En el escritorio lacado en blanco, junto a un portátil cerrado, había dos finos manuscritos con anillas metálicas. Echó un vistazo a la portada del que había encima: CONTADORES: UN GUIÓN DE PETER BENEDICT, AEA # 4235567. «¿Quién será Peter Benedict? —se preguntó—, el álter ego literario de Mark u otra persona?» Junto a los guiones había dos rotuladores negros. Casi se le escapó una carcajada. Pentel ultrafinos. Esos puñeteros estaban por todas partes. Cuando Mark volvió con las cervezas, Will estaba de nuevo en el sofá.
—Cuando estuvimos en Cambridge, ¿no mencionaste que escribías? —preguntó Will.
—Escribo.
—¿Son tuyos esos guiones? —Los señaló.
Mark asintió y tragó saliva.
—Mi hija también es escritora o algo así. ¿Sobre qué escribes?
Mark comenzó con indecisión, pero se relajó a medida que hablaba de su guión más reciente. Cuando Will hubo acabado con su cerveza ya lo sabía todo sobre casinos, contadores de cartas y agentes de talentos de Hollywood. Para alguien tan reticente, aquello era hablar por los codos. Durante la segunda cerveza pudo saborear un aperitivo de lo que había sido la vida de Mark después de la universidad y antes de Las Vegas, un paisaje inhóspito en el que había pocos vínculos personales y un trabajo interminable con los ordenadores. Durante la tercera cerveza Will correspondió con detalles sobre su propio pasado, matrimonios amargos, relaciones rotas y todo eso; Mark escuchaba con aparente fascinación, con un asombro creciente al saber que la vida del chico de oro, que él había creído perfecta, era cualquier cosa menos eso. Al mismo tiempo, punzadas de culpabilidad cada vez más intensas consiguieron que Will se sintiera incómodo.
Tras ir al baño, regresó al salón y anunció que tenía que marcharse, pero que antes quería sacarse una espinita.
—Quiero pedirte disculpas.
—¿Por qué?
—Cuando pienso en nuestro primer año me doy cuenta de que era un capullo. Tendría que haberte ayudado más, hacer que Alex te dejara tranquilo. Fui un tonto del culo y lo siento. —No mencionó el incidente de la cinta americana. No era necesario.
Mark rompió a llorar sin poder evitarlo; parecía muy avergonzado.
—Yo...
—No tienes que decir nada. No quiero que te sientas incómodo.
Mark se sorbió los mocos.
—No, mira, te lo agradezco. Creo que en realidad no nos conocíamos.
—Una verdad como un templo. —Will se metió las manos en los bolsillos en busca de las llaves del coche—. Bueno, gracias por las cervezas y la charla. Tengo que largarme.
Mark respiró hondo.
—Creo que ya sé por qué has venido a la ciudad —dijo finalmente—. Te vi por la tele.
—Sí, el caso Juicio Final. La conexión de Las Vegas. Claro.
—Hace años que te veo en la tele. Y he leído todos los artículos de las revistas.
—Sí, he tenido mis momentos de gloria en los medios.
—Debe de ser excitante.
—Créeme, no lo es.
—¿Y cómo va? Me refiero a la investigación.
—Pues tengo que decirte que es como un grano en el culo. No quería tomar parte en ello. Lo único que intentaba era deslizarme tranquilamente hacia el camino de la, jubilación.
—¿Algún progreso?
—Está claro que eres un tipo que sabe guardar un secreto, así que ahí va uno: no tenemos ni una puta pista.
Mark parecía un poco cansado.
—No creo que vayáis a coger al tipo —dijo.
Will lo miró con cara de estupefacción.
—¿Por qué dices eso?
—No sé. Por lo que he leído, parece bastante listo.
—No, no, no. Lo voy a pillar. Siempre los pillo.
La llamada de Peter Benedict desconcertó a Elder. Recibir una oferta para ayudar a Desert Life por parte de un hombre al que había visto una vez en el casino era de lo más inquietante. Y estaba casi seguro de que no le había dado el número de su teléfono móvil. Si añadía eso al repentino interés que el FBI mostraba por él y su empresa, aquello tenía todo el aspecto de convertirse en un fin de semana problemático. Cuando había problemas prefería estar rodeado de su gente en la compañía, como un general entre sus tropas. No le importaba hacer venir a su equipo ejecutivo durante una crisis para que trabajaran los sábados y domingos, pero necesitaba ocuparse de aquello él solo. Incluso Bert Myers, su confidente y consejero, tendría que quedarse fuera hasta que supiera con qué se las tenía que ver.
Solo Myers y él conocían el alcance de los problemas de Desert Life porque ellos dos eran los únicos artífices preparados para sacar a la compañía de su agujero financiero. Sin duda el mejor adjetivo para calificar ese sistema era «fraudulento», pero Elder prefería pensar en él como «agresivo». El plan se hallaba en su estadio más primitivo, pero desafortunadamente aún no estaba en funcionamiento. De hecho, les había salido el tiro por la culata y el agujero cada vez era más grande. Desesperados, habían decidido mover algo del dinero de sus reservas para aumentar artificialmente los beneficios del último trimestre y apuntalar el precio de la compañía en el mercado de valores. Era un terreno peligroso, un camino infernal que podía no tener salida. Lo sabían, pero estaban perdidos y había que intentar hacer algo. Las cosas cambiarían en el siguiente trimestre, pensaba Elder.
Tenía que hacerse. Había construido esa compañía con sus propias manos. Le había dedicado su vida y era su único amor verdadero. Para él significaba mucho más que su arisca esposa de club de campo y su malcriada prole, y tenía que salvarla, así que si ese Peter Benedict tenía una idea viable, estaba en la obligación de escucharle.
La columna vertebral de los negocios de Desert Life eran los seguros de vida. La compañía era la mayor suscriptora de pólizas de seguros de vida al oeste del Mississippi. Elder había hecho sus primeros pinitos en el negocio como corredor de seguros. La capacidad de la estadística para predecir el índice de mortalidad era algo que siempre le había resultado atractivo. Si intentabas predecir el tiempo de vida de un individuo y, apostar dinero en ello, te equivocarías con demasiada frecuencia para sacar un beneficio consistente. Para intentar hacerse una idea del riesgo que supone cada individuo, los aseguradores contaban con la «ley de los grandes números» y dedicaban ejércitos de actuarios y estadistas a realizar análisis de actuaciones del pasado que ayudaran a predecir el futuro. Aunque no pudieran calcular qué prima había que cobrarle a cada individuo para sacar dinero con ello, sí podían predecir con seguridad la viabilidad del seguro, digamos, para un varón no fumador de treinta y cinco años que diera negativo en pruebas de narcóticos y tuviera antecedentes familiares de enfermedad coronaria.
Aun así, los márgenes de beneficio eran muy estrechos. Por cada dólar que Desert Life recibía como prima, treinta centavos se dedicaban a gastos, la mayor parte para cubrir pérdidas, y lo poco que quedaba eran beneficios. Los beneficios en el juego de las aseguradoras venían por dos caminos: beneficios de seguros e ingresos de inversión.
Las aseguradoras son grandes inversoras que ponen en juego miles de millones de dólares a diario. El dinero que se recuperaba de esas inversiones era la piedra angular del negocio. Incluso había empresas que aseguraban con pérdidas, haciendo primas de un dólar y esperando pagar más de ese dólar en pérdidas y gastos pero con la esperanza de recuperarse con los ingresos de inversión. A Elder esa estrategia le parecía despreciable, pero su avidez por recuperar las inversiones era grande.
Los problemas de Desert Life tenían que ver con su expansión. A lo largo de los años, a medida que hacía crecer el negocio y expandía su imperio a través de las adquisiciones, había diversificado la empresa para que no dependiera de los seguros de vida. Había dado el salto a los seguros de vivienda y de automóvil personales y para propietarios, seguros que suponían pérdidas y un engorro para los negocios.
Durante años el negocio fue a más, pero hubo un momento en que las tornas cambiaron. «Huracanes, malditos huracanes», gruñía entonces en voz alta aunque estuviera solo. Uno tras otro se abalanzaban sobre Florida y la costa del golfo de México y acababan con sus márgenes de beneficio. Sus excedentes de reserva, el dinero disponible para pagar futuros reembolsos, estaban cayendo a niveles de alarma total. El Estado y los reguladores de seguros federales lo estaban percibiendo, así como Wall Street. Sus acciones bajaban en picado y eso estaba haciendo que su vida se convirtiera en algo parecido al infierno de Dante.
Bert Myers, genio financiero, al rescate.
Myers no era asegurador sino inversor de banca. Elder lo había contratado hacía unos años para que le ayudara en su estrategia de expansión. Tal como estaba el mundo de los financieros de las grandes compañías, se podía decir que Myers era un cuchillo afilado dentro de un cajón muy grande, uno de los hombres más listos de la bolsa.
Frente a esos pobres beneficios, Myers trazó un plan. No podía frenar a la madre naturaleza ni todas esas reclamaciones por daños contra la compañía, pero podía aumentar la recuperación del dinero invertido «caminando por la cuerda floja», como él dijo. Los reguladores del gobierno, por no hablar de sus propios estatutos internos, les imponían estrictas restricciones en el tipo de inversiones que podían hacer, la mayoría de las cuales eran incursiones sin riesgo en el mercado de valores de poca monta e inversiones conservadoras en hipotecas, préstamos personales y propiedades inmobiliarias.
No podían tomar sus preciadas reservas y apostarlas por ahí en la ruleta. Pero Myers había echado el ojo a un fondo de inversión que llevaban unos linces de las matemáticas de Connecticut que habían cosechado unos beneficios enormes gracias a las fluctuaciones de la moneda internacional. El fondo, International Advisory Partners (IAP), estaba al margen de todo desde la perspectiva del riesgo, e invertir en él no era una posibilidad para una compañía como Desert Life. Pero una vez que Elder dio el visto bueno al plan, Myers creó una sociedad inmobiliaria fantasma y convirtió más de mil millones de dólares de las reservas en dinero de ese fondo de inversiones con la esperanza de que sus descomunales rentas repararan el estado de los beneficios en sus cuentas.
Pero Myers no eligió el momento adecuado. IAP usó la inyección monetaria de Desert Life para apostar por una caída relativa del yen frente al dólar, ¿y no es cierto que el ministro de Economía japonés lo arruinó todo al hacer unas declaraciones contrarias a la política monetaria de los japoneses?
Primer trimestre: una caída del catorce por ciento en las inversiones. Los chicos de IAP no dejaban de insistir en que eso era una anomalía y que su estrategia era buena. Myers tan solo tenía que aguantar y todo saldría a pedir de boca. Así que en el calor del desierto las palmeras de su oasis comenzaban a exudar, pero se agarraban a ellas tan fuerte como podían.
Elder decidió quedar con Peter Benedict un domingo por la mañana para mantener el asunto lo más discreto y apartado posible de la oficina. Una hamburguesería de segunda en el norte de Las Vegas le pareció un local que no frecuentarían ni sus amigos ni sus empleados, así que, con el olor del sirope de arce metido en sus narices, vestido con pantalones de golf de popelina blanca y un fino jersey de cachemira naranja, se sentó y esperó. Como no estaba seguro de acordarse del aspecto que tenía el tipo, dio un repaso a todos los clientes.
Mark llegó unos minutos tarde, una presencia sin pretensiones, con vaqueros y su sempiterna gorra de los Lakers; llevaba un sobre grande. Fue él quien vio primero a Elder, se armó de valor y se dirigió hacia la mesa. Elder se levantó y le tendió la mano.
—Hola, Peter, me alegra volver a verte.
Mark se sentía tímido, incómodo. La cultura de Elder exigía un poco de charla banal pero él en eso era nefasto. Como el blackjack era el único terreno que tenían en común, Elder habló de cartas durante unos minutos y luego insistió en que pidieran el desayuno. Mark se distrajo con las palpitaciones que sentía en el pecho; empezaba a preocuparle que se convirtieran en algo patológico. Bebió un trago de agua con hielo e intentó controlar su respiración, pero su corazón iba a cien por hora. ¿No sería mejor que se levantara y se fuera?
Ya era demasiado tarde para eso.
La charla trivial obligatoria llegó a su fin y Elder se puso manos a la obra. Una vez hechas las cortesías, su tono de voz se tornó inflexible.
—Bueno, Peter, dime, ¿por qué crees que mi empresa tiene problemas?
Mark no tenía una formación financiera pero había aprendido a leer estados de cuentas en Silicon Valley. Empezaba diseccionando los extractos de la declaración de la renta de su propia compañía y luego pasaba a otras compañías de alta tecnología en busca de buenas inversiones. Cuando daba con un concepto de contabilidad que no entendía, leía sobre él hasta que sus conocimientos eran dignos del mejor inspector de Hacienda. La capacidad de su cerebro era tal, que la lógica y las matemáticas de la contabilidad le parecían triviales.
Ahora, con voz coartada, comenzó mecánicamente su perorata sobre todas las sutiles anomalías del último formulario 10-Q emitido por Desert Life, la declaración fiscal del último trimestre que archiva el gobierno. Había detectado leves trazas de fraude que nadie de Wall Street había percibido. Incluso adivinó que la empresa podía estar pescando en aguas prohibidas para obtener altos rendimientos de los réditos.
Elder le escuchaba con una fascinación turbadora.
Cuando Mark terminó, Elder cortó un trozo de gofre, le dio un bocadito y lo masticó con calma. Una vez se lo hubo tragado, dijo:
—No te voy a decir si te equivocas o no. Pongamos que simplemente me cuentas cómo piensas que puedes ayudar a Desert Life.
Marx tomó el sobre que hasta entonces había tenido sobre sus rodillas y lo puso sobre la mesa. No dijo nada, pero Elder supo que tenía que abrirlo. Dentro había un montón de recortes de periódico.
Todos ellos eran sobre el asesino del Juicio Final.
—¿Qué carajo es esto?
—Es mi manera de salvar su compañía —susurró Mark. El momento le sobrepasaba y se sentía mareado.
Y entonces el momento pareció desvanecerse.
Elder reaccionó de manera visceral y comenzó a incorporarse.
—¿Eres un maníaco de esos o qué? Para que lo sepas, conozco a una de las víctimas.