En el umbral de la Sala de los Escribas, Elizabeth entornó los ojos y paseó la mirada por el interior de la oscura caverna; intentaba entender lo que estaba viendo. Miró a Sabeline con los ojos como platos, pero solo obtuvo una fría reprimenda como respuesta.
—La boca cerrada, niña.
Ninguno de los escribas parecía darse cuenta de su presencia mientras Sabeline la arrastraba por delante de ellos, uno por uno, fila tras fila, hasta que uno de los hombres alzó su anaranjada cabeza de la hoja y miró a la muchacha. Tendría dieciocho o diecinueve años. Elizabeth vio que tres largos dedos de su mano derecha estaban manchados de tinta negra. Creyó oír un grave gruñido salido de su enclenque pecho.
Sabeline apartó de un tirón a la horrorizada muchacha. Cuando llegó al final de la fila, tiró de ella hacia un corredor abovedado que se adentraba en la oscuridad. Elizabeth pensó que aquello seguramente era la puerta del Infierno. Miró atrás y vio que el joven que había gruñido se levantaba.
Aquello era la entrada a las catacumbas. Si la primera habitación olía a miseria, la segunda olía a muerte. Elizabeth tosió y el hedor le produjo arcadas. Apilados como si fueran leños en los huecos de los muros había esqueletos amarillos con restos de carne adherida. Sabeline llevaba una vela, y allí donde llegaba la luz, Elizabeth veía calaveras con las mandíbulas separadas. Rezaba por perder el conocimiento, pero lamentablemente conservó todos los sentidos.
No estaban solas. Había alguien junto a ella. Giró sobre sus talones y vio el mudo e inexpresivo rostro y los ojos verdes del joven; estaba bloqueando el paso. Sabeline se retiró y rozó con la manga los huesos de las piernas de un cadáver; los secos huesos repiquetearon. La hermana sostuvo la vela en alto y se quedó observando a corta distancia.
Elizabeth jadeaba como un animal. Podría haber huido hacia las profundidades de las catacumbas, pero tenía demasiado miedo. El hombre del pelo color naranja estaba a escasos centímetros de ella, con los brazos colgándole a los lados. Pasaron segundos. Sabeline, decepcionada, gritó:
—¡He traído a esta chica para ti!
No ocurrió nada.
El tiempo pasaba.
—¡Tócala! —ordenó la monja.
Elizabeth se preparó mentalmente para que la tocara aquello que parecía un esqueleto vivo y cerró los ojos. Sintió una mano en el hombro, pero lo extraño fue que no le pareció repulsiva sino tranquilizadora. Oyó chillar a la hermana Sabeline:
—¿Qué haces tú aquí? Pero ¿qué haces?
Abrió los ojos y como por arte de magia la cara que tenía ante sí era la de Luke. El joven pálido y pelirrojo estaba en el suelo, intentando levantarse del sitio al que Luke le había empujado con violencia.
—¡Hermano Luke, déjenos solos! —gritó Sabeline—. ¡Ha violado un lugar sagrado!
—No me iré sin esta muchacha —dijo Luke, desafiante—. ¿Cómo puede ser esto sagrado? Todo cuanto veo es maldad.
—¡No lo entiende! —rugió la monja.
Oyeron un tumulto repentino en la sala.
Fuertes golpes.
Crujidos.
Bandazos. Destrozos.
El chico pelirrojo se giró y se encaminó hacia el ruido.
—¿Qué está pasando? —preguntó Luke.
Sabeline no contestó. Cogió la vela y corrió hacia la sala, dejándolos solos en la oscuridad total.
—¿Te han hecho daño? —preguntó Luke con ternura.
Su mano seguía en su hombro, y ella se dio cuenta de que no la había apartado.
—Has venido a por mí —susurró.
Se abrieron camino desde la oscuridad hacia la luz, hacia la sala.
Ya no era la Sala de los Escribas. Era la Sala de la Muerte.
El único ser viviente era Sabeline, cuyos zapatos estaban empapados de sangre. Caminaba sin rumbo entre un mar de cuerpos que cubrían las mesas, los catres, el suelo, una masa exangüe y agitada por espasmos involuntarios. Sabeline parecía ida.
—Dios mío, Dios mío, Dios mío, Dios mío —musitaba una y otra vez con la cadencia de un cántico.
El suelo, las mesas y las sillas de la cámara se fueron tiñendo poco a poco con la sangre de aquellos ciento cincuenta hombres y muchachos pelirrojos; tenían una pluma clavada en un ojo.
Luke llevó a Elizabeth de la mano a través de aquella carnicería. Tuvo el aplomo necesario para echar un vistazo a los pergaminos que había sobre las mesas de los escribas, algunos de los cuales eran puros charcos de sangre. ¿Qué clase de curiosidad o instinto de supervivencia le empujó a llevarse una de las hojas en su huida? Eso sería algo que se preguntaría durante muchos años.
Subieron a la carrera la precaria escalera, atravesaron la capilla y después, fuera, la niebla y la lluvia. Siguieron corriendo hasta que estuvieron a poco más de un kilómetro de la puerta de la abadía. Solo entonces se detuvieron para dar un respiro a sus abrasados pulmones y escuchar las campanas de la catedral, que repicaban en señal de alarma.
La marina solo operaba un G-V, el C-37A, un jet privado de lujo de alto rendimiento que el secretario de la Marina elegía siempre para sus viajes personales. Los dos turborreactores Rolls-Royce expulsaron una ráfaga de las que tiran hacia atrás al hacer su abrupto despegue; tras las ventanillas, la infinita incandescencia de la noche de Los Ángeles desapareció tras una capa de nubes bajas en cuestión de segundos.
Después de un estresante día atravesando franjas horarias que había comenzado antes del amanecer en su casa de Fairfax, Virginia, e incluía paradas en el Pentágono, la base de las Fuerzas Aéreas de Andrews y el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles, Harris Lester seguía en marcha gracias a la cafeína. Tras una breve parada en Los Ángeles, se encontraba de nuevo en ruta, de regreso a Washington. Tenía mala cara y un aliento de perros. Lo único en él que transmitía limpieza y frescura eran su camisa de vestir y su planchada corbata, que tenían todo el aspecto de que acabara de quitarles el papel de seda de Ralph Lauren.
Solo había tres personas en la cabina de pasajeros; el interior estaba revestido de madera, con lujosos asientos de cuero azul oscuro colocados por parejas uno frente a otro y separados por finas mesas de madera de teca. Lester y Malcolm Frazier, cuyo cincelado rostro se había contraído en una mueca inalterable, miraban al hombre sentado frente a Lester, que agarraba el reposabrazos con una mano y un vaso de cristal tallado con whisky en la otra.
Will estaba agotado, pero era la persona más relajada de las que se encontraban a bordo. Había jugado sus cartas y aparentemente había ganado la partida.
Unas horas antes, Frazier y un equipo de vigilantes que habían enviado a tal efecto desde Groom Lake se lo habían llevado de la calle. Lo metieron en un todoterreno negro, se dirigieron a todo gas hacia una terminal privada del aeropuerto, lo encerraron en una sala de conferencias y lo dejaron aparcado, sin interrogarle, hasta que llegó Lester. A Will le daba la impresión de que Frazier habría preferido cargárselo allí mismo, o al menos castigarle con una buena dosis de dolor. Suponía que él habría deseado lo mismo si alguien hubiera tiroteado a uno de sus equipos del FBI. Pero estaba claro que Frazier era un soldado, y los buenos soldados obedecen órdenes.
Frazier abrió el portátil de Shackleton y tras trastear un poco con el teclado soltó:
—¿Cuál es la contraseña?
—Pitágoras —contestó Will.
Frazier suspiró.
—Intelectualoide de mierda. ¿Con uve?
—Con pe —dijo Will con tristeza.
Y segundos después:
—Está aquí, tal como había dicho, señor secretario.
—¿Cómo podemos estar seguros de que hizo una copia, agente Piper? —preguntó Lester.
Will sacó un recibo de su cartera y lo tiró sobre la mesa.
—Un dispositivo de memoria Radio Shack, comprado hoy, después del incidente.
—Entonces ya sabemos que lo has escondido en algún sitio de la ciudad —dijo Frazier en tono despectivo.
—Es una ciudad grande. Por otra parte, podría haberlo echado a un buzón. O podría habérselo dado a alguien que no tendría por qué saber lo que era. En cualquier caso, puedo garantizarles que si no mantengo contacto personal frecuente y regular con una o más personas que no nombraré, el dispositivo de memoria será enviado a los medios. —Esbozó una sonrisa—.Así que, caballeros, no me jodan a mí ni a nadie que me importe. Lester se masajeó las sienes.
—Entiendo lo que dice y por qué lo dice, pero usted no quiere que esto salga a la luz nunca, ¿verdad?
Will dejó el vaso sobre la mesa y vio que formaba un círculo de humedad en la madera.
—Si quisiera que saliera a la luz, lo habría enviado yo mismo a los periódicos. No soy yo quien puede decir si la gente debe estar al tanto de esto o no. ¿Quién coño soy yo para decidirlo? Ojalá jamás me hubiera enterado de nada. No he podido pensar mucho en ello, pero saber que existe lo cambia... todo.
De repente se rió.
—¿Cuál es el chiste? —preguntó Lester.
—Me río del libre albedrío. Lo gracioso es que mi padre me puso Will porque significa voluntad. Albedrío y voluntad son lo mismo. —Volvió a ponerse serio en un segundo—. Mire, ahora ni tan siquiera sé si el libre albedrío existe. Todo está ahí escrito, ¿cierto? Si tu nombre aparece ahí, no hay nada que cambiar, ¿me equivoco?
—Lo ha pillado —dijo Frazier amargamente—. De no ser así, ahora mismo estaría haciendo una caída libre de nueve mil metros.
Will no hizo caso del veneno de aquel hombre.
—Ustedes han vivido con esto. ¿No afecta en su manera de encarar la vida?
—Por supuesto que sí —dijo Lester bruscamente—. Es un lastre. Tengo un hijo, agente Piper. Tiene veintidós años y está enfermo de fibrosis quística. Todos sabemos que no va a tener una esperanza de vida normal y lo aceptamos. Pero ¿cree que me gusta saber que la fecha de su muerte es inamovible? ¿Cree que quiero saber qué día será o que lo sepa él? ¡Por supuesto que no!
Frazier tenía una perspectiva diferente, una perspectiva que a Will le dejó helado.
—Para mí, las cosas resultan más fáciles. Sabía que Kerry Hightower y Nelson Elder iban a morir cuando lo hicieron. Lo único que hice fue apretar el gatillo. Duermo bien.
Will sacudió la cabeza y se sirvió otra copa.
—Ahí reside el problema, ¿no creen? ¿Cómo demonios sería el mundo si eso estuviera ahí expuesto y todos pensaran como usted?
El agudo chirrido de los motores fue el único sonido hasta que Lester dio una respuesta propia de un político.
—Esa es la razón de que hayamos llegado tan lejos para mantener en secreto la Biblioteca. A lo largo de seis décadas hemos tenido un historial impecable gracias al trabajo de hombres entregados como el amigo Frazier. Solo consultamos los datos por motivos geopolíticos y de seguridad nacional. No hacemos consultas sobre personas específicas a no ser que haya una razón de seguridad primordial. Somos los administradores responsables de este milagroso recurso. En el pasado hubo indiscreciones e infracciones menores, casi diría triviales, las cuales se cortaron de raíz. Lo que ha pasado con Shackleton ha sido la primera brecha catastrófica en la historia de Área 51. Espero que entienda lo que eso significa.
Will asintió y se inclinó hacia delante cuanto la mesa le permitía. Se acercó al secretario.
—Lo entiendo perfectamente. Y también entiendo el efecto palanca. Si algún día consiguen poner sus manos en mi copia de la base de datos me meterán en el agujero más profundo que se pueda cavar, y para estar seguros de ello se encargarán de que desaparezcan todos mis allegados. Ustedes lo saben, yo lo sé. Solo estoy protegiéndome. No soy teólogo ni filósofo. No me interesan los grandes problemas morales, ¿vale? Yo no pedí implicarme en su mundo, pero ocurrió porque hace treinta años me tocó tener a Mark Shackleton como compañero de habitación. Lo único que quiero es que me dejen en paz y vivir mi penosa vida, al menos hasta 2027. Su gran adversario no es más que un buen chico de pueblo que quiere irse a pescar. —Se incorporó en el asiento y vio que el marchito rostro de Lester no expresaba nada—. Chicos, ¿quién de vosotros quiere ponerme otra copa?
De vuelta en Washington lo retuvieron voluntariamente durante dos días para que hiciera un informe detallado junto con Frazier y un encantador grupo de la Agencia de Inteligencia de Defensa que hacía que Frazier pareciera un filántropo. Consiguieron que soltara todo lo que sabía del asunto, todo menos dónde estaba el dispositivo de memoria.
Cuando acabaron con él, accedió a cumplir el sobrecogedor acuerdo de confidencialidad que debían firmar todos los empleados de Área 51, y lo soltaron, libre y limpio, en los anhelantes brazos de sus hermanos del FBI.
El director del FBI ordenó que no se le sometiera a ningún interrogatorio más en la agencia ni hiciera informe alguno sobre los últimos días de investigación del caso Juicio Final. Sue Sánchez, desconcertada y perdida, le ofreció un paquete que incluía pagarle la baja hasta que cumpliera los veinte años de servicio y luego la jubilación completa. Aceptó el trato con una sonrisa y cuando se iba le dio una palmada en el trasero como broma y le guiñó un ojo al ver que se volvía furiosa.
Will se sentó y escuchó la conversación alrededor de la mesa con plácida satisfacción. Había algo hogareño en aquello, algo tradicional y primario que ponía su ritmo interior en armonía.
No había disfrutado de muchas cenas familiares cuando él era pequeño, ni tampoco durante el breve período en que ofreció una familia a su hija.
Masticaba su filete con calma y escuchaba. Su apartamento era un caos placentero: cajas apiladas, maletas, ropa de mujer, nuevos muebles y cacharritos.
Laura se disponía a llenarle la copa de vino, pero él puso la mano y la detuvo.
—¿Te encuentras bien, papá? —bromeó ella.
—Estoy intentando contenerme.
—Ha cortado el grifo —dijo Nancy.
Will se encogió de hombros.
—Es mi nuevo yo. Es igual que mi antiguo yo pero con un nivel de alcohol en la sangre algo menor.
—¿Se siente mejor así? —preguntó Greg.
—¿Va a constar en acta?
—No, señor, no constará en acta.
—Pues sí, me siento mejor. Para que veas. ¿Cómo va lo del libro, Laura?
—De maravilla. Estoy esperando a que salgan las galeradas y preparándome para una vida de fama y fortuna.
—Mientras seas feliz, me da igual lo que el futuro te depare. A ti y a Greg.