A no ser que...
Peter y el médico se plantaron, el chico sacó un seis y se quedó en dieciocho. El de los seguros se pasó con un diez.
—¡Su puta madre! —se le escapó del disgusto.
La rubia contuvo el aliento y apretó los puños hasta que Sam le dio una reina en una mano y un siete en la siguiente. La chica aplaudió y soltó el aire al mismo tiempo.
El crupier dio la vuelta a su carta oculta, un rey, y sacó un nueve.
La banca pierde.
En medio de los chillidos de la chica, Sam hizo los pagos a la mesa y empujó siete de los grandes en fichas hacia la rubia.
Peter se excusó y se fue al baño de caballeros. Estaba hecho un lío. La maquinaria de su cabeza chirriaba. «¿En qué estoy pensando? —se dijo—. ¡Esto no es asunto mío! ¡Paso!»
Pero no podía. La vergüenza moral que sentía le abrumaba. Si él no se aprovechaba, ¿por qué iban a poder hacerlo ellos? Sin pensárselo más, giró sobre sus talones, volvió hacia las mesas de blackjack y cruzó su mirada con la del jefe de sala, quien asintió con la cabeza y sonrió. Peter se le acercó con naturalidad y dijo:
—¿Qué, cómo va eso?
—No va mal, señor. ¿En qué puedo ayudarle esta noche?
—¿Ve a ese chico que está en aquella mesa, y a la chica?
—Sí, señor.
—Están contando.
El jefe de sala dio un respingo. Había visto muchas cosas pero jamás que un jugador delatara a otro. ¿Qué sentido tenía?
—¿Está seguro?
—Completamente. El chico cuenta y se lo transmite a ella.
El jefe de sala usó su intercomunicador para llamar al encargado, que a su vez habló con seguridad para que revisaran la cinta de las dos últimas manos jugadas en esa mesa. La apuesta que había hecho la rubia era bastante sospechosa.
Peter acababa de volver a la mesa cuando un regimiento de hombres de seguridad uniformados llegó y puso las manos sobre los hombros del chico. —Eh, ¿qué coño pasa?
Los jugadores de las otras mesas pararon su juego y observaron la escena.
—¿Ustedes dos se conocen? —preguntó el jefe de sala.
—¡No la había visto en mi vida! ¡De verdad, joder! —se quejó el chaval.
La rubia no dijo nada. Se limitó a coger su bolso, recogió las fichas y le tiró a Sam una propina de quinientos dólares.
—Hasta la vista, chicos —dijo mientras la conducían al exterior.
El jefe de sala hizo una señal con la mano y otro crupier sustituyó a Sam.
El médico y el de los seguros miraron a Peter con cara de pasmarotes.
—¿Qué demonios acaba de pasar? —preguntó el de los seguros.
—Estaban contando —dijo Peter con naturalidad—. Los he delatado.
—¡No, no lo has hecho! —berreó el tipo de los seguros.
—Sí lo he hecho, sí. Me estaban poniendo malo.
—¿Y cómo podías saberlo? —preguntó el médico.
—Lo sabía. —No se sentía cómodo siendo el centro de atención. Tenía ganas de largarse de allí.
—¡Alucinante! —dijo el tipo de los seguros meneando la cabeza—.Te invito a una copa, amigo. ¡Alucinante! —Sus ojos azules brillaban cuando echó mano de la cartera y sacó una de sus tarjetas de empresa—.Aquí tienes mi tarjeta. Mi empresa funciona a base de ordenadores. Si necesitas trabajo no tienes más que llamarme, ¿de acuerdo?
Peter cogió la tarjeta: NELSON G. ELDER, PRESIDENTE Y DIRECTOR GENERAL, COMPAÑÍA ASEGURADORA DESERT LIFE.
—Muy amable, pero ya tengo trabajo —musitó Peter con una voz apenas audible bajo la repetitiva melodía y el tintineo de las máquinas tragaperras.
—Bueno, si algún día cambian las cosas, tienes mi número.
—Les pido disculpas por lo que acaba de suceder. Señor Elder, ¿cómo le va esta noche? Hoy la bebida y la comida de todos ustedes corre a cuenta de la casa, y tengo entradas para cualquier espectáculo al que les apetezca asistir. ¿De acuerdo? Y de nuevo, siento mucho lo ocurrido.
—¿Tanto como para devolverme lo que he perdido esta noche, Frankie?
—Ojalá pudiera, señor Elder, pero eso es imposible.
—Bueno —dijo Elder—, había que intentarlo.
El jefe de sala dio una palmadita en el hombro de Peter y le susurró:
—El encargado quiere verle. —Peter se puso pálido—, No se preocupe, es para bien.
Gil Flores, el encargado del Constellation, era un hombre pulcro y refinado, y en su presencia Peter se sintió desaliñado e inseguro. Tenía las axilas empapadas. Quería salir de allí cuanto antes. El despacho del encargado era un espacio práctico, equipado con múltiples pantallas planas con imágenes en directo de las mesas y las tragaperras.
Flores se estaba rompiendo la cabeza intentando resolver el cómo y el porqué de la cuestión. ¿Cómo un tipo corriente se había dado cuenta de algo que a sus chicos les había pasado por alto y por qué los había delatado?
—¿Qué me he perdido? —preguntó Flores al tímido hombre.
Peter bebió un sorbo de agua.
—Yo sabía cómo iba la cuenta —admitió Peter.
—¿Usted también estaba contando?
—Sí.
—¿Es usted contador? ¿Me está diciendo en las narices que es un contador? —Flores había elevado la voz.
—Yo cuento pero no hago conteo.
Las buenas maneras de Flores se esfumaron.
—¿Qué cojones significa eso?
—Sigo la cuenta, es como una costumbre que tengo, pero no la uso.
—¿Y espera que me crea eso?
Peter se encogió de hombros.
—Lo siento, pero esa es la verdad. Llevo viniendo aquí dos años y jamás he variado mis apuestas. Pierdo un poco, gano un poco, ya sabe.
—Increíble. ¿Así que usted lleva el conteo cuando este mierdoso hace qué?
—Dijo que estaba gafado. La cuenta estaba a trece, ya sabe, lo usó como palabra en código para trece. Ella se unió a la mesa cuando el conteo estaba al alza. Creo que el chico tiró un mezclador de cóctel para indicárselo.
—Así que él contea y lanza el señuelo y la chica apuesta y recoge las ganancias.
—Probablemente tienen un código para cada conteo, como «silla» para cuatro, o «dulce» para dieciséis.
El teléfono sonó. Flores contestó y permaneció a la escucha.
—Sí, señor —dijo al rato.
»Bueno, Peter Benedict, hoy es su día de suerte —anunció Flores—.Víctor Kemp quiere verle arriba, en el ático.
Las vistas que había desde el ático eran espectaculares: toda la Strip, la franja, de Las Vegas serpenteaba hacia el oscuro horizonte como la cola de un cometa. Víctor Kemp se acercó y le tendió la mano, y Peter sintió el grosor de sus anillos de oro cuando entrelazaron sus dedos. Tenía el pelo negro y ondulado, la tez bronceada y los dientes resplandecientes. Era elegante y natural como una estrella de cine en el mejor club de la ciudad. Llevaba un traje de un azul vibrante que atrapaba la luz y jugaba con ella, una tela que no parecía de este mundo. Sentó a Peter en su enorme salón y le ofreció una bebida. Mientras una camarera iba a por una cerveza, Peter se percató de que uno de los monitores que había en la pared ofrecía un plano del despacho de Gil. Cámaras por todas partes.
Peter cogió la cerveza y por unos instantes consideró si debía quitarse la gorra. Se la dejó puesta; con gorra o sin gorra seguiría sintiéndose fuera de lugar.
—«Un hombre honrado es la más noble obra de Dios» —dijo Kemp de improviso—. Lo escribió Alexander Pope. ¡Salud! —Kemp hizo chocar su copa de vino contra la flauta que contenía la cerveza de Peter—. Me ha puesto usted de buen humor, señor Benedict, y eso tengo que agradecérselo.
—No pasa nada —dijo Peter con cautela.
—Parece usted un hombre inteligente. ¿Puedo preguntarle cómo se gana la vida?
—Trabajo con ordenadores.
—¿Por qué será que eso no me sorprende? Se ha dado cuenta de algo que ha pasado inadvertido a todo un ejército de profesionales preparados para ello, así que por una parte estoy contento de que sea usted un hombre honrado, pero por otra estoy descontento con mi gente. ¿Ha pensado alguna vez en trabajar en un casino, en la seguridad, señor Benedict?
Peter meneó la cabeza.
—Esta es la segunda oferta de trabajo que me hacen esta noche.
—¿Quién más se lo ha ofrecido?
—Un tipo de mi mesa de blackjack. El director general de una compañía de seguros.
—¿Canoso, delgado, cincuentón?
—Sí.
—No puede ser sino Nelson Elder, muy buen tipo. Menuda noche la suya... Pero si está feliz con su trabajo tendré que encontrar otra forma de agradecérselo.
—Oh, no, señor. No es necesario.
—¡No me llames señor! Tú llámame Víctor y yo te llamaré Peter. Bueno, Peter, esto es como si te hubieras encontrado al genio de la lámpara, pero como esto no es ningún cuento de hadas solo puedes pedir un deseo, así que, ya sabes, que sea realista. ¿Qué va a ser? ¿Quieres una chica, un crédito, conocer a alguna estrella de cine?
El cerebro de Peter era capaz de procesar rápidamente una cantidad de información tremenda. En apenas unos segundos su mente operó sobre varios escenarios y sus posibles consecuencias, hasta que dio con una proposición que para él era muy ambiciosa.
—¿Conoces a algún agente de Hollywood? —preguntó con voz trémula.
Kemp soltó una carcajada.
—Pues claro que sí. Todos vienen por aquí. ¿Eres escritor?
—He escrito un guión —dijo con vergüenza.
—Entonces te voy a concertar una cita con Bernie Schwartz, que es uno de los peces gordos de la ATI. ¿Te parece bien eso? ¿Eso es lo que más te gustaría?
—Oh, sí... ¡Eso sería increíble! —dijo Peter embriagado por la dicha.
—Entonces, de acuerdo. No puedo prometerte que le gustará tu guión, Peter, pero lo que sí te prometo es que lo leerá y te recibirá. Trato hecho.
Volvieron a estrecharse la mano. Cuando salía, Kemp le puso una mano en el hombro y le dijo paternalmente:
—Y ahora no vayas a hacer conteo, ¿eh, Peter? Estás del lado de los justos.
—Pues sí que es curioso —dijo Bernie—. Víctor Kemp es Las Vegas. Ese hombre es un príncipe.
—¿Y qué me dice de mi guión? —Peter contuvo la respiración a la espera de la respuesta.
Había llegado la hora de la verdad.
—La verdad, Peter, es que el guión, aunque es bueno, necesita pulirse un poco antes de que pueda moverlo. Pero aquí viene lo importante. Esto es una película de alto presupuesto. Hay un tren que explota y un montón de efectos especiales. Cada vez es más difícil hacer estas películas de acción, a no ser que cuenten con un público garantizado o posibilidad de franquicia. Pero lo peor de todo es que abordas el terrorismo. El 11 de septiembre lo cambió todo. Muy pocos de los proyectos que me cancelaron en el año 2001 han podido resucitarse. Nadie quiere hacer una película sobre terrorismo. No podré venderla. Lo siento, pero el mundo ha cambiado.
«Suelta el aire.» Se sentía aturdido.
Roz entró.
—Señor Schwartz, ha llegado su siguiente visita.
—¡El tiempo vuela! —Bernie se puso en pie, y Peter hizo lo propio—. Bueno, ahora vete y escribe un guión sobre apuestas de alto voltaje y gente que hace conteos en el casino, métele un poco de sexo y de risas y te prometo que lo leeré. Me alegro mucho de haberte conocido, Peter. Dale recuerdos al señor Kemp. Y, oye, qué bien que hayas venido en coche. Yo no pienso volver a volar, al menos en un vuelo comercial.
Cuando Peter Benedict llegó a su pequeño rancho en Spring Valley esa noche, un sobre asomaba por debajo del felpudo de la entrada. Lo abrió sin demora y leyó su letra manuscrita bajo la luz del porche.
Querido Peter:
Siento que no te haya ido bien hoy con Bernie Schwartz. Permíteme que haga algo por ti. Ven esta noche a las diez, a la habitación 1834 del hotel.
Víctor
Peter estaba cansado y con la moral por los suelos, pero era viernes y tenía el fin de semana para recuperarse.
En el mostrador de recepción del Constellation había una llave de la habitación esperándole, así que subió. Era una suite enorme con unas vistas magníficas. En la mesa del salón había una cesta de frutas y una botella de Perriet Jouet puesta a enfriar. Y otro sobre. Dentro había dos tarjetas, una era un bono por valor de mil dólares para gastar en productos del centro comercial del Constellation; la otra, un crédito de cinco mil dólares para el casino.
Se sentó en el sofá, anonadado, y miró hacia el paisaje de neón.
Alguien llamó a la puerta.
—¡Entre! —gritó Peter.
—¡No tengo llave! —contestó una voz femenina.
Peter corrió hacia la puerta.
—Perdone —dijo—. Pensé que eran del servicio.
Era preciosa. Y joven, casi una niña. Una morenita de rostro dulce y descarado; sus ebúrneas carnes asomaban de su ceñido vestido de noche.
—Tú debes de ser Peter —dijo cerrando la puerta tras de sí—. El señor Kemp me envía para que te salude. —Tenía ese acento pueblerino, delicado y musical, de tantas chicas de Las Vegas que son de cualquier otra parte.
Peter se ruborizó de tal manera que parecía que tuviera la cara hecha de plástico rojo.
—¡Oh!
La chica caminó lentamente hacia él, haciéndole retroceder hasta el sofá.
—Me llamo Lydia. ¿Te parezco bien?
—¿Bien?
—Si prefieres un chico no importa. No estaban seguros.
Tenía algo de tontina que la hacía encantadora.
—¡No me gustan los tíos! —La opresión que Peter sentía en la laringe hizo que le saliera un gallo—. ¡Me gustan las chicas!
—¡Bueno, genial! Porque yo soy una chica —ronroneó ella; había practicado—. ¿Por qué no te sientas y abres esa botella de champán mientras averiguamos a qué tipo de juegos te gustaría jugar?
Alcanzó el sofá justo cuando las rodillas empezaban a doblársele y cayó de culo con todo su peso. Su cerebro nadaba en un mar de jugos —miedo, lujuria, vergüenza— Jamás había hecho eso. Parecía una tontería, sin embargo...
—¡Eh, yo te conozco de algo! —dijo entonces Lydia, excitada de verdad—. ¡Sí, te he visto cientos de veces! ¡Acabo de caer!
—¿Dónde? ¿En el casino?
—¡No, tonto! Seguramente no me reconoces porque ahora no llevo ese estúpido uniforme. Por el día trabajo en la recepción del aeropuerto McCarran, ya sabes, en la terminal EG&G.
Se le borró el rubor de la cara.
El día ya era demasiado para él. Más que demasiado.
—¡Tú no te llamas Peter! Te llamas Mark no sé qué. Mark Shackleton. Se me dan bien los nombres.
—Bueno, ya sabes lo que pasa con los nombres —dijo él con voz temblorosa.