Entrecerró los ojos para enfocar los rasgos borrosos de Nancy.
—No tienes ganas de estar aquí, ¿verdad?
Will golpeó la mesa demasiado fuerte con la palma de la mano y Nancy dio un bote y las decorosas cabezas de alrededor se giraron.
—Me gusta tu sinceridad. —Cogió un puñado de frutos secos y se los comió, luego se quitó la sal de sus grasientas manos—. La mayoría de las mujeres no se sinceran conmigo hasta que ya es demasiado tarde. —Dio un bufido como si hubiera dicho algo gracioso—.Vale, socia, dime qué estarías haciendo ahora si no estuvieras de niñera conmigo.
—No sé, ayudando a preparar la cena, leyendo, escuchando música. —Se disculpó—: No soy una persona apasionante, Will.
—¿Leyendo qué?
—Me gustan las biografías. Novelas.
Will fingió interés.
—Yo antes leía un montón. Ahora casi que lo único que hago es ver la televisión y beber. ¿Quieres saber qué hace eso de mí?
Nancy no quería.
—¡Un hombre! —graznó Will—. Un maldito Homo sapiens varón del siglo XXI.
Engulló otros pocos frutos secos, se cruzó de brazos de manera desafiante y estiró los labios hasta conseguir una sonrisa estúpida.
Por la expresión gélida de Nancy se dio cuenta de que estaba yendo demasiado lejos, pero no le importaba.
Se estaba poniendo hasta las cejas y lo estaba pasando bien; si a Nancy no le gustaba, peor para ella. La camarera llevaba un pequeño crucifijo de oro que osciló y golpeó sobre su profundo escote cuando le sirvió otro whisky. Will la miró con lascivia.
—Eh, ¿quieres venir a casa conmigo a beber y ver la tele?
Nancy ya había tenido suficiente.
—Lo siento, tráenos la nota —dijo mientras la camarera huía—.Will, nos vamos —anunció con voz severa—. Es hora de que vayas a casa.
—¿Y no es eso lo que acabo de sugerir? —dijo arrastrando las sílabas.
En su chaqueta sonó el Himno a la alegría. Tanteó hasta que consiguió sacar el teléfono del bolsillo. Al ver quién llamaba, hizo una mueca.
—Mierda. No creo que sea buen momento para hablar. —Se lo pasó a Nancy—. Es Helen Swisher —susurró, como si la persona que llamaba ya estuviera a la escucha.
Nancy le dio al botón de aceptar la llamada.
—Hola, este es el teléfono de Will Piper.
Will salió del reservado y se dirigió al servicio de hombres. Cuando volvió, Nancy ya había pagado y estaba esperándole junto a la mesa. Había decidido que Will no iba tan pasado como para no poder escuchar las noticias.
—Helen Swisher ha conseguido la lista de clientes del banco de David. Al final, parece ser que tenía una conexión en Las Vegas.
—¿Sí?
—En 2003 hizo una financiación para una compañía de Nevada llamada Desert Life Insurance. Su cliente era el director general, un hombre llamado Nelson Elder.
Will parecía un hombre intentando mantenerse de pie en la cubierta de un barco sacudido por la tormenta. Se balanceó sin control y declaró en voz muy alta:
—Vale, muy bien. Pues voy a salir ahí fuera, voy a hablar con Nelson Elder y voy a encontrar a ese maldito asesino. ¿Qué te parece el plan?
—Dame las llaves del coche —dijo.
La ira de Nancy rasgó su borrachera.
—No te enfades conmigo —rogó—. ¡Soy tu socio!
Cuando salieron al aparcamiento, las cálidas ráfagas de viento salado y el punzante aroma de la marea baja llenaron sus sentidos. Lo normal habría sido que eso dejara a Nancy con un aire soñador y despreocupado, pero al oír a Will arrastrando los pies detrás de ella, tambaleándose y hablando entre dientes como si fuera el monstruo de Frankenstein, le pareció que estaba en un cuarto oscuro.
—Vamos a Las Vegas, nena, vamos a Las Vegas.
Estaban en la época de la cosecha, probablemente la estación favorita de Josephus, días cálidos y apacibles, noches frescas y agradables, el aire cargado del olor del trigo recién segado, la cebada y las manzanas frescas. Daba las gracias por los generosos progresos de los campos que rodeaban los muros de la abadía. Los hermanos podrían incrementar las diezmadas reservas del granero y llenar los barriles de roble, con cerveza nueva. Aborrecía la glotonería, pero racionar la cerveza, algo que ocurría de manera inevitable hacia mediados de verano, le daba mucha rabia.
Hacía ya tres años que habían terminado de cubrir con piedra la estructura de madera de la iglesia. Su cuadrada y esbelta torre era lo suficientemente alta para que los botes y los barcos que se acercaban a la isla la usaran como guía en la navegación. En el presbiterio cuadrado del lado oriental, unas ventanas triangulares iluminaban bellamente el santuario durante los oficios del día. La nave era lo bastante larga no solo para la comunidad presente, sino que en el futuro el monasterio podría acomodar a un número mayor de siervos de Cristo. Josephus pedía perdón y hacía penitencia a menudo por el orgullo que bullía en su pecho por el papel que había desempeñado en su construcción. Ciertamente sus conocimientos del mundo eran limitados, pero imaginaba que la iglesia de Vectis estaría entre las grandes catedrales de la cristiandad.
Últimamente los picapedreros habían trabajado mucho para terminar la nueva casa capitular. Josephus y Oswyn habían decidido que lo siguiente sería el
scriptorium
y que tendrían que ampliar bastante la estructura. Las biblias y los libros de reglas que elaboraban, las Epístolas de San Pedro ilustradas y escritas con tinta de oro, eran muy apreciados, y Josephus había oído que algunas copias atravesaban los mares para llegar hasta Irlanda, Italia y Francia.
Estaban ya a media mañana, se acercaba la hora tercia y Josephus se disponía a ir del
lavatorium
al refectorio a por un trozo de pan de centeno, una pata de cordero, algo de sal y una buena jarra de cerveza. El estómago le rugía solo de pensarlo, pues Oswyn había impuesto una sola comida diaria para fortalecer el espíritu de su congregación mediante la debilitación de los deseos de la carne. Tras un período prolongado de meditación y ayuno personal, que el frágil abad difícilmente podía permitirse, Oswyn compartió su revelación con la comunidad, la cual se había reunido diligentemente en asamblea en la casa capitular. «Así como debemos alimentarnos a diario, debemos ayunar a diario —había declarado—.Tenemos que complacer al cuerpo de una manera más pobre y moderada.»
Y así fue como se quedaron todos más delgados.
Josephus oyó que alguien le llamaba. Guthlac, un hombre enorme y rudo que había sido soldado antes de entrar en el monasterio, se acercaba a él corriendo; sus sandalias golpeteaban en el suelo.
—Prior —dijo—. Ubertus, el picapedrero, está en la entrada. Quiere hablar con usted cuanto antes.
—Voy camino del refectorio, a cenar —objetó Josephus—. ¿Te parece que no puede esperar?
—Dijo que era urgente —respondió Guthlac, marchándose de allí a toda prisa.
—¿Y adónde vas tú? —gritó Josephus.
—Al refectorio, prior. A cenar.
Ubertus estaba junto a la verja, cerca de la entrada al hospicio, la casa de hospedaje para los visitantes y viajeros, una construcción baja de madera con una simple hilera de catres. Estaba como clavado al suelo, sus pies no se movían. En la distancia, a Josephus le pareció que estaba solo, pero cuando se acercó vio que tras el picapedrero había un niño, un par de piernecitas entre los dos troncos que Ubertus tenía por piernas.
—¿En qué puedo ayudarte Ubertus? —preguntó Josephus.
—He traído al niño.
Josephus no comprendía qué quería decir con eso.
Ubertus echó la mano hacia atrás y tiró del chico. El crío iba descalzo, era pequeño, tenía el pelo anaranjado y estaba como un palillo. Llevaba una camisa sucia toda harapos que le dejaba al descubierto las costillas y el pecho abombado. Los pantalones le quedaban demasiado largos, una herencia para la que aún no había crecido lo suficiente. Tenía una piel bonita, blanca como la leche, ojos verdes como piedras preciosas, y un delicado rostro tan inmóvil como los bloques de piedra de su padre. Apretaba fuerte sus rosados labios, ahora pálidos, y el esfuerzo le arrugaba la barbilla.
Josephus había oído hablar del chico, pero nunca lo había visto. Su imagen lo turbó. Tenía como un aura de locura, daba la sensación de que su corta vida no había sido bendecida por el calor divino. Su nombre, Octavus, el octavo, le había sido impuesto por Ubertus la noche de su nacimiento. Al contrario que su hermano gemelo, una abominación que estaba mejor muerta que viva, su vida sería felizmente ordinaria, ¿o no? Al fin y al cabo, el octavo hijo de un séptimo hijo es simplemente un hijo más, aunque naciera el séptimo día del séptimo mes del año 777 después del nacimiento de Cristo Nuestro Señor. Ubertus rezaba por que el chico se convirtiera en alguien fuerte y productivo, un picapedrero como su padre y sus hermanos.
—¿Por qué le has traído?
—Quiero que lo acoja.
—¿Y por qué iba a acogerlo?
—Yo no puedo quedármelo más tiempo.
—Pero tienes hijas que pueden cuidarlo. Tienes comida en tu mesa.
—Necesita a Cristo. Y Cristo está aquí.
—Cristo está en todas partes.
—En ningún sitio es tan fuerte como aquí, prior.
El chico se puso de rodillas y empezó a escarbar entre la suciedad con un dedo huesudo. Comenzó a mover el dedo en círculos e hizo un dibujo en el suelo, pero su padre estiró la mano y le tiró de los pelos para levantarlo. El muchacho se estremeció, pero no emitió sonido alguno a pesar de la ferocidad del tirón.
—El chico necesita a Cristo —insistió su padre—. Mi deseo es que se entregue a la vida religiosa.
Josephus había oído decir que el chico era raro, mudo, absorto en su mundo, sin ningún interés por sus hermanos y hermanas ni por otros niños del pueblo. Lo había criado pobremente una nodriza, e incluso ahora, con cinco años, comía muy poco y sin apetito. En su interior, a Josephus no le sorprendía cómo había salido el crío. Después de todo, había presenciado con sus propios ojos la extraordinaria llegada del chico al mundo.
La abadía acogía a niños con regularidad, aunque no era una práctica que alentaran, pues obligaba a estirar los recursos y distraía a las hermanas de sus otras tareas. La gente del pueblo tenía cierta tendencia a dejar ante sus puertas a los niños que tenían malformaciones físicas o mentales. Si la hermana Magdalena pudiera decidir, les negaría la entrada a todos, pero Josephus tenía debilidad por las criaturas de Dios más desafortunadas.
Aun así, ese era inquietante.
—Chico, ¿sabes hablar?
Octavus no contestó; miraba el dibujo que había hecho en la tierra.
—No sabe hablar —dijo Ubertus.
Josephus le tomó de la barbilla con ternura y le levantó la cara.
—¿Tienes hambre?
Los oscuros ojos del niño se movieron de un lado a otro.
—¿Conoces a Cristo, tu salvador?
Josephus no detectó ningún destello de reconocimiento. El pálido rostro de Octavus era una tabula rasa, una blanca lápida en la que no había nada escrito.
—¿Lo acogerá, prior? —imploró el padre.
Josephus soltó la barbilla del chico y el zagal se tiró al suelo para seguir haciendo dibujos en la tierra con su sucio dedo.
Las lágrimas recorrían el cincelado rostro de Ubertus.
—Por favor, se lo suplico.
La hermana Magdalena era una mujer severa que nadie recordaba haber visto sonreír, ni siquiera cuando tocaba el salterio y producía una música celestial. Estaba ya en su quinta década de vida y había vivido la mitad de ella entre los muros de la abadía. Bajo su velo había un montón de trenzas grises, y bajo el hábito, un robusto cuerpo virgen tan impenetrable como una cascara de nuez. No era una mujer sin ambiciones, tenía plena conciencia de que en la Orden de San Benito una mujer podía ascender hasta la posición de abadesa si el obispo así lo disponía. Siendo la hermana mayor de Vectis, eso no quedaba descartado, pero Aetia, el obispo de Dorchester, apenas había reparado en su presencia durante las visitas que les había hecho en Semana Santa y Navidad. Magdalena tenía la certeza de que sus meditaciones acerca de cómo ella podría llevar mejor la abadía no eran pura vanagloria sino el deseo de hacer del monasterio un lugar más puro y eficiente.
A menudo se acercaba a Oswyn para informarle de sus sospechas de despilfarro, exceso o incluso fornicación, y él la escuchaba con paciencia, suspirando, y más tarde trataba el tema con Josephus. Oswyn renqueaba debido a su dolencia en la columna vertebral, y los dolores eran un problema constante. Las quejas de Magdalena sobre el gasto de cerveza o las miradas lujuriosas que imaginaba que dirigían a las vírgenes a su cargo solo aportaban más desasosiego al abad. Contaba con Josephus para que se ocupara de estos temas mundanos y así él poder centrarse en servir a Dios y honrarlo terminando la construcción de la abadía en el tiempo que le quedaba de vida.
Era sabido que Magdalena no sentía amor por los niños. Los detalles escabrosos de su concepción la turbaban pero al mismo tiempo los veía necesarios. Despreciaba a Josephus por darles acogida en Vectis, particularmente a los más pequeños e inválidos. Tenía a nueve niños de menos de diez años bajo su tutela y le parecía que la mayoría de ellos no hacían lo suficiente para ganarse el sustento. Exigía a las hermanas que los pusieran a trabajar duro, que acarrearan agua y leña, que lavaran los platos y los cacharros de la cocina, que rellenaran los jergones con paja fresca para combatir los piojos. Cuando fueran mayores, ya tendrían tiempo para el estudio religioso, pero hasta que sus mentes estuvieran atemperadas por el esfuerzo solo los consideraba buenos para el trabajo duro.
Octavus, el último error de Josephus, la puso hecha una furia.
El crío era incapaz de seguir las órdenes más básicas. Se negaba a vaciar un cacharro, a arrojar un leño en el fuego de la cocina. No se iba a la cama hasta que le arrastraban hasta ella ni se levantaba con los otros niños si no tiraban de él. Los otros niños se reían de él y le insultaban. Al principio Magdalena pensó que era terco, así que le golpeaba con palos, pero con el tiempo se cansó del castigo corporal, pues no tenía ningún efecto, no le arrancaba un lloro ni un quejido satisfactorios. Y cuando había terminado con él, el chico siempre recuperaba el palo del montón de leña y lo usaba para hacer sus dibujos en el sucio suelo de la cocina.