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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

La casa de los amores imposibles (9 page)

BOOK: La casa de los amores imposibles
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—Suelte el saco —le exigió el hombre.

Ella negó con la cabeza, se chupó los labios; intentaba hablar.

—No diga nada, avisaré a su hija.

El hombro volvió al burdel.

—¿Quiere repetir? —le preguntó Tomasa al verlo entrar.

—Avisa a la dueña, a la Clara. Tengo a su madre en mi carro, medio muerta.

Tomasa la encontró en la cocina, degustando unas patatas con conejo para reponerse de otra jornada de venganza.

—Creo que le mataron la madre —le dijo.

Ella se pasó una mano por los labios y se limpió los restos de salsa.

—Bicho malo nunca muere —murmuró.

En el recibidor de losetas de barro, se reunió con el hombre y lo siguió hasta el carro. Vestía una larga bata de raso y debajo unos pantalones morunos. La madrugada era fresca, aún cantaban los grillos, y se intuía en la brisa una mañana de sol y flores.

—Madre.

La mujer tenía la cabeza apoyada en un fardo de harina.

—A la iglesia, a la iglesia —gimió.

—Pero ¿qué le ha ocurrido?

—Esto es que la atropello un carro —aseguró el hombre.

—A la iglesia —insistió ella.

—Yo las acerco.

Clara arrancó el saco de huesos de las manos de su madre.

—Todo el día de aquí para allá por los caminos con ese gato mugriento le va a costar la vida.

—No —se quejó ella.

El carro traqueteaba entre las piedras de la madrugada.

—¿Por qué quiere ir a la iglesia? Mejor la llevamos donde el médico o donde el boticario.

Rozándose los labios con la mano rota, la bruja balbució la palabra «maldita» y después la palabra «muerte».

—Las mujeres malditas sólo van a la iglesia cuando sienten que se van a morir, es eso lo que quiere decirme. —Los primeros rayos del alba atravesaban los ojos húmedos de Clara Laguna.

Su madre asintió, y un vómito encarnado chocó contra sus dientes.

—¡Dese prisa!

El hombre golpeó con las riendas el lomo del caballo. La harina de trigo voló en una nube pálida. El pueblo les recibió con su empedrado brillante. Se estrellaba el eco de los cascos contra las fachadas de moho, contra las fachadas de piedra. La plaza se abrió ante ellos, limpia de bruma, a estrenar. Se detuvo el carro frente a la iglesia. Clara se bajó y aporreó los portones. Llamaba al padre Imperio, lloraba al padre Imperio, se malograba los nudillos con las astillas frías.

Él se despertó en su dormitorio austero junto a la sacristía. Soñaba con Clara, con la salvación de los ojos de oro, y escuchó la voz de su sueño golpeando la puerta. Ataviado con un pijama gris de la época del seminario, con legañas y erguido en las pantuflas que le regaló un feligrés, el cabello y los ojos negros revueltos, la sotana abierta en vez de una bata, la garganta dominada por la cicatriz roja, abrió un portón por el que entró primero el alba como una espada. Luego Clara, con sus ropas de serrallo, y el hombre sosteniendo en los brazos el cuerpo maltrecho de la bruja Laguna.

—Se muere, padre, se muere. —La muchacha le puso la manos en el pecho; era la primera vez que lo tocaba. Las apartó enseguida y cerró los puños.

El cura enrojeció.

—Túmbela en un banco, cerca del altar.

Las corrientes de primavera se colaban por las rendijas de las vidrieras, y en las tumbas se oía dar vueltas a los caballeros castellanos.

—¿Qué le ha pasado?

—Yo creo que la arrolló un carro. La encontré al borde de la carretera, cuando salía de… —El hombre miró las baldosas del suelo—. Perdóneme, padre.

—Ahora no es momento. ¿La ha visto el médico?

—No quiere. Me pidió que la trajera a la iglesia —respondió Clara.

El padre Imperio se arrodilló junto a la moribunda y le pasó la mano por el cabello. La mujer abrió el ojo de la pupila negra, y susurró el nombre del cura. Él acercó un oído a los labios con comisuras de sangre y escuchó sus palabras débiles. Se cerró la sotana y se encaminó a la sacristía. Regresó al poco rato con una estola colgada del cuello y la bandeja de los santos óleos. Hizo la señal de la cruz sobre el rostro de la mujer y le dio la extremaunción. El aroma a hechicería que ella había introducido en la iglesia desapareció y dejó paso al olor bendito del aceite.

Clara nunca pudo olvidar las manos del padre Imperio dibujando en el aire la cruz de Cristo, la ternura en la unción de los santos óleos, la fe en el rostro tostado, la entrega en los labios que hablaban latín.

—Acérquese. Quiere decirle algo.

Cuando vio el rostro de su hija, cerró el ojo tuerto. Clara se aproximó a sus labios y la tomó de una mano. Ella bisbiseó unas palabras que se enredaban ya en el principio de su alma, le apretó la carne y murió.

A través de las vidrieras de la iglesia, el sol se desperezaba en tonos azules, naranja y amarillos.

—Ya está —dijo Clara, apoyando una mejilla en su pecho.

El padre Imperio contempló la melena castaña abierta corno un abanico sobre la espalda, lisa y hechizada bajo el sol. Pero no la tocó.

—No tema —dijo—. Se ha ido en paz.

—No temo por ella, sino por mí. —Levantó el rostro. Lloraba.

—Aún tiene a su hija. Manuela se llama, ¿no?

—Ella es la causa de mi desgracia. Si no existiera, su padre habría vuelto.

—Yo me marcho a la faena, que amaneció hace rato —les interrumpió el hombre.

—Lleve a Clara a casa, por favor.

—No me pida eso. Comprenda, padre, que no puedo, a plena luz del día, y por en medio del pueblo. Además vino así, ya me entiende —respondió señalando los pantalones morunos que se escapaban por debajo de la bata.

—Váyase, yo vuelvo a mi casa andando —repuso Clara.

El hombre abandonó la iglesia precipitadamente, montó en el carro con harina encarnada y partió a sus tierras.

En el banco donde yacía tumbada la muerta, la mañana se detuvo; se detuvo también en los ojos del padre Imperio, y en las lágrimas de Clara. Él se quitó la estola. Clara, temblorosa, se puso en pie.

—Gracias.

—No me las dé. Yo tan sólo soy un servidor de Cristo. —Sonrió.

—Volveré por ella para velarla.

—Yo me ocuparé de todos los papeles.

—Sí, ya sabe que yo no puedo leer nada, ni la Biblia que me envió. Venga pronto a leérmela usted. Adiós, padre.

—Espere, no puede salir así. Le dejaré la ropa de la chica que viene a limpiar. No es muy elegante, pero al menos no saldrá a la calle en camisón.

La guió hasta el cuartito donde se guardaban las escobas, el jabón y otros útiles para la limpieza. Allí había una falda de tela áspera y una blusa blanca, colgadas en una percha.

—Vístase tranquila —le dijo cerrando la puerta.

Clara escuchó sus pasos alejándose.

Al cabo de un rato, lo encontró arrodillado en la capilla lateral donde se hallaba el oratorio a santa Pantolomina de las Flores. Había cubierto el cadáver con una manta y se había puesto el alzacuello.

—Ya me marcho. No quiero molestarle más.

Él se dio la vuelta para mirarla. Le quedaba grande la ropa; pero continuaba con su pelo suelto y sus ojos amarillos.

—Espere, llévese mi mula. Ya iré otro día a recogerla.

Montada en el animal del padre Imperio, Clara atravesó la plaza, las callejuelas, hasta llegar a la carretera de tierra. La bata de raso y los pantalones bajo el brazo, la melena suelta como la había visto el padre, como la vio el pueblo. No tardó en llegar a las bocas de las comadres de luto que la muchacha de mala vida había salido de la iglesia en la mula del cura y vestida con las ropas de la sirvienta, y que en la iglesia se había quedado muerta, tras aplastarla un carro, la bruja Laguna. Llegó también a sus bocas que ése no era el primer contacto del cura con aquella familia maldita: se había visto su mula atada a los barrotes de las puertas de la casona roja en varias ocasiones. El pueblo, que lo había adorado desde su llegada, comenzó a mirarlo con recelo. Al fin y al cabo, era un joven que acababa de alcanzar los treinta, y un hombre bajo la sotana. Los rumores se agravaron tras el entierro de la difunta. Se celebró en el cementerio del pueblo, una mañana de cipreses y urracas. Asistió Clara con las muchachas del burdel y el padre Imperio con su latín y su agua bendita, pero ni uno solo de los habitantes a los que aquella mujer había leído el porvenir en el esqueleto de gato, o a cuyas hijas había salvado el virgo, o a los que había curado el mal de ojo durante años. Se preguntaban por qué debía recibir sepultura cristiana aquella Laguna que vivió sin asistir a la iglesia hasta la hora de su muerte y que se había dedicado a las brujerías. Se preguntaban si se lo habría pedido la hija, y él no pudo negárselo. El padre Imperio, sin embargo, cumplía los últimos deseos de la difunta. «Deme la extremaunción —le dijo— y métame después en suelo cristiano para que me pudra en paz».

Cuando la tierra cubrió el féretro, el cura dio el pésame a Clara. Le tomó una mano y se la estrechó. Ella sintió la piel cálida. Se ruborizaron.

—No vuelva a la casona roja, padre: en este pueblo la gente habla mucho. Yo le haré llegar la mula mañana mismo con la Bernarda.

—Cierre el negocio, entonces; traiga a su hija a bautizar y venga a la iglesia los domingos.

—Ya le dije una vez que me debo a mi venganza, a mi abandono.

—También le dije yo que me había empeñado en salvarla.

—Sálvese usted, padre; ahora lo necesita más que yo. Y déjeme en paz.

Echó a andar por las sendas de lápidas y cruces con la intención de alejarse del padre Imperio para siempre. Las lágrimas le corrían por las mejillas, y las codiciaban las urracas porque brillaban como piedras preciosas.

Bernarda subió al desván, por orden de su ama, las marmitas, los hilos de coser virgos, el saco con los huesos de gato y los botes de ingredientes mágicos. Conforme se cubrían de polvo, el pueblo y las muchachas del burdel se olvidaron de ellos. También se olvidaron de la investigación de la muerte de la bruja Laguna después de que los guardias trataran de averiguar durante semanas quién conducía el carro que la atropello, sin obtener alguna pista. Pero Clara nunca pudo olvidarlos. Tampoco pudo olvidar la noche en que mataron a su madre. Desde entonces, vivió dedicada al burdel y a esperar al hacendado andaluz. Organizaba los encuentros amorosos de las chicas, las esperas de los clientes distinguidos en el salón, con vino tinto y partidas de tute, y las cenas de Bernarda. Ya sólo recibía bajo el dosel púrpura a los de postín que le enviaba el barítono, pues exigían los encantos de la prostituta de los ojos de oro; y a aquellos que le recordaban al hacendado por el pelo de tumba, el olor a aceite o la voz de copla.

Procuraba no pensar en el padre Imperio. Las murmuraciones sobre sus visitas a la casona roja y sobre lo sucedido el día de la muerte de la bruja Laguna se acallaron tras varios domingos en los que el cura, subido al pulpito, logró cautivar de nuevo los corazones de los feligreses. Las ancianas, apostadas en los bancos con los velos negros, continuaban sin comprender el significado de sus sermones, en los que pastores se echaban al monte en busca de ovejas para salvarlas de los lobos. Sin embargo, las lágrimas les anegaban los ojos de viudas ante aquella verborrea incendiada por la fe. La iglesia vibraba recorriendo majadas, comiendo hogazas y queso seco, enfrentándose a los rayos de las tormentas, a los fríos y a las argucias de las fieras, a la maleza que ardía en llamas infernales. El incensario se balanceaba de un lado a otro, domingo tras domingo, y a la salida de misa, cuando las ancianas se llevaban su aroma dulce pegado a los velos, y las ricas del pueblo a las mantillas de encaje, se decían unas a otras: «Si él hubiera estado haciendo algo malo, no habría dejado la mula a los ojos de todos, la habría escondido. Fue a exigirle que cerrara el burdel, pero ella no quiso; así es de fresca la Laguna maldita».

Clara se había comprado una carreta y un caballo tordo y se paseaba por el pueblo y sus alrededores. Cuando se cruzaba con el padre Imperio miraba hacia otro lado, y hería con las riendas el lomo del animal mientras la estampa de santa Pantolomina le palpitaba en el sostén. Le había encargado a Bernarda que se acercara a la iglesia a devolverle la Biblia de tapas violeta. Fue una mañana de principios de verano. Las palomas se torraban en el campanario de la iglesia, y las ancianas yacían resguardadas en sus casas de cal y piedra. La cocinera, con la pequeña Manuela sujeta a la cintura, se metió en la iglesia por la puerta que se abría en la cuesta del cementerio, y entregó la Biblia envuelta en papel de estraza. El padre Imperio le pidió que lo esperara en un banco mientras iba a la sacristía.

—¿«Paqué»? —preguntó ella encogiéndose de hombros.

—Ahora lo verás. Sé por qué has traído a esta criatura.

Regresó con los mantos de misa y un jarro de agua bendita.

—Déjame la niña un momento.

Bernarda se resistió con un gruñido.

—No la voy a hacer nada, mujer.

Tomó a Manuela en brazos, se dirigió a la pila bautismal y desparramó el agua bendita en la cabeza de la niña.

Cuando Bernarda regresó a la casona roja, su ama la esperaba en la cocina.

—¿Le echó agua a la niña? —le preguntó.

—Agua, agua —contestó la cocinera pasándose la mano por los cabellos oscuros.

—Bien, ya consiguió algo de lo que quería —murmuró Clara. —Ahora se acabaron las contemplaciones, y yo a lo mío.

Se sacó la estampa de santa Pantolomina del sostén y la abandonó detrás de unos tarros de melocotones en conserva apilados en la despensa. Luego miró a su hija. Ya había cumplido el año y sus ojos se habían oscurecido aún más.

Manuela Laguna se criaba fuerte. Cada amanecer, la cocinera repetía las palabras de su ama —«aliméntala y que no pase frío»— y cebaba a la niña como si fuera un cordero que iba a sacrificar. En las noches heladas, la apretaba contra su cuerpo con olor a yegua, y la dormía sin entregarle más cariño que el que manaba a horcajadas de su respiración. Cuando Manuela lloraba, la cocinera cogía unas naranjas o unos tomates y se ponía a hacer malabarismos. En cambio, no se ocupó de enseñarle a caminar; Manuela dio sus primeros pasos de la mano de un cliente habitual que solía meterse en la cocina para calentarse los sabañones en el fogón y cenar un puchero o un asado. Tampoco se ocupó de enseñarle a hablar. Bernarda apenas creía en las palabras y procuraba usarlas lo menos posible; a ella le gustaba comunicarse a través de sus guisos y de sus gruñidos. Tuvo que incorporarse al burdel otra prostituta, una muchacha de largas trenzas negras, recién llegada de Galicia con su corazón de eucalipto, para que Manuela pronunciara, con un acento del norte que no perdió jamás, sus primeras palabras. Acababa de comenzar el otoño de 1902. La niña tenía ya tres años y, quitando algunos balbuceos y gruñidos aprendidos de la cocinera, estaba tan muda como los insectos con los que había crecido. Durante toda su vida, Manuela Laguna conservó el gusto por acicalar cucarachas o escolopendras. Las bañaba con agua templada, las secaba con un paño y, a las que sobrevivían, les ataba un lazo con una paciencia de artesano.

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