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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

La casa de los amores imposibles (8 page)

BOOK: La casa de los amores imposibles
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Un día se le ocurrió afeitarle a Bernarda las patillas y la barbita circense. Aunque no tenía que satisfacer a los clientes, éstos, al meterse en la cocina para saborear sus guisos, se sobresaltaban al encontrarla mesándose los pelos entre las luces y las sombras de los candiles. Bernarda chilló y se revolvió como un cerdo durante la matanza, la mañana en que Ludovica y Tomasa la condujeron hasta una sillita en el porche que se abría en la parte trasera de la casona roja, y la bruja Laguna se acercó a ella con una navaja, un bol de agua y una pastilla de jabón.

—¡Quieta, ni que te fuéramos a degollar! —le gritaba entornando el ojo tuerto.

Sin embargo, en cuanto apareció Clara, se amansó y dejó que ella le colocara una toalla caliente en el rostro, se lo enjabonara y la rasurara mientras disfrutaba, al sol de primavera, de la cercanía, el aliento y el tacto de su ama.

A partir de aquel día, Bernarda empezó a pasarse las manos por el rostro a todas horas, buscándose un pelo que le devolviera la suavidad y la fragancia a cereales de la piel que adoraba.

—Ama, ama, ama —le decía señalando el vello que le proporcionaría otra ración de amor.

—Todavía no, Bernarda, cuando tengas más.

—Pica, pica —se quejaba rascándose los mofletes y frunciendo los labios.

—Pues te rascas, como si fuera otra pulga de las muchas que tienes.

En una de aquellas jornadas de afeitado en el porche, Clara percibió la soledad de yegua de la cocinera. La había olido muchas veces, pero aquella mañana fue la primera que le recordó los paseos a caballo con el hacendado andaluz. Sintió una nostalgia demoledora y la navaja le tembló en la mano. Sin darse cuenta, comenzó a relatar a Bernarda aquella galopada entre pinos, rocas y hayas que terminó en el fondo de un valle, a la sombra de las encinas, con un beso empapado. La cocinera, entretanto, se estremecía de tanta dicha: de la voz de Clara habían desaparecido las órdenes y las regañinas, y manaba confidencial y cercana. Aunque no supo cómo deglutir esos sonidos deliciosos que no se veían ni se podían agarrar, jamás habría imaginado que algo que no pudiera comerse le proporcionaría semejantes sensaciones de gloria.

Fue así como Clara Laguna encontró con quien compartir sus desvelos y recuerdos: Bernarda la escuchaba con veneración durante el afeitado, porque sólo entonces Clara se sentía a gusto para hacerle confidencias; jamás la interrumpía; si su ama lloraba, ella lloraba; si su ama reía, ella reía; si su ama se enfadaba, ella también.

—Ni una palabra a nadie de lo que te he contado o te azotaré con el vergajo, ¿me entiendes? —le advertía Clara.

—¡Chis! —La cocinera se ponía un dedo en los labios y sonreía.

A comienzos del mes de junio de 1899, en la cama con dosel, vino al mundo la hija de Clara. Bernarda, acostumbrada a ayudar a parir a las ovejas, sacó la criatura de las entrañas de su ama mientras ésta se desgañitaba de dolor y renovaba, entre apretones y jadeos, su juramento de venganza. La niña comenzó a chuparse los deditos manchados de sangre y placenta, mostrando, desde su nacimiento, el apetito primitivo que la dominaría a lo largo de su vida. Clara le puso el nombre de Manuela.

La llegada al mundo de otra mujer Laguna se consideró en el pueblo como un acontecimiento que afianzaba la maldición de la estirpe. En las hileras negras, las ancianas, que habían cambiado las toquillas por un luto más fresco, se regodeaban del estigma que arrastraría la criatura por haberla alumbrado su madre en un burdel. Y se atrevían a augurarle deshonras aún mayores que la de aquel nacimiento. En cambio, las jóvenes se preguntaban si regresaría el padre a conocer a la bastarda, si volverían a verlo con el pelo negro ensortijado de aceite y la escopeta al hombro. En la taberna, los hombres celebraban la noticia con unas copitas de anisete y unos cigarros sin filtro; la Laguna de los ojos de trigo había parido la hembra que le tocaba, y muy pronto volvería a recibirlos ataviada con pantalones y batas de otros mundos.

El padre Imperio se presentó en la casona roja con el ardor de julio. Si pretendía la salvación de la madre a toda costa, también debía velar por la de la hija, y ésta comenzaba por darle un bautismo cristiano. Ató la mula a los barrotes. Clara, desde su ventana, lo vio avanzar por las piedras del camino, melancólico entre las margaritas. El calor que asolaba la comarca le traía a la memoria los días en que luchaba junto a su batallón; la fe, los mosquitos y la pólvora le traían a la memoria la derrota y su destierro en ese pueblo de almas rudas. En la última visita a la muchacha, unos días antes del parto, le había hablado de la santera que lo recogió en la selva y lo curó con emplastos que —no se lo dijo— se parecían a sus ojos. También aprovechó la buena disposición que mostraba ella aquel día para leerle unas parábolas de la Biblia de tapas violeta, y regalarle una estampa de santa Pantolomina de las Flores que Clara se guardó en el sostén, cerca del corazón.

El cura, febril por los rigores de la sotana, se había aflojado el alzacuello y la cicatriz quedaba al descubierto. Cantaban las chicharras, el sol cegaba, y no había más viento que el que surgía de sus palabras en el banco de piedra bajo el castaño.

—Bautizaré a mi hija cuando regrese su padre —respondió Clara.

Los ojos negros del cura se tornaron fieros.

—¿Y cuándo será eso, si es que usted lo sabe?

—En otoño; no quedan más que un par de meses.

—¿Y si no vuelve? Porque ¿quién le asegura que lo hará?

—Una promesa.

—Las promesas que hacen los hombres de su calaña no tienen valor. Su amante no volverá, Clara.

—¿Cómo se atreve a decir eso? Tal vez el que no debería volver es usted, con sus sermones y sus parábolas, porque lo único que va a salvarme es contemplar mi venganza en los ojos del hombre que aún amo.

Él se levantó del banco ardiente, la cicatriz era una horca roja. Las chicharras cantaban más fuerte.

—Váyase, sí. No quiero que me distraiga de mis propósitos con más salvaciones. —Las lágrimas y los reproches se le atascaron en la garganta.

El padre Imperio avanzó por el camino hasta la mula y se montó en ella llevándose en sus alforjas el oro de los ojos de la muchacha.

—¡Bernarda! ¡Bernarda! —gritó Clara.

La cocinera desplumaba una gallina cuando oyó las voces de su ama. Abandonó el ave y salió al jardín.

—¡Ama! ¡Ama!

Por la carretera de tierra se alejaba la silueta del padre Imperio. El sol la convertía en un espejismo atravesado por una bandada de golondrinas.

La cocinera se secaba las manos rojizas en el delantal, se chupaba los labios y sonreía.

—¡Bernarda, a afeitarse!

Ella se pasó la mano por el rostro y no encontró en las patillas o bajo el mentón un solo pelo que rasurar.

—Me da lo mismo que todavía no tengas. Trae la navaja y el jabón.

Alumbraba el mediodía, los gorriones se amontonaban en las sombras de las ramas, y las hortensias y los dondiegos eran el refugio de las chicharras.

Bernarda regresó con los útiles de afeitado, tomó asiento en el banco, en el sitio donde antes había estado el cura. Su ama se puso en pie y le rasuró el rostro limpio hasta que él desapareció en el monte.

—Volverá —susurró Clara—, igual que el otro. —Y enjabonó de nuevo el rostro de la cocinera, hablándole de repente de la cicatriz del padre Imperio, encarnada como la serpiente de una isla.

Se echó encima el otoño. Dejaba atrás un verano de pechos desbordados de leche materna, jabón de afeitar y paseos por el huerto de tomates. El cura regresó a la casona roja, una tarde de octubre, y entregó a la bruja Laguna la Biblia de tapas violeta que había envuelto en papel de estraza. No le pidió ver a Clara, ni le dio ningún recado para ella; con esa Biblia, que nadie podía leer en la casa, entregaba sus disculpas y sus deseos de bautismo y reconciliación. Quien no regresó fue el hacendado andaluz. Las hojas de las hayas se pusieron ocres y cayeron sobre la tierra enterrando poco a poco el corazón de Clara. Regresó la berrea de los ciervos, el amor en los montes, el ruido de las astas de los machos. Lo veré llegar ahora, pensaba ella, asomada al camino de piedras. Lo escucharé ahora con su voz andaluza, pero caían más hojas, los ciervos se cansaban de aparearse, las hembras se preñaban, los pechos de Clara se hinchaban y se deshinchaban alimentando a su hija, y el umbral de la casona roja permanecía vacío. Regresaron los paseos de los cazadores con las perdices y conejos apestando a pólvora, las jaurías orillándose en la plaza al atardecer y su muerte a mano de las constelaciones. Incluso Clara regresó al encinar donde se habían amado por primera vez, a la orilla encarnada, al olor de la lluvia sobre las hojas duras, y a sus nombres tallados en un tronco. Tanto lo visitó, que la piel acabó oliéndole como aquellos árboles. Regresó el humo de las chimeneas, su caricia de leña, la niebla de difuntos, el viento cortante y las campanas tristes, mientras continuaban cayendo las hojas. Sólo cuando las ramas se quedaron desnudas a la espera de la primera nevada, obligó a su madre a preparar un hechizo para hacerlo volver.

—No servirá —le advirtió ella.

—Usted inténtelo si quiere continuar viviendo en esta casa.

Humeó una marmita sobre el trípode al fuego, y en el vientre de aquel caldero negro, echaron una corola de nomeolvides, grasa de oveja, patas de araña, y las cartas que él le había enviado con jazmines secos y papelitos de aceite, entre otros ingredientes. Humeó un día entero, y necesitó otro para estar lo suficientemente frío para que se lo bebiera Clara. La muchacha lo llamó desde los intestinos, desde el hígado, desde el corazón, pero el hechizo se le pudrió dentro y él no volvió.

El pueblo sufrió la primera nevada. Clara Laguna se vistió con los
negligés
y los pantalones morunos, y el dosel de la cama danzó de nuevo al ritmo de una venganza que se agrandaba con la espera. Pero antes bajó a la cocina con su hija en busca de Bernarda. Vestía una bata de raso que dejaba al descubierto sus piernas de medias transparentes y ligas.

—¿Afeitar? —gruñó la cocinera al verla.

Ella negó con la cabeza y le entregó la niña.

—Aliméntala —le ordenó— y que no pase frío. Si muere, te mataré. ¿Comprendes lo que te digo?

Bernarda se la quedó mirando con los ojos de establo y no respondió. Por la bata de Clara se escapaba, de refilón, un pecho, y se lo estaba imaginando dentro de la boca cubierto con tomate y habas.

—Contesta —le exigió su ama.

Bernarda miró al bebé; se había puesto a llorar y le daba patadas en las costillas. Le metió en la boca un pulgar manchado con la sangre del gallo que acababa de destripar y Manuela Laguna saboreó, por primera vez, la dulzura de la muerte.

5

L
os presagios que habían anunciado las margaritas se hicieron ciertos el invierno de 1900. El jardín de la casona roja dejó de obedecer a la climatología y a las estaciones y se instaló en una primavera eterna. No florecían sólo las margaritas; también las hortensias y dondiegos de alrededor del castaño, las madreselvas del claro y la rosaleda con sus capullos que se abrían multicolores como manos de hombre. Hasta el huerto se encontraba siempre invadido por ejércitos de tomates, lechugas y calabazas. Esa fecundidad prodigiosa, que se acentuó con el paso de los años, dio que hablar en el pueblo. Las ancianas en las sillas bajas y sus hijas frente a los pucheros y las costuras, sospechaban que se debía a un hecho tan húmedo como deshonroso: aquel jardín se abonaba con semen. Nadie en el pueblo deseaba olvidar que la casona roja se había convertido en el burdel más famoso y de más postín de toda la provincia. El barítono de la tienda donde Clara adquirió el mobiliario había contribuido a ello. Le enviaba clientes y conocidos que emprendían algún viaje por la provincia, incluso algunos tan elegantes como un diplomático que celebraba su regreso de destinos lejanos amando a la prostituta de los ojos de oro. Entre cliente y cliente, ella se asomaba por la ventana del dormitorio y contemplaba el camino de piedras.

El invierno acabó en primavera, pero a Clara y a su jardín les dio lo mismo. Las margaritas continuaron brotando y el hacendado andaluz no regresó. Quizá el próximo otoño, se decía Clara, estoy segura, y si no me lo trae el otoño, lo harán las nieves, pero lo veré antes de que me muera. Entonces comenzó a preocuparse por su salud. A veces recibía a los clientes con una camiseta de lana debajo de los
negligés
para no enfriarse con las corrientes de la casa y evitar una pulmonía.

—Como te pongas tan recatada a estas alturas se nos acabó el negocio —le advirtió su madre.

—Déjeme tirar los huesos de gato para ver si voy a morir pronto, no sea que cuando él llegue sólo encuentre mi tumba.

—Ya te dije hace años que había visto en las costillas que ese muchacho no iba a regresar, y no quisiste creerme. ¿Por qué ibas a hacerlo ahora?

—Esta vez se trata de mi muerte.

—Pero el esqueleto es del mismo gato, y la vista de la misma bruja.

—Léame los huesos y dígame si ve en ellos que voy a morir pronto. Luego, que me lo crea o no es asunto mío.

Por la ventana penetraba el sol de primavera. El dosel púrpura refulgía con el resplandor de una aurora boreal. La muchacha, que se había sentado en la cama con las piernas cruzadas, abrió el saco y, desparramó los huesos sobre las sábanas pensando en el hacendado andaluz.

—La calavera me dice que la muerte aún no va a venir por ti —le predijo su madre.

—Y ¿cuándo, cuándo vendrá?

—Aún te quedan muchos años de vida, pero no llegarás a vieja.

—Él volverá antes de que me salgan arrugas como a usted, y me ponga fea.

La mujer guardó los huesos en el saco y abandonó la habitación. Su hija se cepillaba el pelo mirando las margaritas.

Una madrugada de aquella primavera, a quien se llevó la muerte fue a la bruja Laguna. Había estado leyendo el futuro y cosiendo un virgo en una de las casas nobles. De regreso a la casona roja, se aventuró por la carretera oscura, por las cunetas vacías; del crujido de los grillos surgió, de pronto, un carro veloz que se le vino encima. La encontró un hombre que se dirigía a su granja después de un asalto amoroso y una cena de los pucheros de Bernarda. La subió a su carro, donde transportaba los útiles de labranza: la azada, la hoz, la zoqueta. La mujer tenía los dientes manchados de sangre, un hilo de baba rosa le corría por el cuello hacia el corazón; la pupila negra estaba cerrada, pero la tuerta refulgía como la canica de un niño; las manos con los huesos quebrados aferraban el saco. El carro olía a trigo y a mijo, sabía a tierra y a harina.

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