No podía quedarse allí todo el día y alguien necesitaría usar el baño en algún momento, así que salió y se coló como si nada en el salón, donde había media docena de guapas peluqueras haciendo su trabajo y charlando con las clientas. Parecía una peluquería solo para mujeres, así que él estaba allí totalmente fuera de lugar.
—¡Hola! —dijo una de las peluqueras, sorprendida. Llevaba el pelo rubio muy corto y una minifalda minúscula y ceñida sobre unas mallas color frambuesa—. No te había visto.
—¿Trabajáis sin cita previa?
—Normalmente no —dijo la chica; le gustaba su aspecto y se preguntó si no sería alguien famoso—. ¿Te conozco de algo?
—Todavía no, pero lo harás si me cortas el pelo —bromeó—. ¿Admitís a hombres?
Ella ya estaba colada por él.
—Te lo haré yo —dijo con entusiasmo—.Acaban de cancelarme una cita.
—No quiero sentarme cerca de la ventana y quiero que te tomes tu tiempo. No tengo ninguna prisa.
—Cuántas exigencias, ¿no? —Se rió—. ¡Yo me ocupo de ti, don Marimandón! Siéntate ahí mientras yo voy a por una taza de café o de té.
Una hora más tarde Will tenía cuatro cosas: un buen corte de pelo, la manicura, el número de teléfono de la chica y su libertad. Pidió un taxi y, cuando lo vio aparecer en Canon Drive, dio una buena propina a la chica, saltó al asiento trasero y se agachó. En cuanto el coche arrancó, presintió que había sido una huida limpia. Hizo trizas el papelito con el número de teléfono y dejó que sus fragmentos revolotearan por la ventanilla. Le contaría a Nancy lo que acababa de hacer, prueba certificada de su compromiso.
La puerta del bungalow 7 era color albaricoque. Will llamó al timbre. Había un cartel de no molestar en el picaporte y un periódico del sábado que acababa de llegar. Se metió la Glock bajo el cinto, para tenerla a mano, y acarició su recia empuñadura.
La mirilla se oscureció por un segundo; luego el picaporte se movió.
La puerta se abrió y los dos hombres se miraron.
—Hola, Will. Encontraste mi mensaje.
A Will le sorprendió mucho lo descuidado y viejo que se le veía. Estaba prácticamente irreconocible. Mark se retiró un poco y lo dejó pasar. La puerta se cerró sola, dejándoles en la semioscuridad de la habitación con las cortinas echadas.
—Hola, Mark.
Mark vio la culata de la pistola.
—No vas a necesitar la pistola.
—¿No?
Mark se hundió en el sillón que había junto a la chimenea, no tenía fuerzas para quedarse en pie. Will se dirigió hacia el sofá. También estaba cansado.
—La cafetería estaba vigilada.
A Mark casi se le salen los ojos de las órbitas.
—No te habrán seguido, ¿verdad?
—Creo que estamos a salvo. Por ahora.
—Seguramente localizaron la llamada que hice a tu hija. Sabía que te cabrearías y lo siento, pero no me quedaba más remedio.
—¿Quiénes son?
—La gente para la que trabajo.
—Primero contéstame a esto: ¿qué habría pasado si no hubiera visto la tarjeta?
Mark se encogió de hombros.
—Cuando estás en este negocio confías en el destino.
—¿Y cuál es ese negocio, Mark? Vamos, Mark, ¿en qué negocio estás metido?
—En el de la Biblioteca.
Frazier estaba desesperado. Todo el operativo se había ido al infierno y no podía pensar en nada más que hacer salvo gritar hecho una furia. Cuando tenía ya la garganta demasiado desgarrada para continuar, les ordenó a sus hombres con la voz ronca que permanecieran en sus posiciones y siguieran con esa aparentemente fútil búsqueda hasta que se les dijera lo contrario. Si él hubiera estado allí, eso no habría pasado, se lamentaba. Pensaba que sus hombres eran profesionales. DeCorso era un buen agente, pero estaba claro que como jefe de operativos había fallado, ¿y a quién culparían? Se dejó los cascos pegados al cráneo y comenzó a caminar lentamente por los pasillos vacíos de Área 51, murmurando:
—El fracaso no es una opción, joder.
Luego subió con el ascensor para sentir en su cuerpo el calor del sol.
Mark se mostraba tan reacio a confesar como dispuesto a hacerlo; tan lloroso como, al instante siguiente, fanfarrón, arrogante, incluso irritado por preguntas que consideraba repetitivas o infantiles. Will conservaba su tono uniforme y profesional, aunque a veces le costaba Dios y ayuda mantener la compostura ante lo que estaba escuchando.
Will arrancó con una simple pregunta:
—¿Mandaste las postales del Juicio Final?
—Sí.
—Pero no mataste a las víctimas.
—No he salido de Nevada. No soy un asesino. Sé por qué pensabas que había un asesino. Eso es lo que yo quería que pensarais tú y todos los demás.
—Entonces, ¿cómo murió toda esta gente?
—Asesinatos, accidentes, suicidios, causas naturales... las mismas cosas que matan a cualquier grupo indeterminado de personas.
—¿Me estás diciendo que no había un asesino?
—Eso es lo que te estoy diciendo. Esa es la verdad.
—¿No contrataste ni indujiste a nadie a cometer esos asesinatos?
—¡No! Algunos fueron asesinatos, seguro, pero tú en el fondo sabes que no todos lo fueron, ¿verdad?
—Algunos son problemáticos —admitió Will. Pensó en Milos Covic y en su salto por la ventana, en Marco Napolitano y en la aguja en el brazo, en Clive Robertson y su desplome. Will entrecerró los ojos—. Si lo que me estás diciendo es verdad, ¿cómo demonios sabías tú que esas personas iban a morir?
La sonrisa enigmática de Mark le puso de los nervios. Había entrevistado a muchos psicóticos y esa cara de «yo sé algo que tú no sabes» estaba sacada directamente del libro blanco de la esquizofrenia. Pero sabía que Mark no estaba loco.
—Área 51.
—¿Qué pasa con Área 51? ¿Qué tiene eso de relevante?
—Yo trabajo allí.
Will empezaba a enfadarse.
—Sí, muy bien, creo que hasta ahí llego. ¡Suéltalo ya! Me has dicho que estabas en el negocio de las bibliotecas.
—En Área 51 hay una biblioteca.
Estaba obligándole a usar el sacacorchos, pregunta tras pregunta.
—Háblame de esa biblioteca.
—La construyó Harry Truman a finales de los cuarenta. Tras la Segunda Guerra Mundial los británicos encontraron un complejo cerca de un monasterio de la isla de Wight, la abadía de Vectis. En él había cientos de miles de libros.
—¿Qué clase de libros?
—Libros que se remontaban a la Edad Media. Contenían nombres, Will, millones de nombres... más de doscientos cincuenta mil millones de nombres.
—¿Nombres de quiénes?
—De todos los que han pisado la tierra.
Will agitó la cabeza. Intentaba caminar sobre las aguas pero sentía que se hundía.
—Lo siento, no te sigo.
—Desde el principio de los tiempos, ha habido menos de cien mil millones de personas que han vivido en este planeta. En estos libros se comenzó un listado de todos los nacimientos y las muertes a partir del siglo VIII. Son la crónica de más de mil doscientos años de vidas y muertes humanas sobre la tierra.
—¿Cómo? —Will estaba cabreado. ¿Al final iba a resultar que ese tío estaba chalado?
—La ira es la reacción más común. A la mayoría de la gente le da rabia que le cuenten lo de la Biblioteca porque pone en tela de juicio todo lo que creemos saber. Lo cierto, Will, es que nadie tiene ni idea del cómo ni el porqué. Habrían sido necesarios cientos de monjes, si es que eso es lo que eran, escribiendo sin parar durante más de quinientos años, para registrar todos esos nombres, uno por cada nacimiento, uno por cada muerte. Están listados por fechas, las primeras en el calendario juliano y las posteriores en el calendario gregoriano. Cada nombre está escrito en su lengua nativa con una simple anotación en latín: nacimiento o muerte. Eso es todo lo que hay. Ni un comentario, ni una explicación. ¿Cómo lo hicieron? Los que son religiosos dicen que estaban en contacto con Dios. Tal vez fueran videntes y podían predecir el futuro. Tal vez vinieran del espacio exterior. ¡Créeme, nadie tiene ni idea! Lo único que sabemos es que fue una tarea monumental. Piénsalo: los números han ido a más a lo largo de los siglos; en el día de hoy, 1 de agosto de 2009, nacerán trescientas cincuenta mil personas y morirán ciento cincuenta mil. Cada nombre está escrito con pluma y tinta. Y les siguen los nombres de mañana y los de pasado mañana y los del día después de pasado mañana. ¡Durante mil doscientos años! Debían de ser como máquinas.
—Sabes perfectamente que no puedo creer nada de esto —dijo Will con tranquilidad.
—Si me das un día, puedo demostrártelo. Puedo sacarte una lista de toda la gente que morirá mañana en Los Ángeles. O en Nueva York, o en Miami. Donde quieras.
—No tengo un día. —Will se levantó y comenzó a andar arriba y abajo enérgicamente—. Ni siquiera entiendo cómo es que te estoy dando el día de hoy. —Soltó unos cuantos tacos con rabia y le exigió—: Conéctate y mira en el News Herald de Panamá City, en Florida. Busca en las necrológicas de hoy a ver si las tienes en tu maldita lista.
—Y el periódico local que hay en la puerta ¿no sería más fácil?
—¿Y si ya lo has mirado?
—¿Piensas que he preparado todo esto?
—Podría ser.
Mark parecía preocupado.
—No puedo conectarme.
—¡Vale, o sea que es una chorrada! —gritó Will—. Sabía que era una chorrada.
—Si conecto mi ordenador a la red nos localizarán en un par de minutos. No pienso hacerlo.
Will, frustrado, echó un vistazo a la habitación y vio un teclado en el mueble de la televisión.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Mark sonrió.
—La conexión a internet del hotel. No había caído.
—Entonces, ¿qué, puedes hacerlo?
—Soy científico informático. Supongo que encontraré la manera.
—Creía que habías dicho que eras bibliotecario.
Mark no le hizo caso. Un minuto después ya tenía la página web del periódico en la pantalla de la televisión.
—El periódico de tu pueblo, ¿verdad?
—Ya sabes que sí.
Mark sacó su portátil y lo puso en funcionamiento.
Mientras estaba metiendo la contraseña, Will cayó en la cuenta de que en todo aquello había algo contradictorio.
—¡Un momento! Has dicho que esos libros solo contienen nombres y fechas. Pero luego dijiste que podías clasificarlos por ciudades. ¿Cómo?
—Ese es gran parte del trabajo que realizamos en Área 51. Sin su concordancia geográfica esos datos no valen nada. Tenemos acceso virtual a todas las bases analógicas y digitales del mundo: partidas de nacimiento, registros de llamadas, balances bancarios, registros civiles, de la propiedad, seguridad social, servicios públicos, impuestos, seguros, lo que quieras. Hay seis mil millones y medio de personas en el mundo. Tenemos algún tipo de identificador del domicilio, aunque tan solo sea el país o la provincia, del noventa y cuatro por ciento de ellas. Prácticamente del ciento por ciento en Norteamérica y Europa. —Alzó la vista—. Esto lo tengo encriptado. Ya sabes, hay que introducir una contraseña, que no voy a darte. Necesito tener la seguridad de que me vas a proteger.
—¿De quién?
—De los mismos que van tras de ti. Les llamamos los vigilantes. La seguridad de Área 51. Vale, ya estoy dentro. Toma el teclado.
—Vete al dormitorio —le dijo Will—. No quiero que veas las fechas.
—No te fías de mi.
—Eso es, no me fío.
Will se tiró varios minutos gritando nombres de personas recién fallecidas en Panamá City. Mezclaba los nombres de los archivos con los de gente que había muerto el día anterior. Para su sorpresa, Mark le devolvía la fecha correcta de cada muerte. Finalmente, Will le pidió que volviera a entrar.
—¡Vamos, hombre! Esto es como un salón de actos de Las Vegas y tú eres uno de esos mentalistas. ¿Cómo lo haces?
—Te he dicho la verdad. Si piensas que te estoy tomando el pelo, tendrás que esperar hasta mañana. Te daré los nombres de diez personas de Los Ángeles que van a morir hoy. Y tú mañana comprueba las necrológicas.
Mark procedió entonces al dictado de diez nombres, fechas y domicilios. Will los anotó en un cuadernillo del hotel y se metió de mala gana la hoja en el bolsillo. Pero inmediatamente después se la sacó y dijo:
—¡No pienso esperar hasta mañana!
Rebuscó el teléfono en los pantalones y vio que no funcionaba... la batería se había soltado cuando el teléfono se le cayó en la acera. La recolocó y el teléfono volvió a la vida. Mark le observaba divertido mientras llamaba a información para conseguir los números de teléfono.
Will soltaba un taco en voz alta cada vez que saltaba el contestador o no le cogían la llamada. En el número siete de la lista contestó alguien.
—Hola, soy Larry Jackson. Tengo una llamada perdida de Ora LeCeille Dunn —dijo Will. Escuchaba y caminaba por la habitación—. Sí, me llamó la semana pasada. Nos conocemos de hace tiempo. —Seguía escuchando pero ahora se desplomó sobre el sofá—. Lo siento. ¿Cuándo dice que ocurrió? ¿Esta mañana? ¿Así, de improviso? Siento mucho escuchar esta noticia. Le acompaño en el sentimiento.
Mark, pletórico, abrió los brazos.
—¿Me crees ahora?
En los cascos de Frazier volvía a haber ruido.
—Malcolm, el teléfono de Piper ha dado señales de vida. Está en alguna parte del 9600 de Sunset.
Frazier regresó corriendo al centro de operaciones haciendo una ascensión vertical en su montaña rusa particular.
Will se levantó y examinó el bar. Quedaba un quinto de Johnnie Walker etiqueta negra. Lo abrió y se puso lo justo en un vaso de whisky.
—¿Quieres uno?
—Es muy temprano.
—No me digas. —Se tragó el chupito y dejó que hiciera su trabajo en su organismo—. ¿Cuánta gente sabe esto?
—No lo sé con exactitud. Supongo que unas mil personas entre Nevada y Washington.
—¿Quién lo lleva? ¿Quién está al mando?
—Es una operación de la Marina. Supongo que el presidente y algunos miembros de su gabinete tienen que saberlo, alguna gente del Pentágono y de Defensa, pero la persona de mayor rango de la que estoy seguro que lo sabe es el secretario de la Marina porque su nombre está en los memorandos.
—¿Por qué la Marina? —preguntó Will, perplejo.
—No lo sé. Así se estableció desde el principio.
—¿Esto ha permanecido oculto durante sesenta años? Los del gobierno no son tan buenos.