Recibió un puñetazo en la sien y cayó con todo el peso sobre sus rodillas, momentáneamente fascinado, más que asustado, por la inesperada violencia. El golpe hizo que se le nublara la mente. Vio cómo Bloomie terminaba de hacer caca. Oyó algo sobre dinero y sintió que unas manos se metían en sus bolsillos. Vio la hoja de un cuchillo junto a su cara. Notó que le quitaban el reloj, y luego el anillo. Entonces se acordó de la postal, esa maldita postal, y se oyó preguntar: «¿La enviaste tú?». Le pareció que oía al chico contestar: «Sí, la mandé yo, hijo de puta».
Will Piper llegó temprano para beber una copa en la barra antes de que aparecieran los demás. El concurrido restaurante, en una bocacalle de Harvard Square, se llamaba OM; Will encogió sus anchos hombros cuando vio el moderno y ecléctico ambiente asiático del local. No era el tipo de sitio que solía frecuentar, pero en la entrada había una barra y el camarero tenía cubitos y whisky escocés, así que cumplía sus requisitos mínimos. Miró con recelo las artísticamente desiguales piedras de la pared de detrás de la barra, las instalaciones de videoarte en brillantes pantallas planas y las luces de neón azul, y se preguntó: «¿Qué estoy haciendo aquí?».
Hacía tan solo una semana las probabilidades de que acudiera al veinticinco aniversario de su licenciatura en la universidad eran cero, y a pesar de todo ahí estaba, de nuevo en Harvard con cientos de personas de cuarenta y siete y cuarenta y ocho años, preguntándose adonde habían ido a parar los mejores momentos de su vida. Jim Zeckendorf, como buen abogado que era, les había engatusado y les había acosado sin tregua vía correo electrónico hasta que habían accedido. Él no estaba dispuesto a aceptar todo el lote. Nadie le haría marchar con sus compañeros de 1983 hasta el Tercentenary Theatre. Pero le había parecido bien viajar hasta allí en coche desde Nueva York, cenar con sus compañeros, quedarse en casa de Jim, en Weston, y volver por la mañana. Ni de broma se le ocurriría malgastar más de dos días de vacaciones en fantasmas del pasado.
El vaso de Will ya estaba vacío antes de que el camarero hubiera acabado de preparar la siguiente copa. Will agitó el hielo para llamar su atención, pero a quien atrajo fue a una mujer. Estaba de pie detrás de él, haciendo gestos al camarero con un billete de veinte; una morena de unos treinta años de muy buen ver. Pudo oler su perfume especiado antes de que ella se inclinara sobre su ancha espalda y le preguntara:
—Cuando te haga caso, ¿me pedirás un
chardo
?.
Will se medio giró y la cachemira de su delantera le quedó a la altura de los ojos, al igual que el billete de veinte dólares, que oscilaba entre sus estilizados dedos. Se dirigió a sus pechos:
—Sí, ya te lo pido yo. —Entonces giró el cuello hasta ver una bonita cara con sombra de ojos violeta y labios rojo pasión, justo como a él le gustaban. Percibió en ella fuertes vibraciones de disponibilidad.
Ella le dio el billete con un «Gracias» cantarín y se metió en el estrecho espacio que él le dejó moviendo su taburete un par de centímetros.
Minutos después, Will sintió un golpecito en el hombro y oyó:
—¡Ya os dije que lo encontraríamos en la barra!
Zeckendorf tenía una amplia sonrisa en su rostro de rasgos amables, casi femeninos. Aún tenía pelo suficiente para llevarlo a lo afro, y Will recordó de repente su primer día en el campus de Harvard en 1979: un patán rubio y grandullón de la franja de Florida, revoloteando como una chica bonita en la cubierta de un barco, y un chaval flacucho de pelo alborotado con el aire autosuficiente del lugareño que ha nacido para vestir los colores carmesí de la universidad. La mujer de Zeckendorf estaba a su lado, o al menos Will dio por sentado que esa matrona de anchas caderas era la novia que, la última vez que la vio, cuando se casaron en 1988, estaba como un palillo.
Los Zeckendorf llegaban con Alex Dinnerstein y su novia. Alex era de cuerpo pequeño y compacto, y lucía un bronceado impecable que le hacía parecer bastante más joven que los demás. Adornaba su buena planta y su garbo con un caro traje de corte europeo y un elegante pañuelo de bolsillo, blanco y brillante como sus dientes. Su pelo engominado seguía tan liso y negro como en el primer año de la universidad, así que Will se dijo que lo llevaba teñido; a cada cual lo suyo. El doctor Dinnerstein tenía que mantenerse joven para la preciosidad que llevaba del brazo, una modelo por lo menos veinte años más joven que él, una belleza de largas piernas con un cuerpazo realmente especial; casi consiguió que Will se olvidara de su nueva amiga, a la que había tenido la torpeza de dejar sola bebiendo su vino.
Zeckendorf se percató de que la señorita se sentía incómoda.
—¿Qué pasa, Will, es que no vas a presentarnos?
Will sonrió avergonzado y murmuró:
—Todavía no hemos llegado tan lejos.
Alex soltó un resoplido de complicidad.
—Me llamo Gilliam —dijo la chica—, Que disfrutéis de vuestra reunión. —Se dispuso a marcharse y Will, sin decir palabra, le puso una de sus tarjetas en la mano.
Ella le echó un vistazo y el destello que iluminó su rostro reveló su sorpresa: WILL PIPER, AGENTE ESPECIAL DEL FBI.
Cuando ya se había marchado, Alex cacheó a Will con grandes aspavientos.
—Seguramente nunca había visto a un tío de Harvard con una pipa, ¿verdad, colega? Eso que llevas en el bolsillo ¿es una Beretta o es que te alegras de verme?
—Que te den, Alex. Yo también me alegro de verte.
Zeckendorf los guiaba escalera arriba hacia el restaurante cuando se dio cuenta de que faltaba uno.
—¿Alguien ha visto a Shackleton?
—¿Estás seguro de que todavía vive? —preguntó Alex.
—Prueba circunstancial —contestó Zeckendorf—. E-mails.
—No vendrá. Nos odiaba —afirmó Alex.
—Te odiaba a ti —dijo Will—.Tú fuiste el que le ató a la puñetera cama con cinta americana.
—Tú también estabas allí, si no recuerdo mal —dijo Alex entre risas.
Una fluida charla recorrió el restaurante, un espacio museístico de luz cálida con estatuas nepalíes y un buda encajado en una pared. Su mesa, que daba a Winthrop Street, les esperaba, pero no estaba vacía. En un extremo había un hombre solo que manoseaba su servilleta en actitud nerviosa.
—¡Eh, mirad a quién tenemos aquí! —gritó Zeckendorf.
Mark Shackleton alzó la vista como si hubiera estado temiendo ese momento. Sus ojos, pequeños y muy juntos, ocultos parcialmente por la visera de una gorra de los Lakers, se movieron de un lado a otro examinándolos. Will reconoció a Mark al momento, y eso que habían pasado más de veintiocho años desde que había perdido el contacto con él, prácticamente un minuto después de que terminara el primer curso. La misma cara sin un gramo de grasa que hacía que su cabeza pareciera un trozo de carne clavado sobre un pedestal, los mismos labios tirantes y la misma nariz afilada. Mark no parecía un adolescente ni siquiera cuando lo era; simplemente había alcanzado ese estado natural de la mediana edad.
Los cuatro compañeros formaban un grupo de lo más variopinto: Will, el tranquilo atleta de Florida; Jim, el chaval charlatán de colegio de pago de Brooklyn; Alex, el futuro médico, loco por el sexo, de Wisconsin; y Mark, el autista y friki de la informática, de cerca de Lexington. Los metieron en una caja de cerillas en Holworthy en el polo norte del frondoso campus de Harvard, dos dormitorios diminutos con literas y una sala común con muebles medio aceptables, cortesía de los papas ricos de Zeckendorf. Will fue el último en llegar a la residencia de estudiantes aquel septiembre, pues se había quedado con el equipo de fútbol para los entrenamientos de pretemporada. Para entonces Alex y Jim se habían emparejado, y cuando Will atravesó el umbral arrastrando su petate, los dos resoplaron y señalaron la otra habitación, donde encontró a Mark plantado como un palo en la litera de abajo, reivindicándola como suya, con miedo a moverse.
—Eh, ¿qué tal? —le había preguntado Will al chaval mientras una gran sonrisa sureña brotaba en su cara de rasgos marcados—. ¿Tú cuánto pesas, Mark?
—Sesenta y cinco kilos —contestó Mark con desconfianza mientras intentaba establecer contacto visual con el chico que se alzaba frente a él.
—Bueno, es que yo en calzoncillos peso cien kilos. ¿Estás seguro de que quieres tener mi gordo culo a medio metro de tu cabeza en esta chatarra de litera?
Mark había suspirado profundamente, había cedido sin decir palabra y el orden jerárquico había quedado establecido para siempre.
Cayeron en la conversación espontánea y caótica propia de esas reuniones, desempolvando recuerdos, riéndose de situaciones embarazosas, desenterrando indiscreciones y debilidades. Las dos mujeres actuaban de público, eran la excusa para la exposición y elaboración de las historias. Zeckendorf y Alex, que habían continuado siendo buenos amigos, actuaban como maestros de ceremonias, lanzaban y respondían las bromas con la inmediatez propia de un par de cómicos intentando sacar unas risas. Will no era tan ocurrente y rápido, pero su tranquila y lenta evocación de aquel año tan peculiar los tenía embelesados. Solo Mark permanecía en silencio, sonriendo educadamente cuando ellos reían, bebiendo su cerveza y picoteando de la fusión asiática de su plato. Zeckendorf había pedido a su mujer que se encargara de las fotos, y ella daba vueltas alrededor de la mesa, los hacía posar y disparaba el flash.
Los compañeros de residencia de primer año son como un compuesto químico inestable. En cuanto el entorno cambia, el lazo se rompe y las moléculas se separan. El segundo año Will fue a Adams House, donde viviría con otros jugadores del equipo de fútbol; Zeckendorf y Alex siguieron juntos y fueron a Leverett House, y Mark consiguió una habitación individual en Currier. De vez en cuando Will veía a Zeckendorf en las clases de política, pero básicamente cada uno de ellos desapareció en su propio mundo. Después de licenciarse, Zeckendorf y Alex se quedaron en Boston y a veces llamaban a Will, normalmente porque habían leído algo acerca de él en los periódicos o lo habían visto en la televisión. Ninguno de ellos dedicó un segundo a pensar en Mark. Se evaporó, y si no hubiera sido por el sentido de la oportunidad de Zeckendorf, y porque Mark incluyó su dirección de e-mail en el libro del reencuentro, para ellos solo habría sido una pieza del pasado.
Alex estaba contando a voz en grito una escapada del primer año en la que habían participado dos gemelas de la Universidad de Lesley —la noche que al parecer le puso en el camino de la ginecología—, cuando su chica cambió de conversación dirigiéndose a Will. Harta de las payasadas de Alex, cada vez más achispado, miró fijamente al hombretón de pelo castaño que tenía enfrente y que bebía su whisky escocés sin pestañear y, aparentemente, sin emborracharse.
—¿Y cómo es que acabaste en el FBI? —preguntó la modelo antes de que Alex pudiera lanzarse a contar otra anécdota sobre sí mismo.
—No era lo bastante bueno al fútbol como para dedicarme profesionalmente.
—No, en serio. —Parecía realmente interesada.
—No lo sé —contestó Will en voz baja—. Cuando me licencié no había decidido qué rumbo tomaría. Ellos ya sabían qué querían: Alex, la facultad de medicina; Zeck, la facultad de derecho; Mark, un máster en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, ¿verdad? —Mark asintió—.Yo me pasé unos cuantos años buscándome la vida en Florida, entrenando y dando clases, y entonces salió una plaza en la oficina del sheriff del condado.
—Tu padre era agente del orden público —recordó Zeckendorf.
—Ayudante del sheriff de Panamá City.
—¿Vive todavía? —preguntó la mujer de Zeckendorf.
—No, hace ya tiempo que murió. —Dio un trago a su whisky—. Supongo que yo lo llevaba en la sangre y que aquel era el camino más fácil y todo eso, así que fui a por ello. Al poco tiempo el jefe estaba hasta el gorro de tener de ayudante a un listillo de Harvard y pidió mi traslado a Quantico para sacarme de allí como fuera. Así fue como pasó, y en menos que canta un gallo me daré cuenta de que me he jubilado.
—¿Cuándo se cumplen los veinte años? —preguntó Zeckendorf.
—Dentro de dos.
—Y entonces, ¿qué?
—Aparte de pescar, no sé.
Alex estaba atareado sirviéndose vino de una nueva botella.
—¿Tienes idea de lo famoso que es este capullo? —preguntó a su chica.
Ella se mordió el labio.
—No. ¿Eres muy famoso?
—Qué va.
—¡Y una mierda! —exclamó Alex—. ¡Este hombre que tenemos aquí es el mejor criminólogo de asesinos en serie de la historia del FBI!
—No, no, eso no es verdad —objetó Will con firmeza.
—¿A cuántos has cogido en todos estos años? —preguntó Zeckendorf.
—No lo sé. A unos cuantos, supongo.
—¡Unos cuantos! —exclamó Alex—. Eso es como decir que yo he hecho unos cuantos exámenes de pelvis. Se dice que eres un hombre... infalible.
—Creo que me confundes con el Papa.
—Venga ya. Leí en alguna parte que eres capaz de psicoanalizar a alguien en medio minuto.
—No necesito tanto tiempo para ver de qué vas tú, colega, pero, en serio, no te creas todo lo que lees.
Alex le dio un codazo a su chica.
—Hazme caso... quédate con su cara. Es un fenómeno.
Will estaba deseando cambiar de tema. Su carrera había dado un par de giros nada interesantes, y tampoco tenía ganas de rememorar las glorias del pasado.
—Supongo que a todos nos ha ido bien, teniendo en cuenta los bandazos que dimos cuando empezamos. Zeck es un pedazo de abogado mercantilista, Alex es catedrático de medicina... que Dios nos ayude, pero hablemos de Mark. ¿Qué has estado haciendo todos estos años?
Antes de que a Mark le diera tiempo de mojarse los labios para responder, Alex ya se había lanzado a su antiguo papel de torturador del empollón.
—Sí, eso hay que oírlo. Seguramente Shackleton es uno de esos millonarios puntocom con jet privado y equipo de baloncesto. ¿Inventaste el teléfono móvil o algo por el estilo? Siempre estabas escribiendo cosas en aquella libreta que tenías, y siempre con la puerta de la habitación cerrada. ¿Qué hacías ahí dentro aparte de aprenderte de memoria los números del Playboy y de gastar cajas de Kleenex?
Will y Zeckendorf no pudieron reprimir una mueca de asco, porque por aquel tiempo parecía que el chaval no paraba de comprar Kleenex. Pero Will sintió inmediatamente una punzada de culpabilidad cuando Mark le atravesó con una mirada de «¿Tú también, Brutus?».