También la isla había crecido en población y prosperidad. Tras la conquista de Britania por Guillermo, duque de Normandía, en la batalla de Hastings de 1066, la isla cayó bajo dominio de los normandos y se deslizó por completo de sus lazos escandinavos. Los normandos empezaron a llamarla isla de Wight, y el arcaico nombre de Vectis que le dieran los romanos dejó de utilizarse. Guillermo regaló la isla a su amigo William Fitz Osbern, quien se convirtió en el primer señor de la isla de Wight. Bajo el protectorado de Guillermo el Conquistador y los futuros monarcas británicos, la isla constituyó un rico y bien fortificado bastión contra los franceses. Desde el rectangular castillo de Carisbrooke, situado en el centro, los sucesivos señores de la isla de Wight ejercieron el gobierno feudal y forjaron una alianza eclesiástica con los monjes de la abadía de Vectis, sus vecinos espirituales.
El último señor feudal de la isla de Wight no fue en realidad un señor sino una señora, la condesa Isabella de Fortibus, que adquirió la señoría al morir su hermano en 1262. Con las tierras que poseía y los impuestos marítimos que recaudaba, la amargada y hogareña Isabella se convirtió en la mujer más rica de Inglaterra. Como estaba sola y era rica y pía, Edgar, el anterior abad de Vectis, y después Baldwin, el actual abad, la halagaban empalagosamente y la engatusaban con sus plegarias más solícitas y sus manuscritos mejor iluminados. Ella les correspondía con generosas donaciones a la abadía y se convirtió en su principal mecenas.
En 1293 Baldwin recibió aviso de que se presentara en su lecho de muerte en Carisbrooke; allí, en sus aposentos, donde se colaban las corrientes de aire, Isabella le comunicó con voz débil que había vendido la isla al rey Eduardo por seis mil libras, transfiriendo así el control a la Corona. Tendría que buscar patrocinio en otra parte, le dijo con desdén. Mientras exhalaba su último aliento, el abad le dio la bendición de mala gana.
Los cuatro años transcurridos desde la muerte de Isabella habían supuesto un desafío para Baldwin. Tras décadas de dependencia de esa mujer, la abadía no estaba preparada para afrontar el futuro. La población de Vectis había aumentado tanto que ya no era autosuficiente y requería constantemente ingresos del exterior. Baldwin tuvo que salir de la isla con frecuencia, como un mendigo, para agasajar a los duques, señores, cardenales y obispos. Él no era un animal político como su predecesor, Edgar, que era un hombre muy cercano y querido por sus monjes, por los niños y hasta por los perros. Baldwin era un tipo frío y escurridizo, un administrador eficiente con una pasión por las escrituras tan grande como su amor por Dios, pero con poco amor hacia sus semejantes. Su idea de la dicha era pasar una tarde tranquila solo entre sus libros. Sin embargo, últimamente la felicidad y la paz no eran más que conceptos abstractos.
Se avecinaban problemas.
Desde las profundidades de la tierra.
Baldwin elevó una plegaria especial a Josephus y se puso en pie para buscar a su prior y pedirle consejo urgente.
Luke, hijo de Archibald, un zapatero de Londres, era el monje más joven de Vectis. Era un fornido veinteañero con un físico más propio de un soldado que de un siervo de Dios. A su padre le desconcertó y le decepcionó que su hijo mayor prefiriera la religión a un horno de piedra, pero poner freno a su tozudo hijo habría sido como querer que no subiera la masa del pan. El joven Luke, cuando era un golfillo, había caído en la amable esfera del cura de su parroquia, y desde entonces no había querido otra cosa en la vida que ofrecer su vida a Cristo.
La total inmersión en la vida monástica le atraía muchísimo. Había oído hablar a los curas sobre la aislada belleza de la abadía de Vectis, así que a la edad de diecisiete años se dirigió hacia el sur, a la isla de Wight, gastando sus últimas monedas en el bote que cruzaba hasta allí. Durante la travesía vio los abruptos y cóncavos acantilados de las islas y se quedó boquiabierto ante la visión de la aguja del capitel de la catedral en el horizonte cual un dedo de piedra señalando el cielo. Rezó con todas sus fuerzas para que ese fuera un viaje sin retorno.
Tras una larga caminata a través de la rica campiña, Luke se presentó delante de las rejas elevadizas y rogó humildemente que le admitieran. El prior Félix, un fornido bretón tan moreno como rubio era Luke, reconoció su fervor y le permitió la entrada. Tras cuatro años de prueba como oblato y después como hermano lego, Luke fue ordenado ministro de Dios, y desde aquel instante su corazón rebosó júbilo todos los días. Su sempiterna sonrisa llenaba de regocijo a sus hermanos y hermanas; algunos a veces incluso se desviaban de su camino para cruzárselo y ver su dulce rostro.
Pocos días después de su llegada a Vectis empezó a oír rumores de los novicios más antiguos acerca de las criptas. Se decía que en la abadía había un mundo subterráneo. Bajo tierra había seres extraños y quehaceres extraños. Rituales. Perversiones. Una sociedad secreta, la Orden de los Nombres.
Luke pensó que todo eso eran tonterías, un rito de iniciación para jóvenes con demasiada imaginación. Se concentraría en sus obligaciones y en su educación y no permitiría que tales sandeces lo arrastraran.
Sin embargo, no podía negar que había un complejo de edificios que les estaba vedado a él y a sus compañeros. En un rincón lejano de la abadía, más allá de los límites del cementerio de los monjes, había un sencillo edificio de madera, sin decoración alguna, del tamaño de una capilla pequeña, que estaba conectado a una construcción antigua baja y alargada, que algunos llamaban la cocina exterior. Movido por la curiosidad, Luke merodeaba por allí de vez en cuando, lo suficientemente cerca para entrever a gente que iba y venía. Presenció entregas de grano, verduras, carne y leche. Vio al mismo grupo de hermanos entrando y saliendo con regularidad, y en más de una ocasión vio que llevaban a mujeres jóvenes al interior de aquel pequeño edificio.
Era joven e inexperto, y le satisfacía saber que había cosas en el mundo que ni le era dado saber, ni se esperaba que comprendiera. No permitiría que le distrajeran de su intimidad con Dios, la cual crecía cada día que pasaba entre los muros del monasterio.
La existencia en perfecto equilibrio y armonía de Luke llegó a su fin un día de finales de octubre. La mañana había comenzado con un calor y un sol propios de otra estación, pero se había vuelto fría y lluviosa a medida que el frente de una tormenta barría la isla. Paseaba meditabundo por los terrenos de la abadía, y cuando empezó a arreciar el viento y a llover a cántaros se pegó al muro circundante en busca de refugio. Llegó así hasta la parte más alejada del dormitorio de las hermanas; vio que las jóvenes salían corriendo a recoger la colada.
Una fuerte ráfaga arrancó una camisa de niño de uno de los tendederos y la elevó por los aires, donde el viento jugó con ella un rato y luego la depositó sobre la hierba, a escasos metros de Luke. Cuando salió corriendo a por ella, vio que una chica se separaba de sus compañeras y cruzaba el campo a la carrera para recuperarla. Mientras corría, se le cayó el velo, dejando al descubierto un pelo largo del color de la miel.
«No es una hermana —pensó Luke—, pues llevaría el pelo rapado.» Sus movimientos eran ágiles y gráciles como los de un cervatillo, y se mostró igual de asustadiza cuando se dio cuenta de que iba a entrar en contacto con él. Se paró en seco, dejó que Luke cogiera la camisa y dio media vuelta. El la atrapó y la ondeó bajo la lluvia; su sonrisa era más amplia que nunca.
—¡La he cogido! —le gritó.
Luke jamás había visto una cara tan hermosa: barbilla perfecta, pómulos marcados, ojos verde azulados, labios húmedos y una piel con la luminosidad de una perla que vio un día en manos de una fina dama de Londres.
Elizabeth no tenía más de dieciséis años; una encarnación de la juventud y la pureza. Era de Newport. Su padre la había vendido como sierva a la condesa Isabella en Carisbrooke. Por su parte, Isabella, dos años más tarde, la legó a Vectis como regalo para la abadía. La hermana Sabeline eligió personalmente a Elizabeth entre el grupo de chicas que le ofrecieron. Aguantó la barbilla de la chica con el pulgar y el índice y afirmó que sería adecuada para el monasterio.
—Gracias —dijo Elizabeth a Luke cuando este se acercó a ella. Su voz le pareció una campanita ligera y aguda.
—Siento que se haya empapado. —Le dio la camisa. A pesar de que sus manos no se tocaron, sintió que una energía pasaba entre los dos. Se aseguró de que nadie les miraba y preguntó—: ¿Cómo te llamas?
—Elizabeth.
—Yo soy el hermano Luke.
—Lo sé. Te he visto.
—¿Sí?
La muchacha bajó la vista.
—Tengo que irme —dijo, y salió corriendo.
Observó cómo se alejaba de él y en ese mismo momento Elizabeth empezó a competir en sus pensamientos con Jesucristo, su Señor y Salvador.
Pasar por detrás de los dormitorios de las hermanas durante sus paseos se convirtió en una costumbre, y la chica siempre aparecía, aunque solo fuera para golpear la ropa contra la piedra del lavadero o para vaciar un cubo. Cuando la veía, su sonrisa se ensanchaba y ella le saludaba con un movimiento de cabeza y dejaba que las comisuras de sus labios subieran casi hasta sus orejas. Jamás se dirigían la palabra, pero eso no disminuía el placer de los encuentros, y tan pronto como uno acababa ya estaba él pensando en el siguiente.
Sin duda aquel comportamiento estaba mal y sus contemplaciones eran impuras, pensaba Luke, pero nunca se había sentido así con nadie, y era totalmente incapaz de apartarla de su mente. Se arrepentía y se arrepentía una y otra vez, pero en su interior seguía sintiendo la insana necesidad de tocar su sedosa piel con la palma de sus manos, una obsesión que aún era más fuerte cuando yacía solo en su cama, intentando calmar el dolor de sus genitales.
Luke empezó a odiarse a sí mismo, y esa profunda aversión borró la perpetua sonrisa de su cara. Tenía el alma torturada y se convirtió en otro monje de rostro sombrío que se movía lentamente por el monasterio.
Sabía exactamente qué merecía: el castigo, si no en este mundo, en el siguiente.
Mientras el abad Baldwin terminaba sus plegarias en el santuario de Josephus, Luke pasaba por detrás del dormitorio de las hermanas con la esperanza de ver a Elizabeth. Era una mañana fría y cristalina, y el punzante viento contra su piel avivaba su masoquismo. El jardín que había tras el dormitorio estaba vacío; solo podía confiar en que ella siguiera sus movimientos desde una de las ventanitas de aquel edificio de tejado tan pronunciado.
No lo decepcionó. Al acercarse, se abrió una puerta y Elizabeth salió por ella envuelta en un largo manto marrón. Luke había estado aguantando la respiración; cuando la vio, soltó el aire y este se condensó en una nube efímera. Le pareció tan preciosa que decidió avanzar más despacio para prolongar el momento, y quizá se permitiera la osadía de acercarse un poco más de lo habitual, lo suficientemente cerca para ver el aleteo de sus párpados.
Entonces ocurrió algo de lo más extraordinario.
Elizabeth caminó directamente hacia él, que se quedó paralizado donde estaba. Ella siguió avanzando hasta que estuvo solo a un brazo de distancia. Luke se preguntaba si aquello no sería un sueño, pero cuando vio que ella lloraba y sintió el aire caliente de sus sollozos palpitando contra su cuello supo que era real. Estaba demasiado emocionado para comprobar si había espías.
—¡Elizabeth! ¿Qué te pasa?
—La hermana Sabeline me ha dicho que yo seré la siguiente —dijo a trompicones y medio ahogándose.
—¿La siguiente? ¿La siguiente para qué?
—¡Para las criptas! ¡Me van a llevar a las criptas! ¡Por favor, Luke, ayúdame!
Quería tenderle los brazos y consolarla, pero sabía que eso sería imperdonable.
—No sé de qué estás hablando. ¿Qué pasa en las criptas?
—¿No lo sabes?
—¡No! ¡Dímelo!
—¡Aquí no! ¡Ahora no! —dijo entre sollozos—. ¿Podemos vernos esta noche? ¿Después de vísperas?
—¿Dónde?
—¡No lo sé! —gritó—. ¡Aquí no! ¡Rápido o me encontrará la hermana Sabeline!
Pensó rápido, pensamientos llenos de pánico.
—De acuerdo, en los establos. Después de vísperas. Nos veremos allí, si puedes.
—Iré. Debo partir. Que Dios te bendiga, Luke.
Baldwin, nervioso, daba vueltas alrededor de su prior, Félix, que estaba sentado en una silla con un cojín de pelo de caballo. Normalmente aquel era un lugar agradable —la sala de visitas privada del abad, un buen fuego, un cáliz de vino, un mullido asiento—, pero estaba claro que Félix no se encontraba cómodo. Baldwin revoloteaba como una mosca en una habitación caldeada y su ansiedad era contagiosa. Era un hombre de apariencia y proporciones totalmente ordinarias, no había en él signos externos —como un aspecto sereno o un semblante que reflejara sabiduría— que revelaran su posición sagrada. De no ser por el armiño que engalanaba su hábito y por el recargado crucifijo de abad, cualquiera lo habría tomado por un comerciante o un mercader de pueblo.
—He rezado para conseguir respuestas pero no he logrado ninguna —gimió Baldwin—. ¿No puedes arrojar algo de luz sobre esta oscura materia?
—No puedo, padre —respondió Félix con su fuerte acento bretón.
—Entonces tendremos que hacer una reunión del consejo.
Hacía muchos años que el Consejo de la Orden de los Nombres no se reunía. Félix intentó recordar la última vez... creía que había sido casi veinte años atrás, cuando hubo que tomar decisiones respecto a la última gran expansión de la Biblioteca. Entonces era un hombre joven, un erudito encuadernador de libros que había ido a Vectis a causa de su famoso
scriptorium
. Su inteligencia, sus aptitudes y su honradez decidieron a Baldwin, que en aquellos días era prior, a reclutarlo para la orden.
Baldwin ofició la hora nona en el interior de la catedral; el apacible canto de su congregación llenaba el santuario. Siguió de memoria el orden prescrito para el servicio y dejó vagar sus pensamientos por las criptas durante los monótonos cantos. La nona comenzaba con el
Deus in Adjutorium
, seguido del canto nono, los salmos 125, 126 y 127, un versículo,
el Señor ten piedad, el Pater, el Oratio
, y concluía con la decimoséptima plegaria de san Benito. Cuando todo acabó, fue el primero en salir del santuario, y oyó que los pasos de los miembros de la orden le siguieron hasta la casa capitular, un edificio poligonal con tejado a dos aguas.