—¿Para el bien o para el mal? —preguntó Josephus temblando.
Paulinus miró a su amigo y frunció los labios, pero no le contestó.
La hermana Magdalena irrumpió en el
scriptorium
sin previo aviso.
—El hermano Otto me ha dicho que estaban aquí —dijo respirando pesadamente y cerrando la puerta tras de sí.
Josephus y Paulinus intercambiaron miradas conspiradoras.
—Y aquí estamos, hermana —dijo Josephus—. ¿Hay algo que te preocupe?
—¡Esto! —Mostró su mano. Sostenía un pergamino enrollado—. Una de las hermanas ha encontrado esto en el dormitorio de los niños, bajo la cama de Octavus. Lo ha robado del
scriptorium
, no me cabe la menor duda. ¿Pueden confirmarlo?
Josephus desenrolló el pergamino y lo inspeccionó con Paulinus.
Josephus miró la primera página desde el principio. Estaba escrito en los apretados garabatos de Octavus.
—Esta está en hebreo, reconozco la escritura —susurró Paulinus apuntando a una de las entradas—. La de encima no sé de dónde es.
—¿Entonces? —reclamó la hermana—, ¿pueden confirmarme que el chico ha robado esto?
—Por favor, hermana, siéntese —suspiró Josephus.
—No es mi deseo sentarme, prior; mi deseo es saber la verdad, y después mi deseo será castigar severamente al chico.
—Le ruego que se siente.
Se sentó a regañadientes en uno de los pupitres de los copistas.
—El pergamino fue sin duda robado —comenzó Josephus.
—¡Niño del demonio! Pero ¿qué es este texto? Parece un listado extraño.
—Son nombres —dijo Josephus.
—En más de un idioma —añadió Paulinus.
—¿Con qué propósito se ha escrito, y por qué se incluye a Oswyn entre ellos? —preguntó la hermana con desconfianza.
—¿Oswyn? —inquirió Josephus.
—¡En la segunda página, en la segunda! —dijo ella.
Josephus miró la segunda página:
El rostro de Josephus palideció.
—¡Dios mío!
Paulinus se levantó y se giró para ocultar su expresión de alarma.
—¿Qué hermano ha escrito esto? —quiso saber Magdalena.
—Ninguno, hermana —dijo Josephus.
—Entonces, ¿quién?
—El chico, Octavus.
Josephus perdió la cuenta de las veces que la hermana Magdalena se santiguó a medida que Paulinus y él le contaban lo que sabían de la milagrosa habilidad de Octavus. Por último, cuando ya habían terminado y estuvo todo dicho, los tres intercambiaron miradas nerviosas.
—Esto no puede ser más que obra del demonio —dijo Magdalena rompiendo el silencio.
—Hay otra explicación posible —dijo Paulinus.
—¿Y cuál es? —preguntó la hermana.
—Que sea obra del Señor. —Paulinus escogió sus palabras cuidadosamente—. No puede haber duda en cuanto a que el Señor elige cuándo traer un niño a este mundo y cuándo acoger un alma en su seno. Dios todo lo sabe. Sabe cuando un simple hombre le dirige sus plegarias, sabe cuando un gorrión cae del cielo. Este chico, que es diferente a todos los demás en su venida al mundo y en su semblante, ¿cómo podemos saber que no es un recipiente del Señor para registrar las idas y venidas de las criaturas de Dios?
—¡Pero podría ser el séptimo hijo de un séptimo hijo!
—Sí, estamos al tanto de las creencias en cuanto a eso. Pero ¿quién ha conocido a un hombre que reúna tales condiciones? ¿Y quién ha podido conocer a alguien que haya nacido el séptimo día del séptimo mes del año 777? No podemos dar por hecho que sus poderes tienen un fin diabólico.
—Yo, por ejemplo, no veo una consecuencia diabólica de los poderes del chico —dijo Josephus con optimismo.
Magdalena pasó del miedo a la ira.
—Si lo que dicen es cierto, sabemos que nuestro querido abad morirá hoy. Ruego al Señor que esto no suceda. ¿Cómo pueden decir que esto no es obra del maligno? —Se levantó y les arrebató las hojas de pergamino—. No voy a tener secretos con el abad. Tiene que escuchar esto, y será él y solo él quien decida acerca del futuro del muchacho.
Parecía resuelta, y ni Paulinus ni Josephus quisieron disuadir a la hermana Magdalena para que desistiera de sus actos.
Tras la nona, la oración de las tres de la tarde, se acercaron los tres a Oswyn y le acompañaron a sus aposentos en la casa capitular. Allí, en la menguante luz de una tarde invernal, con el brillo ámbar de las brasas del hogar, le contaron la historia y estuvieron atentos a su arrugado rostro, el cual, a causa de su deformidad, estaba inclinado hacia la mesa.
Oswyn escuchó. Examinó los pergaminos y se detuvo un momento para reflexionar sobre su nombre. Hizo preguntas y consideró las respuestas. Tras esto dio la reunión por terminada golpeando la mesa con el puño.
—No veo que de esto pueda venir nada bueno —dijo—. En el peor de los casos es la mano del demonio. En el mejor, una gran distracción para la vida religiosa de la comunidad. Estamos aquí para servir al Señor con todo nuestro corazón y toda nuestra fuerza. Este chico nos distraerá de nuestra misión. Debéis sacarlo de aquí.
Ante esto, Magdalena evitó mostrar su satisfacción.
Josephus tenía la garganta seca, así que se la aclaró.
—Su padre no le dejará volver. No tiene adonde ir.
—Eso no nos concierne —dijo el abad—. Echadle.
—Hace frío —imploró Josephus—. No sobrevivirá a la noche.
—El Señor lo proveerá y decidirá su suerte —dijo el abad—. Ahora dejadme que reflexione.
Josephus fue el encargado de cumplir la tarea, de modo que al atardecer condujo sumisamente al chico de la mano hasta la puerta de entrada de la abadía. Una joven y amable hermana le había puesto calcetines gruesos, una segunda camisa y una capa. Un viento cortante procedente del mar estaba bajando la temperatura hacia el punto de congelación. Josephus quitó el cerrojo a la puerta y la dejó abierta. Una ráfaga de aire frío les golpeó de lleno. El prior le dio un toquecito con el codo para que avanzara.
—Tienes que dejarnos, Octavus. Pero no temas, Dios te protegerá.
El chico no volvió la vista atrás, afrontó el oscuro vacío de la noche con su inmutable expresión de imperturbabilidad. Al prior le rompía el corazón tratar tan duramente a una criatura de Dios, tanto que probablemente estaba condenando al chico a morir de frío. Y no a un chico cualquiera, sino a uno con un don extraordinario que, si Paulinus estaba en lo cierto, tal vez no provenía de las profundidades del infierno sino del reino de los cielos. Pero Josephus era un siervo obediente, su lealtad estaba primero con el Señor, cuya opinión en esta materia no le había sido revelada, y después con su abad, cuya opinión era tan clara como el agua.
Josephus sintió un escalofrío y cerró la verja tras de sí.
Sonó la campana de vísperas. La congregación estaba reunida en el santuario. La hermana Magdalena apretaba el laúd contra su pecho y se regodeaba en la victoria que había obtenido sobre Josephus, a quien despreciaba por su blandura.
En la cabeza de Paulinus revoloteaban ideas teológicas acerca de Octavus y si sus poderes serían un don o una maldición.
Pensar en ese crío tan frágil abandonado a su suerte en el frío y la oscuridad hacía que a Josephus le escocieran los ojos con lágrimas saladas. Se sentía culpable de estar allí, caliente y cómodo. Y aun así, estaba seguro de que Oswyn no se equivocaba en una de sus afirmaciones: el chico era sin duda una distracción para sus obligaciones de oración y servidumbre.
Esperaban a oír los renqueantes pasos del abad, que no se materializaban. Josephus notaba que los hermanos y las hermanas se miraban nerviosos, conscientes de la puntualidad de Oswyn.
Tras unos minutos, Josephus empezó a alarmarse.
—Tenemos que ir a ver qué pasa con el abad —le susurró a Paulinus.
Todos los ojos siguieron su partida. Los susurros llenaron el santuario, pero Magdalena los frenó poniéndose un dedo en los labios y profiriendo un audible: «¡Chist!».
Los aposentos de Oswyn estaban fríos y oscuros, y el desatendido fuego prácticamente se había extinguido. Lo encontraron en la cama, hecho un ovillo, vestido y con la piel tan fría como el aire de la habitación. En la mano derecha tenía el pergamino en el que estaba escrito su nombre.
—¡Dios misericordioso! —gritó Josephus.
—La profecía —murmuró Paulinus cayendo de rodillas.
Los dos pronunciaron unas rápidas oraciones sobre el cuerpo de Oswyn y se levantaron.
—Hay que informar al obispo —dijo Paulinus.
Josephus asintió.
—Enviaré un mensajero a Dorchester por la mañana.
—Hasta que el obispo diga otra cosa debes ser tú, amigo mío, quien gobierne esta abadía.
Josephus se santiguó hundiendo el dedo en su pecho.
—Ve y dile a la hermana Magdalena que comience con las vísperas. Yo estaré allí en breve, pero antes debo hacer algo.
Josephus corrió desde la oscuridad hacia la puerta de la abadía, con el pecho agitado por el esfuerzo. Abrió la puerta y esta chirrió sobre sus goznes.
El chico no estaba allí.
Corrió camino abajo gritando su nombre de manera frenética.
Vio una pequeña silueta junto a la carretera.
Octavus no había ido muy lejos. Estaba sentado tranquilamente al desabrigo de la noche, temblando al borde de un prado. Josephus lo cogió en brazos con ternura y le llevó de nuevo hacia la puerta.
—Puedes quedarte, chico —le dijo—. Dios quiere que te quedes.
Will había empezado a coquetear al nivel del mar y seguía con ello a diez mil metros de altura. La azafata era su tipo, una chica grande y bien proporcionada de labios carnosos y pelo rubio jaspeado. Un mechón de pelo le caía sobre un ojo y ella se lo apartaba constantemente de manera distraída. Pasado un rato empezó a imaginarse desnudo junto a ella, apartándoselo él mismo. Inexplicablemente, le invadió una pequeña oleada de culpabilidad cuando Nancy, recatada y censuradora, se coló en sus pensamientos. ¿A santo de qué le fastidiaba sus fantasías? Contraatacó con toda la intención y volvió a la azafata.
Había seguido los protocolos de seguridad habituales para embarcar en aquel vuelo de US Airways con su arma de servicio. Había embarcado antes que los demás pasajeros y le habían asignado un asiento de pasillo a la altura del ala. A Darla, la azafata, le gustó de inmediato ese tipo de chaqueta deportiva y pantalones caqui y se pegó a su asiento.
—Hola, FBI —gorjeó la chica, que estaba al corriente por los formalismos por los que Will había tenido que pasar.
—Hola, tú.
—¿Te consigo algo de beber antes de que nos invadan?
—¿Es café eso que huelo?
—Marchando —dijo ella—. Hoy tenemos con nosotros a un agente federal de paisano en el 7C, pero lo tuyo es mucho más grande.
—¿Te importaría decirle que estoy aquí?
—Ya lo sabe.
Después, durante el servicio de bebidas, a Will le parecía que le acariciaba ligeramente el hombro cada vez que pasaba. Tal vez fuera su imaginación, pensó mientras se echaba a dormir, acunado por el suave rugido de los motores. O tal vez no.
Se despertó con un sobresalto, plácidamente desorientado. Verdes campos de cultivo se extendían hacia el horizonte, por lo que supo que estaban en algún lugar en mitad del país. En la parte de atrás, cerca de los servicios, se oían gritos de enfado. Se quitó el cinturón de seguridad, se dio la vuelta e identificó el problema: tres jóvenes británicos armando alboroto, colegas de juerga en modo borrachera total, preparando el hígado para sus vacaciones en Las Vegas. Gesticulaban como un monstruo de tres cabezas y caras como gambas al esbelto auxiliar de vuelo que les había cortado el chorro de cerveza. El que estaba más cerca del pasillo, un amasijo tenso de músculos y tendones, se levantó y se encaró al auxiliar de vuelo ante la atenta mirada de los alarmados pasajeros.
—¡Ya has oído a mi colega! —gritó—. ¡Que le pongas otra puta cerveza!
Darla enfiló rápidamente el pasillo para acudir en ayuda de su compañero y buscó deliberadamente los ojos de Will al pasar junto a él. El agente federal se mantenía en su asiento 7C, tal como ordenaba el manual, observando la cabina de mandos, en guardia por si se trataba de una maniobra de distracción. Era un tipo joven, estaba de los nervios, se lo estaba tragando todo. «Es probable que sea su primer incidente real», pensó Will, que se asomó al pasillo y lo observó.
Y entonces, un ruido nauseabundo, cráneo contra cráneo, lo que se llama el beso de Glasgow.