Sentados a la mesa estaban: Félix; el hermano Bartholomew, el viejo monje de larga barba gris que regentaba el
scriptorium
; el hermano Gabriel, un astrónomo de lengua afilada; el hermano Edward, el cirujano que dirigía la enfermería; el hermano Thomas, el gordo y adormilado guardián de las bodegas y las despensas; y la hermana Sabeline, la madre superiora, una mujer orgullosa de mediana edad con sangre aristócrata en las venas.
—¿Quién puede decirme cómo es la situación actual en la Biblioteca? —preguntó Baldwin, refiriéndose a los monjes que trabajaban allí.
Todos la habían visitado recientemente, movidos por la curiosidad y la preocupación, pero nadie sabía más que Bartholomew, que pasaba gran parte de su vida bajo tierra e incluso empezaba a parecerse físicamente a un topo. Tenía un rostro anguloso, la luz le provocaba aversión, y enfatizaba su discurso moviendo sus flacos brazos con pequeños y rápidos gestos.
—Algo los está perturbando —comenzó—. Llevo muchos años observándolos. —Suspiró—. Muchos, y esto es lo más cerca que los he visto de la emoción.
—Estoy de acuerdo con nuestro hermano —intervino Gabriel—. No son las típicas muestras de emotividad que podría experimentar cualquiera de nosotros (alegría, enfado, cansancio, hambre), sino una sensación turbadora de que algo no funciona bien.
—¿Qué hacen ahora que no hacían antes? —preguntó Baldwin, pensativo.
Félix se inclinó hacia delante.
—Yo diría que su motivación ha disminuido.
—¡Sí! —convino Bartholomew.
—Todos estos años nos hemos maravillado ante su infalible laboriosidad —continuó Félix—. Su capacidad de trabajo no tiene límites. Trabajan hasta que se desploman y cuando se despiertan tras un breve respiro, lo hacen rejuvenecidos y vuelven a empezar. Sus pausas para comer, beber y acudir a la llamada de la naturaleza son fugaces. Pero ahora...
—¡Ahora se están volviendo perezosos como yo! —dijo riéndose a carcajadas el hermano Thomas.
—No creo que sea pereza —intervino el cirujano. El hermano Edward se toqueteaba de manera obsesiva su fina y larga barba—.Yo diría que están apáticos. El ritmo de su trabajo es más lento, más mesurado, sus manos se mueven despacio, sus períodos de sueño son más largos. Se entretienen con la comida.
—Sí, es apatía —convino Bartholomew—. Hacen lo de siempre pero con cierta apatía; tienes razón.
—¿Algo más? —preguntó Baldwin.
La hermana Sabeline se alzó un poco el velo con un dedo.
—La semana pasada, uno de ellos no estuvo a la altura de las circunstancias.
—¡Increíble! —exclamó Thomas.
—¿Ha vuelto a suceder? —preguntó Gabriel.
Ella negó con la cabeza.
—No se ha presentado la ocasión. No obstante, mañana llevaré a una chica muy guapa que se llama Elizabeth. Informaré de los resultados.
—Hágalo —dijo el abad— Y manténganme informado sobre esa... apatía.
Bartholomew bajaba con cuidado la empinada escalera de caracol que llevaba desde el pequeño edificio con forma de capilla hasta las criptas. Dispuestas a cierta distancia a lo largo de la escalera había antorchas que iluminaban lo suficiente para la mayoría, pero a Bartholomew los ojos empezaban a fallarle después de una vida leyendo manuscritos a la luz de las velas. Deslizaba su sandalia derecha hasta sentir el borde del peldaño antes de dejar que su pie izquierdo cayera sobre el siguiente. La curva de la escalera era tan pronunciada, y dio tantas vueltas sobre sí mismo, que cuando llegó al final estaba mareado. Cada vez que bajaba allí se maravillaba de las habilidades para la construcción y la ingeniería de sus predecesores, de que en el siglo XI hubieran escarbado la tierra hasta semejante profundidad.
Abrió la enorme puerta con la pesada llave de hierro que guardaba en su cinturón. Como era pequeño y ligero, tuvo que hacer fuerza con todo el cuerpo. La puerta giró sobre sus goznes y Bartholomew accedió a la Sala de los Escribas.
Aunque había entrado en la sala miles de veces desde que se iniciara en la Orden de los Nombres, cuando era un joven y alegre estudiante en la abadía, el asombro y la maravilla que le causaba verla siempre le hacían detenerse.
Ahora Bartholomew observaba a un conjunto de hombres y muchachos de piel pálida y pelo naranja, cada, uno de ellos pluma en mano, mojando y escribiendo, mojando y escribiendo, produciendo un rasguido tal que parecía que cientos de ratas estuvieran tratando de desgarrar los barriles del grano. Algunos de ellos eran viejos, otros jóvenes, pero todos se parecían increíblemente. Cada una de las caras era tan inexpresiva como la siguiente; sus ojos verdes penetraban las hojas de pergamino blanco.
Los escribas se hallaban de cara a la entrada de la caverna, sentados hombro con hombro a las largas mesas. La cámara tenía un techo abovedado que estaba enyesado y encalado. La cúpula había sido diseñada por el arquitecto del siglo XI, el hermano Bertram, para que reflejara la luz de las velas y aumentara así su luminosidad, y cada pocas décadas encalaban de nuevo el yeso para tapar el hollín.
Había más de diez escribas en cada una de las quince mesas que llegaban hasta el final de la cámara. La mayoría de las mesas estaban llenas, pero había huecos aquí y allá. La razón de los huecos era evidente: en el borde de la cámara había catres, algunos de los cuales estaban ocupados por personas durmiendo.
Bartholomew caminó entre las filas; de vez en cuando se detenía para mirar por encima de un hombro. Todo parecía en orden. La puerta principal, que llevaba al hueco de la escalera, se abrió. Entraron hermanos jóvenes con los cacharros de la comida.
Bartholomew abrió otra pesada puerta al final de la cámara. Encendió una antorcha con una vela que siempre estaba junto a la puerta y entró en la primera de dos habitaciones interconectadas y a oscuras; cada una de ellas hacía que la Sala de los Escribas pareciera pequeña.
La Biblioteca era una construcción magnífica, bóvedas frías y secas tan vastas que a la luz de la antorcha parecían no tener fin. Pasó por el estrecho pasillo central de la primera cripta y respiró el intenso olor terrenal de las cubiertas de cuero. Le gustaba hacer una revisión periódica para comprobar que no había roedores hurgando ni insectos anidando que penetraran su fortaleza de piedra, y habría inspeccionado escrupulosamente toda la Biblioteca de no haber oído un alboroto detrás de él.
Uno de los hermanos jóvenes, un monje que respondía al nombre de Alfonso, estaba llamando a sus compañeros.
Bartholomew volvió corriendo a la sala y lo vio arrodillado detrás de la cuarta mesa junto a dos de sus compañeros. Se había derramado un cuenco con caldo en el suelo y a Bartholomew le faltó poco para resbalar.
—¿Qué ha pasado? —gritó el viejo a Alfonso.
A ninguno de los escribas parecía afectarle aquel jaleo. Siguieron ocupados como si nada hubiera pasado. Pero en las rodillas de Alfonso había un charco de sangre, y del ojo de uno de los de cabeza anaranjada chorreaba un arroyo carmesí: tenía clavada una pluma en el ojo izquierdo, hasta la masa cerebral.
—¡Por Jesucristo Nuestro Salvador! —exclamó Bartholomew al verlo—. ¿Quién ha hecho esto?
—¡Nadie! —gritó Alfonso. El joven español temblaba como un perro mojado y muerto de frío—. Se lo ha hecho él mismo, yo lo he visto. Estaba sirviendo el caldo. ¡Se lo hizo él mismo!
La Orden de los Nombres volvió a reunirse aquel día. Nadie había visto ni oído hablar de nada parecido, y no existía una historia oral. Ciertamente, los escribas nacían y morían, pero lo hacían de viejos. En ese sentido eran como cualquier mortal, con la salvedad de que jamás registraban sus nacimientos ni sus muertes. Pero esta muerte era completamente diferente. El escriba era joven y no daba signos de estar enfermo. El hermano Edward, el cirujano, lo había confirmado. Bartholomew había examinado la última entrada en la última de las páginas escritas por aquel hombre y no había nada destacable. Era simplemente un nombre más escrito en caracteres chinos, según le había parecido a Bartholomew.
Estaba claro que se trataba de un suicidio, una abominación inexplicable en cualquier hombre. Discutieron largo y tendido durante buena parte de la noche sobre las acciones que deberían tomar, pero no había respuestas claras. Gabriel se preguntaba si deberían sacar el cadáver al nivel superior para quemarlo, pero no hubo consenso. Jamás habían hecho eso con un escriba, y se resistían a romper las viejas tradiciones. Al final Baldwin decidió que lo llevarían al enjambre de criptas que había bajo tierra, a lo largo de la Sala de los Escribas. Generaciones de escribas descansaban en paz en las catacumbas, y esa alma descarriada seguiría el mismo destino que los otros.
Cuando Félix volvió a la cámara subterránea con hermanos jóvenes y fuertes para que ayudaran en el entierro, se percató de que los escribas trabajaban a un ritmo aún más lento y desganado que antes, y que dormidos en los catres había muchos más escribas que lo habitual.
Era casi como si estuvieran velando.
Los caballos se revolvieron y relincharon cuando Luke entró en los establos. Estaba oscuro, hacía frío y le asustaba su propia audacia de haber ido hasta allí.
—¿Hola? —dijo en un susurro—. ¿Hay alguien?
—Estoy aquí, Luke, al fondo —le contestó una vocecilla.
Aprovechó la luz de la luna que se colaba por la puerta abierta para encontrarla. Elizabeth estaba en la cuadra de una gran yegua zaina, acurrucada junto a su panza para calentarse.
—Gracias por venir —dijo—.Tengo miedo. —Ya no lloraba. Hacía demasiado frío para eso.
—Estás helada.
—¿Sí?
Sacó una mano para que él se la tocara. Él lo hizo con cierto temor, pero cuando sintió su muñeca de alabastro la rodeó con su mano y ya no la soltó.
—Sí. Lo estás.
—¿Me das un beso, Luke?
—¡No puedo!
—Por favor.
—¿Por qué me torturas? Sabes que no puedo. ¡He hecho los votos! Además, he venido para que me hables de tu problema. Hablaste de criptas. —La soltó y se apartó de ella.
—No te enfades conmigo, por favor. Mañana me llevarán a las criptas.
—¿Con qué intención?
—Quieren que yazca con un hombre, y yo nunca he hecho eso. —Lloró—. Otras chicas han sufrido ya ese destino. Las he conocido. Dan a luz y les quitan el niño cuando aún están amamantándolo. A algunas las usan como paridora una y otra vez, hasta que pierden la cabeza. ¡Por favor, no dejes que a mí me pase eso!
—¡Eso no puede ser verdad! —exclamó Luke—. ¡Esta es la casa de Dios!
—Sí es verdad. En Vectis hay secretos. ¿No has oído las historias que se cuentan?
—He oído muchas cosas, pero no he visto nada con mis propios ojos. Yo creo en lo que veo.
—Pero crees en Dios —dijo ella—.Y a Él no lo has visto.
—¡Eso es diferente! —protestó—.A Él no necesito verlo. Siento su presencia.
La desesperación de Elizabeth crecía. Se obligó a calmarse, alargó el brazo y le cogió una mano.
—Luke, por favor, échate conmigo en la paja.
Le llevó la mano hasta sus pechos y la apretó. Luke sintió sus firmes carnes a través del manto y la sangre le subió a las orejas. Deseó cerrar la palma de la mano alrededor de aquella dulce esfera y le faltó poco para hacerlo. Pero entonces recobró sus sentidos y reculó, golpeándose con uno de los lados de la caballeriza.
Ella tenía la mirada encendida.
—¡Por favor, Luke, no te vayas! Si te acuestas conmigo, no me llevarán a las criptas. No les serviré.
—¿Y qué será entonces de mí? —murmuró él—. ¡Me echarán! No lo haré. ¡Soy un hombre de Dios! ¡Por favor, debo irme!
Mientras huía de los establos oyó los suaves sollozos de Elizabeth mezclados de manera discordante con los quejidos de los importunados caballos.
Las pesadas nubes de tormenta yacían tan bajas sobre la isla que la transición de la oscuridad al alba fue muy tenue. Luke yació despierto e inquieto toda la noche. En los laudes le fue prácticamente imposible concentrarse en los cantos y salmos, y en el breve intervalo antes de que tuviera que volver a la catedral para el primer oficio hizo sus tareas a la carrera.
Pero llegó un momento en que ya no pudo más. Se acercó a su superior, el hermano Martin, apretándose el estómago, y le pidió permiso para desatender los rezos y acudir a la enfermería.
Con el permiso concedido, se puso la capucha y eligió el camino más largo hacia los edificios prohibidos. Escogió un gran arce que había en una loma cercana, lo suficientemente cerca para observar y lo suficientemente lejos para permanecer oculto. Desde ese punto aventajado montó guardia en la niebla.
Oyó las campanas que anunciaban la hora prima.
Nadie llegó ni salió de aquel edificio con forma de capilla.
Oyó las campanas que señalaban el final del oficio.
Todo estaba en silencio. Se preguntaba cuánto tiempo pasaría sin que lo vieran y qué consecuencias tendría aquel subterfugio. Aceptaría su castigo, pero tenía la esperanza de que Dios tendría un poco de amor y comprensión para su lamentable debilidad humana.
Sentía la áspera corteza del árbol en su mejilla. Se quedó dormido, consumido por la fatiga, pero se despertó de golpe cuando se raspó la piel de la cara contra la irregular superficie del tronco.
La vio avanzar camino abajo, conducida por la hermana Sabeline como si la arrastraran con una cuerda. Incluso desde aquella distancia podía ver que estaba llorando.
Al menos esa parte de la historia que le había contado era cierta.
Las dos mujeres desaparecieron tras la puerta principal de la capilla.
Se le aceleró el pulso. Cerró los puños y los golpeó levemente contra el tronco. Rezó para ver la luz. Pero no hizo nada.
Cuando Elizabeth entró en la capilla y comenzó su descenso al subterráneo creyó que estaba soñando. Años después, al mirar atrás, su mente no retendría los detalles de aquello que estaba a punto de ver, y ya de anciana a menudo se sentaría sola junto al fuego e intentaría decidir si algo de aquello había sido real.
La capilla en sí misma era un espacio vacío con el suelo de piedra azul. Había muros de piedra bajos, pero la mayor parte de la estructura era de madera y tenía un tejado muy inclinado. La única decoración interior era un crucifijo de madera, bañado en pan de oro, colgado en la pared sobre una puerta de roble que había al final de la sala.
La hermana Sabeline tiró de Elizabeth para que atravesara esa puerta y la guió escalera abajo hacia las profundidades de la tierra.