. En un pasto, las ovejas se apiñaban en la penumbra. Cabalgó hasta pasar de largo una pequeña iglesia de madera, una estructura solitaria al final del pastizal que se erguía oscura y fría. Junto a ella había un pequeño camposanto en el que acababan de enterrar a alguien. Se santiguó rápidamente. El aire se llenaba con el humo de los hogares, y el delicioso olor de las brasas y la carne chamuscada distrajo a Ubertus del túmulo funerario.
Había sido día de mercado, y en la plaza todavía había algunos carros y puestos con productos que seguían allí porque sus propietarios estaban en la taberna bebiendo y jugando a los dados. Ubertus se bajó del caballo en la puerta de la taberna. Un chico lo vio y se ofreció para ocuparse del caballo. Por una moneda, el chico se llevó al animal para darle un cubo de avena y agua.
Cuando Ubertus entró en la atestada y cálida taberna, sus sentidos se vieron asaltados por el olor a cerveza agria, sudor y orina. Se quedó junto al llameante fuego de leña, reanimó sus entumecidas manos y gritó con su marcado acento italiano que le trajeran una jarra de vino. Como se trataba de una ciudad con mercado, los hombres de Tisbury estaban acostumbrados a los forasteros y lo recibieron con una curiosidad alegre. Un grupo de hombres lo llamaron para que se sentara con ellos y pronto entablaron una animada conversación acerca de su lugar de procedencia y los motivos de su visita.
Ubertus necesitó menos de una hora para vaciar tres jarras de vino en su gaznate y obtener la información que le habían encomendado.
La hermana Magdalena siempre caminaba por los terrenos de la abadía a un ritmo determinado, ni demasiado lento, pues eso sería una pérdida de tiempo, ni demasiado rápido, pues daría la impresión de que había cosas terrenales más importantes que la contemplación del Señor.
Pero en ese momento corría, y apretaba algo en su mano.
Unos cuantos días de aire cálido habían adelgazado la capa de nieve, los caminos estaban bien pisoteados y ya no resbalaban.
En el
scriptorium
, Josephus y Paulinus estaban sentados en silencio. Les habían dicho a los copistas que se fueran para así poder quedarse a solas con Ubertus, que había regresado de su misión cansado y helado de frío.
Ubertus ya no se encontraba allí pues le habían mandado de vuelta al pueblo con la bendición y un adusto agradecimiento.
Su informe había sido simple y aleccionador.
El decimoctavo día de diciembre, tres días antes, en la ciudad de Tisbury había nacido un niño, hijo de Wuffa, el curtidor, y Eanfled, su esposa.
El nombre del niño era Sigbert.
A pesar de que ninguno de los dos quería admitirlo abiertamente, la noticia les había dejado atónitos. Casi esperaban oír algo así. Pocas cosas podía haber más fantásticas que el hecho de que un niño mudo nacido de una madre muerta pudiera escribir nombres y fechas sin que le hubieran enseñado. Cuando Ubertus se fue Paulinus le dijo a Josephus: —El chico era el séptimo hijo, de eso no cabe duda. Tiene un profundo poder.