En una semana la historia perdería fuelle a nivel nacional. Aunque en Roswell había rumores sobre extraños acontecimientos que habían tenido lugar desde las primeras horas y hasta días después del impacto. Se decía que el ejército había estado en el lugar antes de que llegara Brazel, que había un platillo prácticamente intacto, y que por la mañana temprano se recogieron cinco pequeños cuerpos que no eran de seres humanos y a los que se les realizó la autopsia en la base militar.
Más tarde, una enfermera del ejército que había estado presente durante las autopsias hablaría en Roswell con un agente funerario amigo suyo y le dibujaría en una servilleta bocetos en los que aparecían unos seres enclenques de cabezas alargadas y ojos inmensos. El ejército retuvo en su custodia a Mack Brazel por un tiempo y después de esto sus ganas de hablar disminuyeron ostensiblemente. En los días siguientes al suceso, todos aquellos que habían sido testigos del impacto y de la recuperación de los restos, o cambiaron sus historias, o se les sellaron los labios o les enviaron lejos de Roswell; de algunos de ellos nunca más se supo.
Truman respondió a la línea que le conectaba con su secretaria. —Señor presidente, el secretario de Marina ha llegado.
—Está bien. Hágale pasar.
Forrestal, un hombre pulcro cuyo rasgo más significativo eran sus prominentes orejas, tomó asiento ante Truman con la espalda como un cirio y con el mismo aspecto que cuando era un banquero con traje de raya diplomática.
—Jim, me gustaría que me pusieras al día del Vectis —comenzó Truman, saltándose los saludos. Eso a Forrestal le iba perfecto, pues era un hombre que usaba las mínimas palabras posibles para dejar las cosas claras.
—Yo diría que todo va como habíamos previsto, señor presidente.
—La situación en Roswell... ¿cómo va eso?
—Estamos revolviendo el caldo en su justa medida, según mi opinión.
Truman asintió enérgicamente.
—Esa es la impresión que tengo por los recortes de la prensa. ¿Y cómo se están tomando los chicos del ejército eso de recibir órdenes directas del secretario de Marina? —dijo Truman entre risas.
—No les complace demasiado, señor presidente.
—¡No, estoy seguro de que no! No me equivoqué al elegirte. Ahora se trata de una operación de la marina, así que los chicos tendrán que empezar a acostumbrarse a ello. Ahora cuéntame sobre ese sitio de Nevada. ¿Cómo están las cosas por allí?
—Groom Lake. La semana pasada visité el escenario. No es muy acogedor. Yo diría que eso que llaman lago lleva seco unos cuantos siglos. Es un lugar remoto, limita con nuestra zona de pruebas de Yucca Fíats. No habrá problema con los visitantes, pero incluso en caso de que alguien intentara encontrarlo, geográficamente, con toda esa multitud de colinas y montañas en los alrededores, resulta bastante defendible. El Cuerpo de Ingenieros del Ejército está haciendo excelentes progresos. Van adelantados respecto al plan previsto. Han construido una pista, hangares y barracones rudimentarios.
Truman se puso las manos detrás del cuello y se relajó ante las buenas noticias.
—Eso está bien. Sigue.
—Las excavaciones de las dependencias subterráneas ya han terminado. Están poniendo cemento y en breve comenzarán los trabajos de ventilación y electricidad. Confío en que las dependencias estarán a pleno nivel de operatividad en el tiempo previsto.
Truman parecía satisfecho. Su hombre estaba haciendo bien su trabajo.
—¿Qué se siente al ser contratista general del proyecto de edificación más secreto del mundo? —preguntó.
Forrestal reflexionó.
—Una vez construí una casa en el condado de Westchester. En cierto modo este proyecto es menos exigente.
El rostro de Truman se contrajo.
—Porque tu mujer no está mirando por encima de tu hombro, ¿me equivoco?
—No se equivoca, señor —contestó Forrestal sin frivolidad ninguna.
Truman se inclinó hacia delante y bajó el tono de voz.
—¿El material británico sigue arriado en Maryland?
—Sería más fácil si lo tuviéramos en Fort Knox.
—¿Cómo vas a hacer para cruzar el país hasta Nevada?
—El almirante Hillenkoetter y yo aún estamos discutiendo el tema del transporte. Yo estoy a favor de un convoy de camiones. Él prefiere aviones de cargamento. Cada opción tiene sus ventajas y sus inconvenientes.
—¡Qué leches! —dijo Truman soltando un gallo—. Eso es cosa vuestra, chicos. No seré yo quien os condene. Dime solo una cosa más. ¿Cómo vamos a llamar a esta base?
—Su nomenclatura cartográfica oficial es NTS 51, señor presidente. El cuerpo de ingeniería la llama Área 51.
El 28 de marzo del año 1949, James Forrestal dimitió de su cargo como ministro de Defensa. A Truman no le llegó el eco de ningún problema hasta una semana antes, cuando el hombre de repente parecía desquiciado. Su comportamiento se volvió imprevisible, tenía un aspecto desaseado y el pelo alborotado, no comía ni dormía, y no había duda de que no estaba en condiciones de prestar servicio. Se corrió la voz de que había sufrido un auténtico colapso mental por estrés en el trabajo, y el rumor se confirmó cuando le ingresaron en el Hospital Naval Bethesda. Forrestal jamás salió de su confinamiento. El 22 de mayo encontraron su cadáver: suicidio; un muñeco de trapo ensangrentado tirado sobre el tejado de la tercera planta bajo el piso dieciséis de su pabellón. Se las había ingeniado para abrir una de las ventanas de la cocina que había frente a su habitación.
En los bolsillos de su pijama encontraron dos trozos de papel. Uno era un poema de una tragedia de Sófocles, Ayax, escrito con la mano temblorosa de Forrestal:
Ante la oscura visión de la tumba abismal
apiádate de la madre cuando su día acabe,
apiádate de su desolado corazón y sus grises sienes
cuando ella tenga que soportar
la historia del que más quiere susurrada en su oído:
«Ay, ay», será el grito.
No hay murmullo más calmo que el tembloroso quejido
del pájaro solitario, el ruiseñor lastimero.
En el otro trozo de papel solo había una línea escrita: «Hoy es 22 de mayo del año 1949, el día en que yo, James Vincent Forrestal, debo morir».
Aunque vivía en Nueva York, Will no era neoyorquino. Estaba allí como una nota adhesiva que puedes arrancar sin esfuerzo y pegar en cualquier otro sitio. Nunca se hizo al lugar, no conectaban. Ni sentía su ritmo ni poseía su ADN. Pasaba de todo lo nuevo y lo que estaba de moda: restaurantes, galerías, exposiciones, espectáculos, clubes. Él venía de fuera y no quería estar dentro. Si la ciudad fuera una tela, él sería una hebra deshilachada. Comía, bebía, dormía, trabajaba y de vez en cuando copulaba en Nueva York, pero aparte de eso nada le interesaba. Tenía su bar preferido en la Segunda Avenida, una buena cena griega en la calle Veintitrés, buena comida china para llevar en la Veinticuatro, una tienda de comestibles y una amable licorería en la Tercera Avenida. Ese era su microcosmos, un insulso cuadrado de asfalto con su propia banda sonora: el constante gemido de las ambulancias luchando contra el tráfico para hacer llegar los restos de la ciudad hasta Bellevue. Catorce meses serían tiempo suficiente para hacerse una idea de dónde quería que estuviese su hogar, pero ya sabía que no sería en Nueva York.
No era extraño que no estuviera al tanto de que Hamilton Heights era un barrio que se estaba poniendo de moda.
—¡Venga ya! —contestó con desinterés—. ¿En Harlem?
—¡Sí! En Harlem —afirmó Nancy—. Muchos profesionales se han mudado a la zona norte. Tienen un Starbucks.
El tráfico estaba alborotado, avanzaban a paso de tortuga en hora punta, y ella hablaba por los codos.
—Ahí está el City College de Nueva York —añadió con entusiasmo—. Hay un montón de estudiantes y de profesionales, unos cuantos restaurantes fabulosos, cosas así, y es mucho más barato que la mayoría de los barrios de Manhattan.
—¿Has estado allí alguna vez?
Aquí Nancy se desinfló un poco.
—Pues no.
—Entonces, ¿cómo sabes tanto?
—Lo he leído, ya sabes, la revista New York, el Times.
A Nancy, al contrario que a Will, le encantaba la ciudad. Había crecido en las afueras, en White Plains. Sus abuelos todavía vivían en Queens, emigrantes polacos que parecían no haber salido aún del barco, con su marcado acento y las costumbres de su país de origen. El hogar de Nancy era White Plains, pero la ciudad había sido su parque de juegos, el lugar donde había aprendido sobre música y arte, donde había tomado su primera copa, donde había perdido la virginidad en su habitación en la facultad de justicia criminal John Jay, donde había superado el listón tras graduarse como la mejor de su clase en la Facultad de Derecho de la Universidad de Fordham, donde había conseguido su primer trabajo en el departamento después de Quantico. No tenía el tiempo ni el dinero necesarios para vivir la experiencia de Nueva York al máximo, pero estaba decidida a tomarle el pulso a la ciudad.
Cruzaron sobre las turbias aguas del río Harlem y se abrieron paso hasta el cruce de la calle Ciento cuarenta Oeste con Nicholas Avenue, donde el edificio de doce plantas estaba convenientemente rodeado por media docena de coches patrulla de la comisaría 32 de Manhattan Norte. St. Nicholas Avenue era ancha y limpia. Estaba bordeada por una franja de césped verde menta, un cortafuegos entre el vecindario y el City College de Nueva York. La zona tenía un aspecto sorprendentemente próspero. En la cara de satisfacción de Nancy se leía: «Te lo dije».
El apartamento de Lucius Robertson estaba en el ático. Sus amplios ventanales abarcaban todo St. Nicholas Park, el compacto campus de la universidad y, más allá, el río Hudson y el boscoso New Jersey Palisades. En la lejanía, una barcaza color ladrillo, larga como un campo de fútbol, resoplaba hacia el sur arrastrada por un remolcador. El sol brilló en un antiguo telescopio dorado que descansaba sobre un trípode y Will sintió su atracción, ese impulso infantil de poner el ojo en la mirilla.
Se resistió, hizo destellar su placa e informó de su llegada.
—¡Ha llegado la caballería! —dijo un sargento, un fornido afroamericano deseoso de acabar su jornada.
También los policías de uniforme y los detectives parecieron aliviados. Les habían ampliado el horario y aspiraban a hacer mejor uso de su preciosa tarde de verano. En su lista de prioridades, la cerveza fría y las barbacoas estaban antes que el hacer de niñeras.
—¿Dónde está nuestro chico? —preguntó Will al sargento.
—En la habitación. Se ha echado. Hemos registrado todo el apartamento. Incluso tiene un perro. Esto está limpio.
—¿Tienen la postal?
Estaba embolsada y etiquetada: «Lucius Jefferson Robertson, calle Ciento cuarenta Oeste, 384, Nueva York, NY 10030». En la parte de atrás, el ataúd y la fecha: 11 de junio de 2009.
Will se la pasó a Nancy y examinó el lugar. El mobiliario era moderno, caro, un par de adornos orientales bonitos y paredes con pintura mate llenas de óleos del siglo XX de galerías de postín. Había un mural lleno de vinilos y CD enmarcados. Junto a la cocina, un Steinway de cola con algunas partituras. En un armario se apretujaban un equipo de música de lujo y cientos de CD.
—¿Ese tipo es músico? —preguntó Will.
El sargento asintió.
—Jazz. Yo no había oído hablar de él, pero Monroe dice que es famoso.
—Sí que es famoso, sí —dijo al momento un poli blanco y flacucho.
Tras una breve discusión estuvieron de acuerdo en que en adelante el FBI «custodiaría» al señor Robertson, y lo tendría en observación el tiempo que considerara necesario. Lo único que les quedaba era conocer a la persona que tendrían a su cargo.
—Señor Robertson —llamó el sargento desde la puerta del dormitorio—, ¿puede usted salir? El FBI quiere verlo.
—Está bien. Ya voy —se oyó al otro lado de la puerta.
Robertson parecía un viajero cansado; delgado, encorvado, salió de su habitación arrastrando las pantuflas; pantalones anchos, la camisa Chambray y una fina chaqueta de punto de color amarillo. Era un tipo de sesenta y seis años que aparentaba más. Las líneas que le surcaban el rostro eran tan profundas que se habría podido colar una moneda de diez centavos entre ellas. El color de su piel era negro puro, sin rastro de marrón, salvo en las palmas de sus manos de largos dedos, que eran pálidas, café con leche. Llevaba el pelo y la barba muy cortos, y tenía el cabello más cano que oscuro.
Vio a los recién llegados.
—Hola, ¿qué tal? —dijo a Will y Nancy—. Siento mucho causar tanto alboroto.
Will y Nancy se presentaron de manera formal.
—No me llamen señor Robertson, por favor —protestó el hombre—. Mis amigos me llaman Clive.
La policía no tardó en despejar la zona. El sol descendía sobre el río Hudson y comenzó a sumergirse y expandirse como un enorme pomelo. Will cerró las cortinas del comedor y bajó las persianas del dormitorio de Clive. En ninguno de los casos había intervenido un francotirador, pero el asesino del Juicio Final no paraba de mezclar las cosas. Nancy y él volvieron a inspeccionar cada palmo del apartamento, y mientras ella se quedaba con Clive, Will hizo un barrido del vestíbulo y el hueco de la escalera.
La entrevista fue rápida, no había mucho que contar. Clive había llegado a la ciudad a media tarde después de una gira por tres ciudades con su quinteto. Nadie tenía llave del apartamento y, por lo que él sabía, no habían tocado nada en su ausencia. Tras un vuelo sin incidencias desde Chicago, había tomado un taxi en el aeropuerto hasta su casa, donde encontró la postal enterrada entre el montón de correo de la semana. La reconoció de inmediato, llamó al 911 y eso era todo.
Nancy le recitó los nombres y las direcciones de las víctimas del Juicio Final, pero Clive sacudió la cabeza con tristeza. No conocía a ninguno de ellos.
—¿Por qué puede querer ese tipo hacerme daño? —se lamentó con su ronca voz—. Solo soy un pianista.
Nancy cerró su libreta y Will se encogió de hombros. Con eso bastaba. Eran casi las ocho. Quedaban cuatro horas para que terminara el día del Juicio Final.
—Tengo la nevera vacía porque he estado fuera, si no les ofrecería algo de comer.
—Pediremos algo —dijo Will—. ¿Qué hay de bueno por aquí? —Enseguida añadió—: Paga el gobierno.
Clive les aconsejó las costillas del Charley´s, que estaba en Frederick Douglass Boulevard; llamó por teléfono y realizó un complicado pedido con cinco platos diferentes.