—¡Esto es lo que te mereces, cabronazo de mierda! —gritó el agresor—. ¿Quieres otro?
Will se perdió la actuación pero vio el resultado.
El cabezazo le había abierto la cabeza al asistente de vuelo, que estaba hincado de rodillas en el suelo y aullando. A Darla se le escapó un chillido ante la visión de la sangre.
El agente federal y Will se levantaron al unísono, actuaron como si fueran un equipo que había hecho eso mismo un montón de veces. El agente se quedó en el pasillo y sacó el arma.
—¡Agentes federales! ¡Siéntense y pongan las manos en el asiento de delante! —gritó.
Will mostró su identificación y avanzó lentamente hacia la parte de atrás sosteniendo su placa sobre la cabeza.
—¿Qué coño es esto? —gritó el británico cuando vio que Will se acercaba—. Colega, lo único que queremos es que nos rellenen el bebedero.
Darla ayudó a levantarse al ensangrentado asistente y lo llevó hacia la parte de delante alentada por Will, que le dirigió un guiño tranquilizador. Cuando Will estuvo a cinco filas de los buscaproblemas, se detuvo y habló lenta y pausadamente.
—Siéntese inmediatamente y ponga las manos sobre la cabeza. Está usted detenido. Sus vacaciones se han acabado. —Y tras esto la puntilla—: Colega.
Los amigos le imploraban que lo dejara ya, pero el tipo no quería bajarse del burro, lloraba de rabia y miedo, acorralado, completamente morado y con las venas hinchadas.
—¡No me da la gana! —repetía sin cesar— ¡No me da la gana!
Will se guardó la identificación y desenfundó su arma. Comprobó dos veces el seguro. Los pasajeros estaban aterrorizados. Una mujer obesa con un niño empezó a lloriquear, y así empezó una reacción en cadena en el pasaje. Will intentó quitarse la cara de sueño y parecer lo más despierto posible.
—Esta es tu última oportunidad para que esto acabe bien. Siéntate y pon las manos en la cabeza.
—¿O qué? —le provocó el otro, sorbiéndose los mocos—. ¿Me pegarás un tiro y harás un agujero en el puto avión?
—Usamos munición especial —dijo Will, mintiendo como un bellaco—. La bala simplemente repiqueteará dentro de tu cabeza y te dejará el cerebro hecho papilla.
A esa distancia, Will, un tirador experto que se había pasado la infancia cazando ardillas zorro en los bosques de Florida, era capaz de poner la bala donde quisiera con precisión milimétrica, pero salir, la bala saldría.
El tipo se había quedado sin palabras.
—Tienes cinco segundos —anunció Will mientras alzaba la pistola y del pecho la dirigía a la cabeza—. La verdad es que llegados a este punto ya me importa poco apretar el gatillo. Con esto ya me has dado una semana de papeleo.
—¡Hostia puta, Sean, siéntate! —gritó uno de los amigos al tiempo que le tiraba de la camiseta.
Sean duró unos segundos, luego se dejó arrastrar hasta el asiento y, sumiso, puso las manos en la cabeza.
—Buena decisión —dijo Will.
Darla corrió pasillo arriba con un puñado de esposas de plástico y con la ayuda de otros pasajeros consiguieron inmovilizar a los tres amigos. Will bajó el arma, la guardó bajo la chaqueta y se dirigió al agente federal:
—Todo controlado aquí atrás.
Volvió torpemente a su asiento respirando hondo y acompañado por el estruendoso aplauso de todo el pasaje. Se preguntaba si podría volver a conciliar el sueño.
El taxi se apartó de la acera y se puso en camino. A pesar de que ya era de noche, el calor del desierto aún era impresionante, por lo que Will agradeció el frío glacial del interior del vehículo.
—¿Adónde vamos? —preguntó el taxista.
—¿Quién le parece que tiene las mejores habitaciones? —preguntó Will.
Darla le pinchó en las costillas de manera juguetona.
—Probablemente las habitaciones para los de las compañías aéreas y para los funcionarios del gobierno son iguales. —Se recostó sobre él y susurró—: Pero, cariño, no creo que vayamos a darnos cuenta.
Estaban dando la vuelta al perímetro del aeropuerto McCarran en dirección hacia la franja. Will vio tres 737 junto a un hangar lejano, sin marca alguna excepto la línea roja que recorría el fuselaje.
—¿Qué compañía es esa? —preguntó a Darla.
—Esa es la lanzadera de Área 51 —contestó—. Son aviones militares.
—Me tomas el pelo.
El taxista quiso participar en aquello.
—No le toma el pelo. Es el secreto peor guardado de Las Vegas. Cientos de científicos del gobierno hacen escala aquí todos los días. Tienen naves espaciales extraterrestres, y están intentando hacerlas funcionar. Eso he oído.
Will rió entre dientes.
—Sea lo que sea, estoy seguro de que es un despilfarro de dinero de los contribuyentes. Lo crea o no, me parece que conozco a un tipo que trabaja allí.
Nelson Elder lideraba un grupo de culto al cuerpo. Él hacía ejercicio enérgicamente a diario y esperaba lo mismo de los miembros de su equipo directivo. «Nadie quiere ver a un corredor de seguros gordo», les decía, y él menos que nadie. Sus prejuicios contra aquellos que no estaban en forma rayaban la repugnancia, un vestigio de su pobre infancia en Bakersfield, California, donde la obesidad y la pobreza se mezclaban a partes iguales en el marginal parque de autocaravanas en el que vivía. No contrataba a gente obesa, y si les hacía seguros se cercioraba de que pagaran primas en función del riesgo.
Su bronceada piel aún sentía un hormigueo tras los cinco kilómetros recorridos y la punzante ducha de vapor, y cuando se sentó en su despacho de ejecutivo, con esas bellas vistas de montañas color chocolate y el segmento aguamarina del lago Mead se sentía tan bien físicamente como podría sentirse un hombre de sesenta y un años. Su traje a medida le sentaba como un guante y su atlético corazón latía con lentitud. Pero mentalmente estaba muy confundido, y la infusión que se estaba tomando no lograba tranquilizarle.
Bertram Myers, uno de los altos ejecutivos de Desert Life, estaba en su puerta sudando y resollando como un caballo de carreras. Era veinte años más joven que su jefe, tenía el pelo negro e hirsuto, pero era peor atleta.
—¿Qué tal la carrerita? —preguntó Elder.
—Genial, gracias —contestó Myers—. ¿Ya te has dado la tuya?
—¿Lo dudas?
—¿Cómo es que has llegado tan pronto?
—El maldito FBI. ¿No te acuerdas?
—Dios, se me había olvidado. Me iba a la ducha. ¿Quieres que me siente?
—No, ya me las arreglaré —dijo Elder.
—¿Te preocupa? Pareces preocupado.
—No estoy preocupado. Creo que es lo que hay, y ya está.
—Exactamente, es lo que hay —convino Myers.
Will se había dado un paseíto en taxi hasta las oficinas centrales de Desert Life en Henderson, una ciudad dormitorio al sur de Las Vegas, junto al lago Mead. Elder le parecía como salido de un catálogo, el típico ejecutivo madurito atractivo, cuidadoso con su salud y su estilo de vida. El ejecutivo se acomodó en su silla e intentó bajar las expectativas de Will.
—Tal como le dije por teléfono, agente especial Piper, no estoy seguro de poder serle de ayuda. Tal vez haya hecho un viaje demasiado largo para tan corta visita.
—No se preocupe por eso, señor —contestó Will—.Tenía que venir de todos modos.
—Vi en las noticias que han detenido a alguien en Nueva York.
—No puedo hacer comentarios sobre una investigación en curso —dijo Will—, pero supongo que entiende que si pensara que el caso está cerrado no habría venido hasta aquí. Me pregunto si podría hablarme sobre la relación que mantenía con David Swisher.
Según Elder, no había mucho que contar. Se habían conocido hacía seis años en el transcurso de una de las frecuentes visitas de Elder a Nueva York para reunirse con los inversores. Por entonces el banco de Swisher era uno de los muchos que cortejaban a Desert Life para conseguirlo como cliente, y David, director ejecutivo del banco, una máquina de hacer dinero. Elder había ido a la oficina central del banco, donde Swisher llevaba su equipo de ventas.
Durante el siguiente año, Swisher hizo un seguimiento agresivo vía telefónica y por correo electrónico y la perseverancia dio sus frutos. Cuando en el año 2003 Desert Life decidió lanzar al mercado una oferta de bonos para financiar una de sus adquisiciones, Elder eligió el banco de Swisher para que dirigiera el consorcio financiero.
Will le preguntó si Swisher viajó personalmente a Las Vegas como parte de ese proceso.
Elder estaba seguro de que no lo había hecho. Recordaba claramente que las visitas a las compañías las realizaban banqueros de menor estatus. Aparte de en la cena para el cierre del negocio en Nueva York, los dos hombres no volvieron a verse.
¿Se habían mantenido en contacto durante esos años?
Elder recordaba alguna que otra llamada.
¿Y cuándo fue la última?
Hacía más de un año. Nada reciente. Los dos estaban en las listas de invitaciones para las vacaciones de empresa, pero no podía decirse que eso fuera una relación activa. Elder dijo que, por supuesto, cuando leyó que habían asesinado a Swisher se quedó atónito.
La batería de preguntas de Will se vio interrumpida por la tonadilla de Beethoven en su teléfono. Se disculpó y lo apagó, pero antes reconoció la identidad de la llamada entrante.
¿Por qué demonios le llamaba Laura?
Will recuperó la secuencia de sus pensamientos y arremetió con una lista de preguntas de rastreo. ¿Le habló Swisher alguna vez de algún contacto que tuviera en Las Vegas? ¿Amigos? ¿Negocios? ¿Alguna vez mencionó que apostara o tuviera deudas personales? ¿Sabía Elder si tenía algún enemigo?
Todas las respuestas eran negativas. Elder quería que Will entendiera que su relación con Swisher era superficial, transitoria y transaccional. Le gustaría poder ser de mayor ayuda, pero estaba claro que no podía.
Will sentía que su decepción subía como la bilis. La entrevista no le llevaba a ninguna parte, otro callejón sin salida en el caso Juicio Final. Sin embargo, había una constante en la conducta de Elder, una pequeña discordancia. ¿No había una nota de tensión en su garganta, un toque de falta de sinceridad? Will no sabía de dónde había salido la pregunta que iba a hacer, tal vez brotó de un manantial de intuición.
—Dígame, señor Elder, ¿cómo le van los negocios?
Elder dudó demasiado como para que Will no se percatara y concluyera que le había dado donde dolía.
—Bueno, los negocios van muy bien. ¿Por qué lo pregunta?
—Por nada, simple curiosidad. Permítame que le pregunte: la mayoría de las aseguradoras están en sitios como Hartford, Nueva York, ciudades grandes. ¿Por qué Las Vegas? ¿Por qué Henderson?
—Aquí están nuestras raíces —contestó Elder—. Construí esta compañía ladrillo a ladrillo. Cuando salí de la universidad, comencé como agente en una pequeña correduría de Henderson, a un par de kilómetros de esta oficina. Teníamos seis empleados. Cuando el propietario se jubiló, se la compré y la llamé Desert Life. Ahora tenemos unos ocho mil empleados de costa a costa.
—Es impresionante. Puede estar orgulloso.
—Gracias, lo estoy.
—Y, por lo que me dice, el negocio de los seguros va bien. De nuevo esa pequeña vacilación.
—Bueno, todo el mundo necesita un seguro. Hay mucha competición en el mercado, y las leyes reguladoras de cada sitio a veces constituyen un desafío, pero tenemos un negocio sólido.
Mientras le escuchaba, Will vio que en el escritorio había un cubilete de cuero lleno hasta los topes de bolígrafos Pentel de color rojo y negro.
No pudo contenerse.
—¿Le importaría prestarme uno de sus bolígrafos? —preguntó, señalándolos—. Uno de los negros.
—Claro —contestó Elder, perplejo.
Era de punta ultrafina. Bueno, bueno.
Alcanzó su maletín y sacó una hoja de papel que había dentro de una bolsa de plástico; una fotocopia de las dos caras de la postal de Swisher.
—¿Le importaría echarle un vistazo?
Elder cogió la hoja y se puso las gafas de leer.
—Escalofriante —dijo.
—¿Ve el franqueo?
—Dieciocho de mayo.
—¿Se encontraba usted en Las Vegas ese día?
No había duda de que a Elder le irritó la pregunta.
—No tengo ni idea, pero mi asistente lo comprobará gustosamente.
—Estupendo. ¿Cuántas veces ha estado en Nueva York en las últimas seis semanas?
Elder frunció el ceño y respondió, ya crispado:
—Cero.
—Comprendo —dijo Will. Señaló la fotocopia—. ¿Puede devolverme eso, por favor?
Elder le dio la hoja y Will pensó: «Bueno, chico, menos es nada, tengo tus huellas».
Cuando Will se fue, entró Bertram Myers y se sentó en la silla aún caliente.
—¿Cómo ha ido? —preguntó a su jefe.
—Lo previsto. Se ha centrado en el asesinato de David Swisher. Quería saber dónde estaba el día que le mandaron la postal desde Las Vegas.
—Bromeas.
—No, no bromeo.
—No tenía ni idea de que fueras un asesino en serie, Nelson.
Elder se aflojó el ajustado nudo de su cara corbata. Por fin empezaba a relajarse.
—Ten cuidado, Bert, podrías ser el próximo.
—¿Eso ha sido todo? ¿No te hizo ninguna pregunta comprometedora?
—Ninguna. No sé por qué estaba preocupado.
—Dijiste que no lo estabas.
—Mentí.
Will abandonó Henderson y estuvo trabajando en el centro de análisis que el FBI tiene en el distrito norte de Las Vegas hasta la hora de su vuelo nocturno a Nueva York. Los agentes locales habían estado analizando las huellas de las postales del caso Juicio Final. En la oficina central de Las Vegas habían conseguido identificar algunas de las huellas que se resistían, mediante el cruce con las que habían tomado de los trabajadores de correos. Tras pedir que metieran en la batidora las huellas digitales de Elder, se acomodó en la sala de conferencias para leer el periódico y esperar el resultado. Cuando su estómago empezó a rugir, se dio un paseo hasta Lake Mead Boulevard en busca de una sandwichería.
El calor era sofocante. Quitarse la chaqueta y arremangarse la camisa no fue de mucho alivio, así que se metió en el primer local que encontró, un Quiznos tranquilo y agradablemente refrigerado, llevado por una patrulla de trabajadores desganados. Mientras esperaba en una mesa a que se tostara su bocadillo, llamó a su contestador automático y escuchó los mensajes.
El último le sacó de sus casillas. Se puso a decir tacos en voz alta y el encargado le clavó una mirada asesina. Una voz nasal acababa de informarle de que estaban a punto de cortarle la televisión por satélite. Llevaba tres meses de retraso, y a no ser que pagara ese mismo día, cuando llegara a casa se encontraría con la carta de ajuste.