La Biblioteca De Los Muertos (6 page)

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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Misterio y suspense

BOOK: La Biblioteca De Los Muertos
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Encargo aceptado. Sin hacer preguntas ni plantear reservas. Bevin era un soldado, un líder laborista de la vieja escuela, uno de los fundadores del mayor sindicato de Gran Bretaña, el TGWU. Siempre pragmático, en los momentos previos a la guerra fue uno de los pocos políticos laboristas que cooperaron con el gobierno conservador de Winston Churchill y se alineó contra el bando pacifista de su propio partido.

En 1940, cuando Churchill preparó a la nación para la guerra y formó un gobierno de coalición con todos los partidos, nombró a Bevin ministro de Servicios Sociales y Nacionales y le asignó una amplia cartera que incluía la economía doméstica y creó su propio ejército de cincuenta mil hombres salidos de las fuerzas armadas para trabajar en las minas de carbón: los chicos de Bevin. Churchill lo ponía por las nubes.

Y entonces el mazazo. Tan solo unas semanas después del día de la victoria en Europa, disfrutando aún del triunfo, el hombre al que los rusos llamaban el Bulldog Británico, perdía las elecciones generales de 1945, por la victoria aplastante del Partido Laborista de Clement Atlee; el electorado no confiaba en su capacidad para reconstruir la nación. El hombre que había dicho «Defenderemos nuestra isla cueste lo que cueste, lucharemos en las playas, lucharemos en las pistas de aterrizaje, lucharemos en el campo y en las calles, nunca nos rendiremos», salía trastabillando del escenario principal, derrotado, deprimido, desanimado. Tras la derrota, Churchill lideró la oposición con desgana y dedicó la mayor parte de sus esfuerzos a su querida Chartwell House, donde escribía poesía, pintaba acuarelas y echaba pan a los cisnes negros.

Ahora, un año y medio después, Bevin, secretario de Asuntos Exteriores del primer ministro Adee, se encontraba en las profundidades de la tierra esperando al que fuera su anterior jefe. Hacía frío, así que Bevin se dejó abotonado el abrigo sobre su traje de invierno. Era un hombre corpulento, llevaba su escaso pelo cano peinado hacia atrás con gomina, tenía una cara mofletuda y papada incipiente. Había elegido ese lugar de encuentro con la intención de enviar un mensaje psicológico. El asunto que debían tratar era importante. Secreto. Ven ya, sin más demora.

A Churchill, que entraba en ese momento en escena, no le pasó por alto el mensaje, echó un vistazo a su alrededor sin sentimentalismos y dijo:

—¿Cuál puede ser el motivo para pedirme que vuelva a este lugar olvidado de la mano de Dios?

Bevin se levantó y despidió con un gesto al militar de alto rango que había acompañado a Churchill.

—¿Estabas en Kent?

—¡Sí, estaba en Kent! —Churchill hizo una pausa—. Nunca pensé que volvería a poner el pie en este suelo.

—No te pido el abrigo porque hace frío.

—Aquí siempre ha hecho frío —replicó Churchill.

Los dos hombres se dieron un apretón de manos sin mucho entusiasmo y luego se dispusieron a tomar asiento. Bevin condujo a Churchill ante un archivador rojo con el sello del primer ministro.

Se encontraban en el bunker de George Street, en el que Churchill y su gabinete de guerra se encerraron durante la mayor parte de la contienda. Esas salas se habían construido en la cámara subterránea del Ministerio de Obras Públicas, entre el Parlamento y Downing Street. Protegida con sacos de arena, reforzada con cemento armado y hundida bajo tierra, George Street habría podido sobrevivir al ataque directo que nunca tuvo lugar.

Se hallaban frente a frente en aquella gran mesa cuadrada de la sala del Consejo de Ministros en la que Churchill había citado a sus consejeros día y noche. Era una cámara práctica con el aire estanco. Cerca se hallaban la Sala de Mapas, todavía empapelada con los escenarios de la guerra, y la habitación privada de Churchill, que seguía apestando a puro mucho después de que el último se hubiera consumido. Siguiendo el pasillo, en una vieja habitación para las escobas reconvertida, estaba la Sala del Teléfono Transatlántico, donde el aparato de interferencias radiofónicas, cuyo nombre en clave era «Sigsaly», encriptaba las conversaciones entre Churchill y Roosevelt. Por lo que Bevin sabía, el equipo aún funcionaba. Nada había cambiado desde aquel día en que se cerró la Sala de Guerra, el día de la victoria sobre Japón.

—¿Quieres echar un vistazo? —preguntó Bevin—. Creo que el teniente general Stuart tiene las llaves.

—No, no quiero. —Churchill empezaba a impacientarse. No le gustaba estar allí. Le cortó en seco y dijo—: Oye, ¿te importaría ir al grano? ¿Qué quieres?

Bevin dio voz a la introducción que había ensayado:

—Ha surgido un asunto de lo más inesperado, y de suma importancia. El gobierno debe abordarlo con sumo cuidado y delicadeza. Dado que Estados Unidos está implicado, el primer ministro se pregunta si no harías una excepción y le ayudarías personalmente con el problema.

—Estoy en la oposición —dijo Churchill fríamente—. ¿Por qué iba yo a querer ayudarle en nada que no fuera dejar libre Downing Street y que yo volviera a mi antigua oficina?

—Porque eres el mayor patriota que la nación ha tenido nunca. Y porque al hombre que tengo frente a mí le importa más el bienestar del pueblo británico que sus propias conveniencias políticas. Por eso creo que tal vez quieras ayudar al gobierno.

Churchill, sabedor de que estaban jugando con él, parecía perplejo.

—¿En qué demonios os habéis metido para tocarme la fibra patriótica? Vamos, sigue, cuéntame el lío que habéis montado.

—Esa carpeta es un resumen de nuestra situación. —Bevin señaló el archivador rojo con la cabeza—. Me preguntaba si podrías echarle un vistazo. ¿Has traído las gafas de leer?

Churchill hurgó en el bolsillo interior de la chaqueta.

—Las he traído. —Se ajustó los endebles alambres a los lados de su enorme cabeza—. ¿Y tú qué? ¿Vas a quedarte ahí sentado rascándote la barriga?

Bevin asintió y se recostó en la sencilla silla de madera. Observó cómo Churchill resoplaba y abría la carpeta. Observó cómo leía el primer párrafo. Observó cómo se quitaba las gafas y le preguntaba:

—¿Qué es esto, una broma? ¿De verdad esperas que me crea esto?

—No es una broma. Increíble, sí. Falso, no. A medida que avances en la lectura verás el trabajo preliminar que la inteligencia militar ha hecho para la autentificación de estos descubrimientos.

—No es esto lo que esperaba encontrar.

Bevin asintió.

—Si

Antes de terminar de leer, Churchill encendió un puro. Su antiguo cenicero aún andaba por ahí. De vez en cuando mascullaba algo ininteligible. En una ocasión exclamó: «¡Precisamente en la isla de Wight!». En un momento dado se levantó para estirar las piernas y volver a encender el puro. Cada dos por tres fruncía el ceño y se quedaba mirando a Bevin de manera inquisitiva. Diez minutos después, había acabado. Se quitó las gafas, las guardó y dio una larga calada a su habano.

—¿Estoy incluido yo en eso?

—Desde luego, pero no conozco los detalles —dijo Bevin con seriedad.

—¿Y tú? —preguntó Churchill. —No lo he preguntado.

De repente Churchill pareció animarse, como había pasado tantas otras veces en esa misma sala, con la sangre hirviéndole en las venas.

—¡Esto hay que ocultarlo a la opinión pública! Todavía estamos despertando de nuestra peor pesadilla. Esto solo nos hundiría más en la oscuridad y el caos.

—Eso es justamente lo que nosotros pensamos.

—¿Quién está al corriente? ¿Con qué precisión se puede controlar?

—El círculo es pequeño. Aparte del jefe de Gobierno, yo soy el único ministro que lo sabe. Hay menos de media docena de militares que saben lo suficiente para conectar los puntos. Y luego, por supuesto, están el profesor Atwood y su equipo.

Churchill soltó un gruñido.

—Ese sí es un problema. Hicisteis bien en aislarlos.

—Y por último —continuó Bevin—, los americanos. Dada la especial relación que tenemos con ellos, hemos creído necesario informar al presidente Truman, pero nos han asegurado que solo un pequeño número de su gente está al corriente.

—¿Esa es la razón por la que habéis acudido a mí? ¿Los yanquis?

Bevin sintió por fin suficiente calor como para quitarse el abrigo.

—Te seré totalmente sincero. El primer ministro quiere que trates con Truman. Sus relaciones están estancadas. El gobierno desea delegar en ti esta tarea. No queremos estar implicados en esto más allá del día de hoy. Los estadounidenses se han ofrecido a tomar posesión del material, y después de un debate interno nuestra posición es permitir que se lo queden. Nosotros no lo queremos. Al parecer ellos tienen todo tipo de ideas acerca de qué hacer con ello pero, francamente, no queremos conocerlas. Debemos centrarnos en la reconstrucción del país, y no podemos permitirnos la distracción, la responsabilidad (en caso de que hubiera una filtración), ni los costes. Aparte, habrá que tomar algunas decisiones respecto a Atwood y los otros. Te pedimos que te pongas al frente de este asunto no como líder de la oposición ni como figura política, sino a título personal, como líder moral.

Churchill asentía con la cabeza.

—Inteligente. Muy inteligente. Probablemente la idea es tuya. Yo habría hecho lo mismo. Escúchame, amigo, ¿puedes darme garantías de que esto no se usará en mi contra en el futuro? Planeo tenerte a mi lado en las próximas elecciones generales, y estaría feo que quisieras lanzarme un torpedo, tocarme y hundirme.

—Te lo garantizo —respondió Bevin—. Este problema trasciende la política.

Churchill se levantó y dio una palmada en el aire.

—Si es así, lo haré. Si puedes arreglarlo, llamaré a Harry por la mañana. Después me encargaré del rompecabezas de Atwood.

Bevin se aclaró la garganta, se le había quedado seca.

—La verdad es que esperaba que pudieras encargarte del profesor Atwood enseguida. Está al final del pasillo.

—¡Está aquí! ¿Y quieres que me ocupe de él ahora? —preguntó Churchill, sin poder dar crédito.

Bevin asintió y se levantó un poco más rápido de lo que debía, como si estuviera huyendo.

—Te dejo; voy a informar personalmente al primer ministro. —Hizo una pausa para darle más énfasis—. El teniente general Stuart te prestará ayuda logística. Te asistirá hasta que el problema esté resuelto y todo el material haya abandonado territorio británico. ¿Te parece bien?

—Sí, por supuesto. Yo me ocuparé de todo.

—Gracias. El gobierno te lo agradece.

—Sí, sí, todo el mundo me lo agradecerá menos mi mujer, que me va a matar por perderme la cena —murmuró Churchill—. Que traigan a Atwood.

—¿Quieres verlo? No pensaba que fuera estrictamente necesario.

—No se trata de que quiera verlo o no. Me da la sensación de que no tengo alternativa.

Geoffrey Atwood, sentado ante el hombre más famoso del mundo, parecía totalmente desconcertado. Estaba fuerte y en forma después de tantos años de trabajo de campo, pero tenía cara amarillenta y parecía enfermo. Aunque tenía cincuenta y dos años, las circunstancias del momento le hacían parecer una década más viejo. Churchill percibió un pequeño temblor en el brazo cuando aquel hombre levantó la taza de té con leche para llevársela a los labios.

—Llevo retenido contra mi voluntad casi dos semanas —soltó Atwood—. Mi mujer no sabe nada de todo esto. Cinco de mis colegas han sido arrestados, entre ellos una mujer. Con el debido respeto, señor primer ministro, esto es vergonzoso. Un miembro de mi grupo, Reginald Saunders, ha muerto. Todos estamos traumatizados por los acontecimientos.

—Sí —convino Churchill—, es una vergüenza. Y también traumático. Me han informado de lo del señor Saunders. No obstante, estoy seguro de que estará de acuerdo, profesor, en que todo este asunto es de lo más extraordinario.

—Bueno, sí, pero...

—¿Qué tareas le asignaron durante la guerra?

—Hicieron buen uso de mis habilidades, señor primer ministro. Estaba con un regimiento que se dedicaba a la preservación y catalogación de las antigüedades y obras de arte recuperadas de los saqueos que los nazis hicieron en los museos del continente.

—Ah —intervino Churchill—, eso está muy bien. Y una vez liberado volvió a sus tareas universitarias.

—Sí. Ostento la cátedra Butterworth de Arqueología y Antigüedades de Cambridge.

—¿Y la excavación de la isla de Wight era su primer trabajo de campo desde la guerra?

—Sí, ya había estado allí antes de la guerra, pero la excavación actual se realizaba en un sector nuevo.

—Ya veo. —Churchill buscó su caja de puros—. ¿Quiere uno? —preguntó—. ¿No? Bueno, espero que no le moleste. —Encendió una cerilla y aspiró vigorosamente hasta que toda la habitación quedó entre brumas—. Usted sabe dónde estamos ahora, ¿no es así, profesor?

Atwood asintió con una mirada inexpresiva.

—Muy pocas personas han visitado este lugar. Yo mismo jamás pensé que volvería a verlo, pero me han citado aquí, sacándome del semirretiro en que me encontraba, para lidiar con esta pequeña crisis.

—Comprendo las implicaciones de mi descubrimiento, señor primer ministro, pero no consigo entender que mi libertad y la de mi equipo estén en juego —protestó Atwood—. Si esto es una crisis, se trata de una crisis elaborada.

—Sí, entiendo su punto de vista, pero tal vez haya otros que difieran —dijo Churchill con una frialdad que inquietó al profesor—. Aquí hay otros problemas más importantes. Hay consecuencias que debemos considerar. ¡No podemos dejar que salga y publique sus hallazgos en una maldita revista!

El humo hizo resollar a Atwood, que tosió unas cuantas veces.

—He pensado en esto día y noche desde que nos pusieron bajo custodia. Le pido que tenga en cuenta que fui yo quien se puso en contacto con las autoridades. No acudí corriendo a Fleet Street a contárselo a la prensa, usted lo sabe. Estoy dispuesto a llegar a un acuerdo para mantener el secreto, y estoy seguro de que puedo persuadir a mis colegas para que hagan lo mismo. Con eso deberían desaparecer las preocupaciones.

—Esa, señor, es una propuesta muy útil que sopesaré adecuadamente. Usted sabe que en el curso de la guerra he tomado muchas decisiones difíciles en esta estancia. Decisiones de vida o muerte... —Recordó mentalmente una en particular, la horrible decisión de permitir que la Luftwaffe bombardeara Coventry sin que se hubiera ordenado la evacuación. Hacerlo habría sido un claro indicio para que los nazis se percataran de que los británicos habían roto sus códigos. Murieron cientos de civiles—. ¿Tiene usted hijos, profesor?

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