—Me dedico a la seguridad informática —susurró Mark hacia su plato—. Por desgracia, no soy millonario. —Entonces alzó la vista y añadió con optimismo—: Aparte de eso también escribo.
—¿Trabajas para una empresa? —preguntó Will con educación, intentando redimirse.
—He trabajado para unas cuantas, pero ahora supongo que estoy como tú. Trabajo para el gobierno.
—¿En serio? ¿Dónde?
—En Nevada.
—Vives en Las Vegas, ¿no? —intervino Zeckendorf.
Mark asintió, sin duda le decepcionaba que ninguno hubiera hecho caso a su comentario de que escribía.
—¿En qué rama? —preguntó Will, y cuando vio que le respondía con una mirada muda, añadió—: Del gobierno.
La angulosa nuez de Mark se movió cuando tragó.
—Es un laboratorio. Es un asunto un tanto secreto.
—¡Shack tiene un secreto! —gritó Alex alegremente—. ¡Dadle otra copa! ¡A ver si suelta la lengua!
Zackendorf parecía fascinado.
—Vamos, Mark, ¿no puedes contarnos de qué va?
—Lo siento.
Alex se apoyó en el respaldo de la silla...
—Apuesto a que cierto personaje del FBI te sacaría en qué andas metido.
—No lo creo —replicó Mark con una pizca de suficiencia.
Zeckendorf no iba a dejarlo correr; se puso a pensar en voz alta:
—Nevada, Nevada... el único laboratorio secreto del que haya oído hablar en Nevada está en el desierto... en eso que llaman... ¿Área 51? —Estaba esperando una negativa, pero lo que vio fue una cara de póquer—. Dime que no trabajas en Área 51.
Mark dudó y luego dijo tímidamente:
—No puedo decírtelo.
—¡Guau! —exclamó la modelo, impresionada—. ¿No es ahí donde estudian los ovnis y esas cosas?
Mark sonreía como la Mona Lisa, enigmáticamente.
—Si te lo dijera, tendría que matarte —dijo Will.
Mark sacudió la cabeza con fuerza, bajó la mirada y sus ojos perdieron cualquier atisbo de diversión. Cuando habló, Will pensó que el tono mordaz de su voz era inquietante.
—No; si te lo dijera, serían otros los que te matarían.
Consuela López estaba agotada y dolorida. Se encontraba en la popa del ferry de Staten Island, sentada donde siempre, cerca de la salida para poder desembarcar enseguida. Si perdía el autobús 51, que pasaba a las 22.45, tendría que esperar un buen rato en la estación de autobuses de St. George para tomar el siguiente. El motor diesel de nueve mil caballos transmitía vibraciones a su delgado cuerpo y le daba sueño, pero desconfiaba demasiado de sus compañeros de viaje como para cerrar los ojos y que le desapareciera el bolso.
Había apoyado su inflamado tobillo izquierdo en el banco de plástico, pero había puesto un periódico debajo del talón. Poner el zapato directamente sobre el asiento habría sido una grosería y una falta de respeto. Se había hecho un esguince en el tobillo al tropezar con el cable de la aspiradora. Limpiaba oficinas en la zona baja de Manhattan y ese era el final de una larga jornada y una larga semana. Que el accidente ocurriera el viernes era una bendición porque tenía el fin de semana para recuperarse. No podía permitirse el lujo de perder un día de trabajo, así que rezó para que el lunes ya se encontrara bien. Si el sábado por la noche todavía le dolía, el domingo por la mañana iría a misa temprano y le rogaría a la Virgen María que la ayudara a curarse pronto. También quería ver al padre Rochas para enseñarle la postal que había recibido y que disipase sus miedos.
Consuela era una mujer feúcha que apenas hablaba inglés, pero era joven y tenía un cuerpo bonito, así que siempre estaba en guardia cuando se le insinuaban. Unas pocas filas más adelante había un joven hispano con una sudadera gris que no paraba de mirarla, y aunque al principio se sintió incómoda, algo en sus blancos dientes y en sus despiertos ojos le llevó a responderle con una educada sonrisa. No hizo falta más. El chico se presentó y pasó los últimos diez minutos del trayecto sentado junto a ella y compadeciéndose de su lesión.
Cuando el ferry llegó a puerto, Consuela bajó cojeando, sin aceptar la ayuda que él le ofrecía. Fue tan atento como para seguirla unos pasos por detrás a pesar de que caminaba a paso de tortuga. Le ofreció llevarla a casa pero ella dijo que no; eso estaba fuera de lugar. Pero como el ferry se había retrasado unos minutos y ella avanzaba tan despacio, acabó perdiendo el autobús y reconsideró la oferta. Parecía un buen chico. Era divertido y respetuoso. Aceptó y, cuando él se fue al aparcamiento a por el coche, Consuela se santiguó.
Cuando se acercaban a la curva que daba a su casa, en Fingerboard Road, el humor del chico cambió y ella empezó a preocuparse. La preocupación se convirtió en miedo cuando él apretó el acelerador y pasó de largo su calle sin hacer caso de sus protestas. Siguió conduciendo en silencio por Bay Street hasta que giró bruscamente a la izquierda, hacia el parque Arthur von Briesen.
Al final de la oscura carretera, ella lloraba y él gritaba y agitaba una navaja automática. La obligó a salir del coche y la arrastró del brazo, amenazándola con hacerle daño si gritaba. Su dolorido tobillo ya no le importaba. Corría tirando de ella entre los matorrales en dirección al agua. Consuela se estremecía de dolor, pero tenía demasiado miedo para hacer ruido.
La colosal superestructura del puente Verrazano-Narrows se alzaba oscura ante ellos como una presencia maléfica. No había ni un alma a la vista. En un claro de la arboleda la tiró al suelo y le arrancó el bolso de las manos. Ella empezó a sollozar y él le dijo que se callara. Rebuscó entre sus pertenencias y se embolsó los pocos dólares que llevaba. Entonces encontró la postal que le habían enviado con el dibujo hecho a mano de un ataúd y la fecha: 22 de mayo de 2009. Miró la postal y sonrió como un sádico.
—¿Piensa que yo le envié esto? —preguntó en español.
—No sé —dijo ella entre sollozos, sacudiendo la cabeza.
—Bueno, pues ahora le voy a enviar esto —dijo riendo y quitándose el cinturón.
Will daba por sentado que ella no habría vuelto, y sus sospechas se confirmaron en cuanto abrió la puerta y dejó la maleta con ruedas y el maletín.
El apartamento estaba como en la etapa anterior a Jennifer. Nada de velas perfumadas. Nada de manteles individuales en la mesa del comedor. Nada de cojines con volantes. Ni su ropa, ni sus zapatos, ni sus cosméticos, ni su cepillo de dientes. Salió como un torbellino del dormitorio y abrió el frigorífico. Ni siquiera esas estúpidas botellas de agua con vitaminas.
Will había pasado dos días fuera de la ciudad como parte de un curso de sensibilización que debía hacer tras el informe de su última actuación policial. Si a ella le hubiera dado por volver inesperadamente, él lo habría intentado con nuevas técnicas, pero Jennifer seguía sin aparecer.
Se aflojó el nudo de la corbata, se quitó los zapatos y abrió el mueble bar que había debajo del televisor. El sobre estaba bajo la botella de Johnny Walker Black, el mismo sitio donde lo había encontrado el día en que ella lo abandonó. En él, con su letra inconfundiblemente femenina, había escrito: «Vete a la mierda». Se sirvió una buena copa, puso los pies sobre la mesa y, por los viejos tiempos, empezó a releer aquella carta que le revelaba cosas sobre sí mismo que ya sabía. Un repiqueteo le interrumpió cuando iba por la mitad, una fotografía enmarcada que había derribado con el dedo gordo del pie.
La había enviado Zeckendorf: los compañeros del primer año en su reunión del pasado verano. Otro año que se había ido.
Una hora más tarde, confundido por la bebida, le asaltó uno de los dictámenes de Jennifer: lo tuyo no tiene remedio.
«Lo tuyo no tiene remedio», pensó. Un concepto interesante. Irreparable. Irredimible. Sin posibilidad de rehabilitación o de mejora significativa.
Puso el partido de los Mets y se quedó dormido en el sofá.
Con remedio o sin él, a las ocho de la mañana del día siguiente estaba sentado a su escritorio comprobando la bandeja de entrada de su servidor de correo. Escribió un par de respuestas rápidas y luego envió un correo a su supervisora, Sue Sánchez, agradeciéndole su diligencia y su capacidad previsora al haberle recomendado que siguiera el seminario al que acababa de asistir. Consideraba que su sensibilidad había aumentado en torno a un cuarenta y siete por ciento, y esperaba que ella pudiera ver resultados inmediatos y cuantificables. Firmó: «Con toda mi sensibilidad, Will», y le dio a enviar.
Treinta segundos después su teléfono empezó a sonar. El número de Sánchez.
—Bienvenido a casa, Will —dijo ella con voz empalagosa.
—Encantado de estar de vuelta, Susan —contestó él; los años pasados fuera de Florida se habían llevado su acento sureño.
—¿Por qué no vienes a verme? ¿Te va bien?
—¿Cuándo te vendría bien a ti, Susan? —preguntó él de manera afectada.
—¡Ya! —Y colgó.
Sánchez estaba sentada ante el antiguo escritorio de Will en el antiguo despacho de Will, que gracias a Muhammad Atta disfrutaba de una bonita vista de la Estatua de la Libertad, pero lo que a él le irritaba más no era eso sino la expresión avinagrada de su tirante rostro color aceituna. Sánchez era una fanática del ejercicio que leía manuales de instrucciones y libros de autoayuda para directivos mientras hacía gimnasia. Siempre le había parecido atractiva, pero esa jeta de amargada y ese pedante tono nasal mezclado con el acento latino hacían que su interés decayera.
—Siéntate, Will —le dijo sin más demora—.Tenemos que hablar.
—Susan, si lo que planeas es darme la patada, estoy preparado para aceptarlo como un profesional. Regla número seis... ¿o era la cuatro?: «Cuando sientas que te provocan, no actúes de manera precipitada. Detente y considera las consecuencias de tus actos, después elige tus palabras con cuidado y respetando las reacciones de la persona o las personas que te han desafiado». No está mal, ¿eh? Me dieron un certificado. —Sonrió y cruzó las manos sobre su incipiente barriga.
—Hoy no estoy de humor para tu doctorado en ciencias —le dijo con voz cansada—.Tengo un problema y necesito que me ayudes a resolverlo.
—Si es por ti, cualquier cosa. Siempre y cuando no tenga que desnudarme o echar a perder mis últimos catorce meses.
Sánchez suspiró y permaneció en silencio, de modo que a Will le dio la impresión de que estaba poniendo en práctica la regla número cuatro, o la número seis. Will era consciente de que ella le consideraba su niño problemático número uno. Todos en la oficina sabían cómo iba el marcador:
Will Piper. Cuarenta y ocho años, nueve años mayor que Sánchez. Anteriormente su jefe, antes de que le largaran de su puesto para volver a ser agente especial. Anteriormente guapo como para quitar el hipo, futbolista de casi dos metros de alto con hombros como vigas de acero, ojos azul eléctrico, pelo castaño revuelto como un jovenzuelo, antes de que el alcohol y la inactividad dieran a su carne la consistencia y la palidez de la masa de pan.
Anteriormente todo un figura, antes de convertirse en un dolor de cabeza, que no veía la hora de largarse del trabajo.
—A John Mueller le dio un ataque hace un par de días —soltó Susan sin más—. Los médicos dicen que se recuperará, pero va a estar de baja un tiempo. Su ausencia, especialmente ahora, es un problema para este departamento. He estado hablando de ello con Benjamín y Ronald.
A Will la noticia lo dejó perplejo.
—¿Mueller? ¡Pero si es más joven que tú! Si es un obseso de los maratones. ¿Cómo puñetas le ha podido dar a él un ataque?
—Tenía un defecto cardíaco congénito que nadie le había detectado —dijo Sánchez—. Se le hizo un pequeño trombo en la pierna y desde ahí fue flotando hasta el cerebro. Eso me dijeron. Da miedo que pueda pasarte algo así.
Will despreciaba a Mueller. Era borde, engreído, imbécil. Seguía las órdenes al pie de la letra. Un tipo inaguantable. Como el cabrón pensaba que Will estaba aislado por su condición de leproso, el muy hijo de la gran puta todavía le hacía comentarios sarcásticos sobre su fiasco. «Ojalá ande y hable como un tarado el resto de su vida», fue lo primero que le vino a la cabeza.
—Por Dios, qué mala suerte —dijo en cambio.
—Necesitamos que te hagas cargo del caso Juicio Final.
Tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no mandarla al carajo.
Ese caso tendría que haber sido suyo desde el principio. De hecho, había sido un ultraje que no se lo ofrecieran en cuanto el caso llegó a la oficina. Ahí estaba él, uno de los mejores expertos en asesinos en serie de la historia reciente del FBI y no le asignaban un caso de primera de su jurisdicción. Supuso que eso daba la medida de lo perjudicada que estaba su carrera. Al principio aquella puñalada le dejó una buena herida, pero consiguió reponerse rápidamente y llegó a convencerse de que se había librado de una buena.
Estaba en la última curva antes de llegar a la meta. La jubilación era un milagro acuoso que resplandecía al final del desierto, simplemente fuera de su alcance. Ya había conocido suficiente lucha y ambición, suficiente política de despacho, suficientes asesinatos y muertes. Estaba cansado, solo y atrapado en una ciudad que detestaba. Quería volver a casa. Volver a casa con una pensión.
Se tragó como pudo las malas noticias. El Juicio Final no había tardado en convertirse en el caso más difícil del departamento, el tipo de casos que requerían una intensidad que Will hacía años que no tenía. El problema no eran las largas jornadas y el adiós a los fines de semana. Gracias a Jennifer tenía todo el tiempo del mundo. El problema lo tenía ante el espejo, porque, tal como le diría a cualquiera que se lo preguntara, simplemente le importaba un bledo. Para resolver un caso de asesinatos en serie era necesario tener una ambición feroz, y esa llama hacía ya tiempo que había chisporroteado hasta consumirse. La suerte también contaba, pero por lo que sabía por experiencia, el éxito solo llegaba cuando te partías el lomo y creabas el ambiente adecuado para que la suerte hiciera su caprichosa aparición.
Aparte de eso, la compañera de Mueller era una agente especial joven, solo llevaba tres años fuera de Quantico, y estaba tan imbuida de ferviente ambición y rectitud en el obrar, que a Will le parecía una fanática religiosa. Había observado su paso presuroso por la planta veintitrés, siempre a toda mecha por los pasillos, sin sentido del humor, mojigata, tomándose tan en serio a sí misma que le ponía enfermo.