Intentó acordarse de la última vez que había pagado las cuentas de la casa, pero no pudo. Visualizó el montón de cartas sin abrir en la encimera de la cocina. Aquello lo superaba.
Tendría que llamar a Nancy. De todas formas ya le debía una.
—Saludos desde la Ciudad del Pecado —dijo, lo cual la dejó indiferente—. ¿Cómo va lo de Camacho? —preguntó.
—Hemos comprobado las fechas del diario. No pudo cometer los otros asesinatos.
—Supongo que eso no es ninguna sorpresa.
—No. ¿Qué tal tu entrevista con Nelson Elder?
—¿Es él nuestro asesino? Lo dudo mucho. ¿Algo en él huele a gato encerrado? Sí, sin duda.
—¿A gato encerrado?
—Me da en la nariz que oculta algo.
—¿Algo sólido?
—Tenía rotuladores Pentel ultrafinos en su escritorio.
—Consigue una orden del juez —dijo ella con sequedad.
—Bueno, me encargaré de comprobarlo. —Tras esto, suave como un guante, le pidió que le ayudara con el problema de la televisión. Tenía una llave en su despacho. ¿Sería ella tan amable de pasar por su apartamento, recoger esa factura sin pagar y llamarle para que él pudiera solucionarlo con la tarjeta de crédito?
—No hay problema —dijo ella.
—Gracias. Y una cosa más. —Sentía que tenía que decirlo—. Quiero pedirte disculpas por lo de la otra noche. Me puse hasta las cejas.
Will la oyó soltar un suspiro.
—No pasa nada.
Él sabía que sí pasaba, pero ¿qué más podía decir? Tras colgar miró su reloj. Todavía tendría que matar unas cuantas horas hasta que saliera su vuelo nocturno a Nueva York. No le gustaba apostar, así que no haría una escapada a los casinos. Darla ya se había ido hacía tiempo. Se podía poner hasta arriba, pero eso podía hacerlo en cualquier sitio. Entonces se le ocurrió algo que casi le hizo sonreír. Abrió el teléfono para hacer otra llamada.
Nancy se puso en alerta en cuanto abrió la puerta del apartamento de Will. Sonaba música.
En el salón había una bolsa de viaje.
—¿Hola? —dijo.
El agua de la ducha estaba abierta.
—¿Hola? —dijo alzando la voz.
El ruido del agua cesó y oyó una voz procedente del baño.
—¿Hola?
Apareció una chica mojada, confusa, envuelta en una toalla de baño. Tenía poco más de veinte años, era rubia, de movimientos elegantes y una naturalidad cautivadora. Alrededor de sus perfectos pies se formaban charcos. «Impúdicamente joven», pensó Nancy con amargura, sorprendida por su reacción ante la extraña: un ataque de celos.
—Oh, hola —dijo la joven—. Soy Laura.
—Yo soy Nancy.
Hubo una larga e incómoda pausa hasta que Laura dijo:
—Will no está.
—Lo sé. Me ha pedido que venga a buscar una cosa.
—Adelante, yo salgo enseguida —dijo Laura volviendo al cuarto de baño.
Nancy intentó encontrar la factura de la televisión antes de que la otra volviera a aparecer, pero ella estaba siendo muy lenta y Laura muy rápida. Salió descalza, con téjanos, camiseta y el pelo envuelto en la toalla como un turbante. La cocina era demasiado pequeña para las dos.
—La factura de la tele —dijo Nancy con voz débil.
—Es fatal con las AD —dijo Laura, y ante la incomprensión de Nancy, añadió—: Actividades Diarias.
—Ha estado bastante ocupado —dijo Nancy en su defensa.
—¿Y tú... de qué lo conoces? —preguntó Laura, indagando.
—Trabajamos juntos. —Nancy se preparó para su siguiente respuesta: No, no soy su secretaria.
En lugar de esto le sorprendió escuchar:
—¿Eres una agente?
—Sí. —Imitó a Laura—: ¿Y tú de qué lo conoces?
—Es mi padre.
Una hora después todavía estaban hablando. Laura bebía vino, Nancy agua del grifo con hielo, dos mujeres unidas por un vínculo desesperante: Will Piper.
Una vez que dejaron claros sus respectivos papeles, se dedicaron la una a la otra. Nancy parecía aliviada de que aquella mujer no fuera la novia de Will. Laura parecía aliviada de que su padre tuviera una compañera de trabajo normal. Laura había tomado el tren desde Washington por la mañana para acudir a una cita de última hora. Cuando vio que no podía localizar a su padre para preguntarle si podía pasar la noche allí, decidió que probablemente estaría fuera de la ciudad y entró con su propia llave.
Al principio Laura se mostraba tímida, pero la segunda copa de vino descorchó una agradable fluidez. Solo se llevaban seis años, así que pronto encontraron un terreno común más allá de Will. Al contrario que su padre, Laura era una persona culta cuyos conocimientos en arte y música rivalizaban con los de Nancy. Compartían un museo favorito: el Metropolitan; una ópera favorita: La Bohéme; y un pintor favorito: Monet.
Espeluznante, de acuerdo, pero gracioso.
Laura había terminado sus estudios hacía dos años y se ganaba la vida haciendo un trabajo de oficina a tiempo parcial. Vivía en Georgetown con su novio, un estudiante de posgrado de periodismo en la American University. A esa edad tan tierna, estaba a punto de cruzar lo que ella consideraba un umbral importante. Una pequeña, pero prestigiosa editorial estaba considerando seriamente publicar su primera novela. Aunque había escrito desde la adolescencia, un profesor de inglés del instituto la había reprendido por darse el nombre de escritora antes de que su obra se hubiera publicado. Y ella deseaba desesperadamente decir que era escritora.
Laura se sentía insegura y cohibida, pero sus amigos y profesores la habían animado. Le dijeron que su libro era publicable, y ella tuvo la inocencia de mandar su manuscrito, sin agente y sin que nadie se lo hubiera pedido, a una docena de editoriales, y después se puso a escribir el guión, ya que también lo veía como una película. El tiempo pasó y se fue acostumbrando a los pesados paquetes que encontraba en su puerta, su manuscrito devuelto más una carta de rechazo, nueve, diez, hasta once veces, pero la duodécima nunca llegó. Lo que llegó fue una llamada, de Elevation Press, en Nueva York, expresándole su interés y preguntándole si estaría dispuesta a hacer algunos cambios y reenviarlo sin que ello supusiera un compromiso. Ella accedió inmediatamente y la corrigió siguiendo las pautas que le habían dado. El día anterior había recibido un correo electrónico del editor en el que la invitaba a sus oficinas, algo aterrador y al mismo tiempo prometedor.
A Nancy le pareció que Laura era fascinante, como echar un vistazo en una vida alternativa. Los Lipinski no eran escritores ni artistas, eran tenderos o contables, dentistas o agentes del FBI. Y le intrigaba saber cómo el ADN de Will había sido capaz de producir esa criatura encantadora e intachable. La respuesta tenía que hallarse en la madre.
De hecho, la madre de Laura, la primera esposa de Will, Melanie, escribía poesía y enseñaba escritura creativa en una comunidad universitaria de Florida. El matrimonio, según le contó Laura, había durado lo suficiente para su concepción, nacimiento y fiesta de su segundo cumpleaños; luego Will lo hizo añicos. Laura se crió con las palabras «tu padre» proferidas casi como insultos.
Su padre era un fantasma. Se enteraba de lo que pasaba en su vida de segundas, atenta a lo que se les escapaba a su madre y sus tíos. Se lo imaginaba gracias al álbum de bodas: ojos azules, grande y sonriente. Abandonó la oficina del sheriff y se unió al FBI. Volvió a casarse. Se divorció de nuevo. Bebía. Era un mujeriego. Un cabrón que solo se salvaba porque pagaba la manutención de su hija. Y nunca se molestaba en llamar o enviar una carta.
Un día Laura lo vio en la tele, lo entrevistaban con motivo de algún horrible asesino. Vio el nombre Will Piper en la pantalla, reconoció los ojos azules y la mandíbula cuadrada, y la chica de quince años lloró a mares. Empezó a escribir relatos sobre él o sobre lo que imaginaba de él. Y ya en la universidad, emancipada de la influencia materna, hizo el trabajo propio de un detective y lo encontró en Nueva York. Desde entonces llevaban una relación cercana a lo filial y provisoria. Él era la inspiración de su novela.
Nancy le preguntó el título.
- Bola de demolición
—contestó Laura.
Nancy se rió.
—Supongo que le va como anillo al dedo.
—Sí, es una bola de demolición, pero también lo son el alcohol, los genes y el destino. Me refiero a que el padre y la madre de papá eran alcohólicos. Tal vez no tuviera escapatoria. —Se sirvió otra copa de vino y la agitó a modo de brindis. Ahora su discurso era un tanto espeso—. Tal vez tampoco yo la tenga.
Nelson Elder llegaba al camino que llevaba a su casa, una mansión de seis habitaciones en The Hills, Summerlin, cuando sonó su teléfono móvil. En el identificador ponía número privado. Contestó y dirigió su enorme Mercedes hasta una de las plazas de garaje.
—¿Señor Elder?
—Sí, ¿quién es?
La voz del remitente estaba salpicada de tensión, casi era un chillido.
—Nos conocimos hace unos meses en el Constellation. Me llamo Peter Benedict.
—Lo siento, no me acuerdo.
—Pillé a los que contaban en el blackjack.
—¡Ah, sí, ya me acuerdo! El informático. —«Qué raro», pensó Elder—. ¿Te di mi número de teléfono?
—Pues sí —mintió Mark. No había ningún teléfono en el mundo que no fuera capaz de conseguir—. ¿Le molesto?
—Claro que no. ¿En qué puedo ayudarte?
—Bueno, lo cierto, señor, es que soy yo quien querría ayudarle.
—¿Y eso?
—Su compañía tiene problemas, señor Elder, pero yo puedo salvarla.
Mark respiraba entrecortadamente y temblaba. Tenía el teléfono móvil sobre la mesa de la cocina, aún con el calor de su mejilla. Cada uno de los pasos de su plan había sido una dura prueba, pero este era el primero que requería interacción humana y el pánico tardaba en disiparse. Nelson Elder se encontraría con él. Un movimiento de ajedrez más y la partida sería suya.
Entonces sonó el timbre de la puerta y le lanzó al siguiente estadio de hiperactividad involuntaria. Rara vez recibía visitas sin anunciar, así que del miedo casi salió disparado a su habitación. Se calmó, avanzó hacia la puerta, indeciso, y la entreabrió un poco.
—¿Will? —preguntó sin dar crédito—. ¿Qué haces tú aquí? Will se quedó allí con una enorme sonrisa en el rostro.
—No me esperabas, ¿eh?
Se dio cuenta de que Mark estaba incómodo, como un castillo de naipes que intentaba mantener la compostura.
—No, no te esperaba.
—Ya ves, estaba en la ciudad por un asunto de trabajo y he pensado en venir a verte. ¿Te pillo en mal momento?
—No, está bien —dijo Mark mecánicamente—. Solo que no esperaba a nadie. ¿Quieres pasar?
—Claro. Pero solo estaré un rato. Me sobraba un poco de tiempo antes de ir al aeropuerto.
Will le siguió hasta el salón y se percató de la tensión y la incomodidad en la voz aguda y el rígido andar de su antiguo compañero de habitación. No podía evitar hacerle la radiografía. No se trataba de ningún truco barato. Siempre había tenido el don, la habilidad para hacerse una idea de los sentimientos del otro, sus conflictos y emociones, en un abrir y cerrar de ojos. De pequeño usaba su perspicacia natural para diseñar un espacio triangular de protección entre sus alcohólicos padres, diciendo y haciendo las cosas apropiadas en la cantidad apropiada para satisfacer sus necesidades y preservar en cierta medida el equilibrio y la estabilidad del hogar.
Siempre había hecho uso de ese talento en su propio beneficio. En su vida personal lo usaba como los libros de autoayuda, para ganar amigos y ejercer influencia sobre la gente. Las mujeres de su vida decían que lo utilizaba para manipularlas al máximo. Y en lo que concernía a su profesión, le había dado una ventaja tangible respecto a los criminales que poblaban su mundo.
Will se preguntaba por qué Mark se sentía tan incómodo, ¿algún tipo de desorden de la personalidad, fóbico, misántropo, o algo relacionado con su visita?
Se sentó en un sofá más duro que una piedra e hizo lo posible por encontrarse cómodo.
—¿Sabes? Después de que nos viéramos en la reunión, me sentía mal por no haber hecho el esfuerzo de ponerme en contacto contigo en todos estos años. —Mark estaba sentado frente a él, mudo, con las piernas cruzadas y en tensión—. Así que, como solo me quedo hoy y casi nunca vengo por Las Vegas, ayer cuando iba de camino al hotel alguien señaló hacia la lanzadera de Área 51 y pensé en ti.
—¿En serio? —preguntó Mark con voz ronca—. ¿Y eso por qué?
—Allí es donde insinuaste que trabajabas, ¿no?
—Ah, ¿sí? No recuerdo haberlo dicho.
Will recordó el extraño comportamiento de Mark cuando salió el tema de Área 51 en la cena. Parecía un tema prohibido. En realidad, no le importaba, tanto daba. Estaba claro que Mark tenía un trabajo de seguridad de altos niveles y se lo tomaba en serio. Mejor para él.
—Bueno, da igual. No me importa dónde trabajes, simplemente hice esa asociación de ideas y decidí pasarme por aquí, eso es todo.
Mark seguía pareciendo escéptico.
—¿Y cómo me has encontrado? No estoy en los listados.
—Como si no lo supiera. Lo admito: consulté una base de datos de la oficina local del FBI cuando vi que el número de localización de abonados no funcionaba. Y no salías en el radar, chaval. ¡Debes de tener un trabajo muy interesante! Así que llamé a Zeckendorf para ver si tenía tu número de teléfono. No lo tenía, pero debiste de darle tu dirección a su mujer para que te enviara esa foto. —Señaló la foto que había en la mesa—.Yo también puse la mía en la mesilla del salón. Supongo que somos un par de sentimentales. No tendrás nada de beber, ¿no?
Will vio que Mark respiraba con más tranquilidad. Había conseguido romper el hielo. Probablemente tenía algún tipo de desorden de ansiedad social y necesitaba tiempo para entrar en calor.
—¿Qué te gustaría beber? —preguntó Mark.
—¿Tienes whisky?
—Lo siento, solo cerveza.
—Todos los caminos llevan a Roma.
En cuanto Mark se fue a la cocina, Will se puso en pie y echó un vistazo alrededor por pura curiosidad. El salón estaba escasamente amueblado con objetos modernos e impersonales que podrían haber estado en el vestíbulo de cualquier espacio público. Todo muy ordenado, ni cosas amontonadas ni ningún toque femenino. Conocía ese estilo de decoración fría. La brillante estantería cromada estaba llena de libros de informática y manuales de programación ordenados según la altura, de manera que las hileras quedaran lo más rectas posible.