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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

La casa de los amores imposibles (5 page)

BOOK: La casa de los amores imposibles
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—Ese hombre jamás volverá —predijo ella con la voz embarrada de sueño—. Lo veo claramente en las costillas.

—¿Por qué me miente, madre, por qué me miente?

Clara propinó un puñetazo en la mesa donde había echado los huesos, y salió despedida una costilla y el hilo de coser los virgos.

—¿Qué esperabas, y más de un caballero rico? Apuntaste muy alto, y yo quizá no te aleccioné tan bien como creía. Llevas una hembra en tus entrañas, y tu amante te ha abandonado. Estás maldita, Clara.

—Reniego de la maldición. No sufriré por él. Volverá, me lo ha prometido, y siempre ha cumplido sus promesas. Y cuando vuelva, será él quien sufra.

—Muchacha cabezota, no se puede renegar del destino que nos está dado.

—Sí se puede. Además, usted tiene un ojo seco y del otro se está quedando ciega, así que ya no me fío de lo que pueda ver en ese esqueleto podrido y cagado de moscas. Entérese, me ha regalado la granja roja para mí sola y me ha dado dinero.

—¡Ah! Desde el principio me pareció un buen muchacho y muy guapo. Elegiste requetebién.

—¡No pisará usted esa granja que le causa tanta alegría, ni tocará ese dinero!

—Hija, comprendo lo que estás sufriendo, yo también lo sufrí: te muerde con fuerza el mal de amores. Escucha, tu padre me abandonó y sólo me dejó lágrimas, más miseria y una hembra con los ojos amarillos en el vientre. A ti, al menos, te ha dejado una granja de ricos. Para una mujer maldita y pobre como tú, no se puede pedir más. Y cuando aprendas a aplacar el hambre del mal de amores, te darás cuenta de que si tu amante ya te compró una casa no es necesario que vuelva.

—Se equivoca, sí necesito que regrese.

—¿Con qué fin, muchacha tonta, con qué fin? ¿Para sufrir más?

—No, madre, para vengarme.

3

N
unca se supo por qué sucedió aquel milagro primaveral, pero, en cuanto Clara Laguna pisó el camino de piedras que conducía hasta el umbral de la granja rebrotaron entre las vetas de tierra unas margaritas como las que le brotaban en la melena durante los sueños. Ella no se dio cuenta, confundió el crujir de su nacimiento con el de las hojas secas de los frutales; y siguió avanzando hacia la puerta, obstinada como la maleza que oprimía el establo, los corrales y el abrevadero. Por la brecha de la tapia, se habían colado perros vagabundos huyendo de los palos de los campesinos, y sus ladridos rompían la calma del jardín abandonado al otoño.

La planta baja tenía un recibidor de losetas de barro, un salón con un hogar muy espacioso, una cocina con una puerta trasera que daba al huerto de tomates y calabazas, una despensa con estantes encalados y un dormitorio en el que se filtraba el perfume de especias, legumbres y hortalizas. En el recibidor de losetas de barro se hallaba la escalera, roída por la carcoma y la tristeza de las telarañas, que llevaba a la primera planta y al desván. Mientras ascendía por ella, la muchacha contempló las polillas atrapadas en esa arquitectura de seda, todavía vivas y a la espera del apetito de la araña. La primera planta constaba de cuatro dormitorios y un baño, distribuidos en un pasillo con balcones que se asomaban al jardín y por donde la luz entraba a chorreones de madreselva. En una esquina del dormitorio más grande había un aguamanil de loza con arabescos azules olvidado sobre una estructura de hierro. El resto de las habitaciones estaban vacías y se podía escuchar el eco de la respiración.

En un extremo del pasillo, la escalera se estrechaba de subida al desván. Los peldaños se mostraban débiles y quejumbrosos conforme Clara avanzaba. Al final de la escalera, entró una bocanada de luz por un ventanuco con forma de luna llena desde el que podía verse la soledad del mundo. Había varias camas cubiertas por unas sábanas que olían a lavanda putrefacta, una cómoda de estilo francés en ruinas y, apoyada en ella, una escopeta de caza supurando pólvora. En los pulmones de Clara se acumulaba el olvido. Regresó a la primera planta. Había decidido ocupar el dormitorio más grande. Se echó sobre el suelo de madera y recostó la cabeza en el hatillo donde había guardado algunas de sus pertenencias. Aunque no era más que mediodía, se dispuso a dormir. Necesitaba reponer fuerzas para llevar a cabo su venganza. A la mañana siguiente esperaría un carro que la condujera hasta la capital de la provincia. Allí compraría todo lo necesario para convertir la casa roja, en vez de en una granja próspera, como su amante deseaba, en un burdel magnífico.

Lo primero que adquirió fueron cuatro candelabros de velas de muerto para cada una de las esquinas del salón. Se los cambió a un chatarrero por un rato de amor bajo los pinos. Aquel hombre con acento de menta se convirtió en su primer cliente, y se llevó la bondad de Clara balanceándose en el carro tirado por dos mulas para no devolvérsela jamás.

En la ciudad, completó el mobiliario del salón con unos canapés de raso escarlata, unos cuadros de odaliscas rebozadas en tules malvas, una alfombra con una escena de la caza del zorro y unas cortinas verdes de seda de damasco. La tienda donde adquirió estas mercancías se ocupaba de vender mobiliario, decorados y atrezo utilizados en representaciones de ópera y que ya no interesaban a los teatros por viejos o por pasados de moda. El dueño, un barítono caído en desgracia, se prendó de la belleza campesina de Clara Laguna nada más verla con el vestido marrón de lana de domingo, la saya con remiendos y el chal basto como lomo de burro. En principio, creyó que sólo pretendía curiosear, atraída por la grandilocuencia del escaparate, porque llevaba también prendida en las mejillas y en los ojos de oro el aturdimiento del que ve por vez primera una ciudad, con su plaza Mayor atestada de gentes y tabernas, sus edificios señoriales e iglesias y sus calles con las tiendas y cochecitos de caballos que el campo desconoce. Pero al explicarle ella lo que buscaba con la determinación de la venganza, el barítono le dio unos consejos muy útiles para que su granja se convirtiera en un lupanar de postín; y así no sólo atraería la masculinidad acostumbrada a las yuntas, la hoz y la azada, sino también la de burgueses, viajeros y cazadores de mundo. Además del mobiliario y los enseres para el salón, adquirió los
negligés
y los trajes morunos de una representación de
El rapto del serrallo
, cuyas formas y suavidad inverosímil la cautivaron, pues aunque esas prendas nada tenían que ver con moscas y gusanos para pescar truchas, sí eran buenos cebos para pescar el deseo de los hombres. Cuando ya se le había acabado el presupuesto, se encaprichó de la cama donde Otelo dio muerte a Desdémona. Tenía unos barrotes de hierro negro lamidos por un dosel púrpura y un tamaño colosal para montarla y desmontarla en los teatros, así que sólo se había usado en unas cuantas representaciones. Tanto insistió en llevársela a costa de lo que fuera, que el barítono se la cambió por sus favores campesinos. Sobre un baúl del almacén, aturdida por un aria de
Rigoletto
, conoció a su segundo cliente. El tercero, un abogado que le presentó el barítono, lo necesitó para costearse los gastos de la pensión donde pasó la noche llorando el recuerdo del hacendado andaluz. A la mañana siguiente partió hacia la granja en el carro que transportaba sus compras, y no le fue difícil convencer a uno de los mozos para que, tras descargar la mercancía, le quitara la maleza y le limpiara las hojas del jardín en varias jornadas de amor, rastrillo y potaje de garbanzos; convirtiéndose el mozo en su cuarto cliente. El herrero, que le fabricó en tres días prolíficos un lazo parecido al que abraza las coronas de difuntos, y grabó en él bienvenido a la casona roja, en letras doradas, fue el quinto y el definitivo para dar a conocer el burdel.

—La Laguna de los ojos de trigo se vende por unas buenas perras o por un sartal de conejos en la granja que le regaló su amante —le decía a todo el que se acercaba por la herrería, o a todo el que encontraba en la taberna jugando al mus y apurando un chato.

Clara lo consideró inaugurado con la colocación del lazo sobre el copete en que terminaban las puertas de hierro; así, aunque la mayoría de los hombres no pudieran leerlo porque no sabían leer nada, los pájaros podrían cagarse en él como en las lápidas y las cruces de las tumbas.

Ataviada con los
negligés
o los pantalones morunos de
El rapto del serrallo
, recibía a los hombres del pueblo que habían deseado su belleza y su juventud, y que acudían al burdel sin ningún temor, pues ya no estaba en juego ninguna maldición sino un negocio de carnes. El halo exótico que desprendía con aquellas ropas, y la sala donde los hacía esperar, con sus odaliscas malvas en las paredes, su alfombra de caza y sus canapés de ópera, los dejaba sin pensamientos. Ellos estaban acostumbrados a consumar ese tipo de negocios en un establo, un granero o contra un pino del monte. También sucumbieron los cazadores. El burdel donde una prostituta con los ojos de oro recibía embutida en tules y bombachos se convirtió, junto a los ciervos, jabalíes y liebres, en un aliciente más para regresar al pueblo castellano al otoño siguiente.

A principios de diciembre de aquel año de 1898, el inicio de las faenas amatorias de Clara restó protagonismo a los sermones del padre Imperio. En las hileras de toquillas de luto dejó de hablarse de los cocodrilos tropicales, las ciénagas y las selvas infectadas de rebeldes cubanos. El lupanar instalado por la Laguna de los ojos de trigo en aquella granja que desde entonces fue conocida como «la casona roja», se convirtió en el centro de las conversaciones.

Cuando el padre Imperio se enteró de la existencia del burdel unos días después de la apertura, se le apareció la santera cubana advirtiéndole que su destino estaba unido a la llegada terrestre del maligno. Se enfundó en una sotana que previamente roció con escarapelas de agua bendita y se puso en camino hacia la casona roja. A lomos de la mula que utilizaba para desplazarse a dar la extremaunción a los fieles cuyos oficios los dispersaban por las serranías, fue testigo de cómo las hayas salían desnudas al encuentro del viajero. Las hojas entregadas a la tierra amarilla. Las ramas contoneándose en el viento.

Encontró abierta la puerta del jardín, ató a un barrote la mula, y atravesó el camino de piedras grandes hasta el umbral de la casona roja. Aplastó con sus botas eclesiásticas una mata de margaritas. Se santiguó antes de llamar con la aldaba. Tuvo que golpear varias veces hasta que Clara le abrió. La muchacha bostezaba envuelta en un chal de lana.

—Pase, padre.

—Aquí me quedo.

—Como guste.

Del interior se escapaba un hedor a humedad y a polvo, que a él le pareció el del azufre. Escondido en los ojos de la muchacha, descubrió el abandono de las hayas a los vaivenes del otoño. Se estremeció. Llegaba dispuesto a enterarse de si en esa casa convertida en vergüenza se escondía el diablo.

—Aquí no se esconde nadie, ni siquiera mi venganza —contestó ella.

Llegaba con la valentía prendida en el alzacuello, dispuesto a marchar a la iglesia a por los cachivaches de los exorcismos si era necesario, dispuesto a enfrentarse al rostro humano del maligno si es que se había instalado en la granja con Clara y le había llenado el corazón de malas ideas.

—Padre, no me traiga cosas de exorcismos, tráigame una hogaza para desayunar porque no me quieren vender el pan y yo no tuve tiempo de hacerlo.

—Sepa que a pesar de sus ojos de gato, de la mala costumbre que, según dicen, tiene de hablar con los muertos, y del oficio que, con su voluntad o sin ella, ha escogido, estoy dispuesto a salvarla a toda costa, de usted o del diablo —le dijo él con la terquedad aprendida en el trópico.

Echó a andar por el camino de piedras hasta que abandonó el jardín, se montó en la mula y partió hacia el pueblo; los ojos negros ruborizados por su juventud, por la luz de la mañana, por la visión impúdica de las hayas.

Clara Laguna no quiso que su madre se fuera a vivir con ella hasta que el peso de las obligaciones, la mugre y la soledad le hicieron cambiar de opinión. No podía complacer a los clientes en la gran cama con dosel y atender a los que llegaban mientras tanto. Si dejaba la puerta cerrada, los hombres se apelotonaban bajo la escarcha de la noche; si la dejaba abierta, se perdían por la casa, y se colaban en el dormitorio para espiar las embestidas de sus vecinos, o en la despensa y se comían las pocas provisiones que lograba almacenar. Tampoco tenía tiempo para cuidar el huerto de lechugas que plantó junto al de tomates y calabazas, limpiar el salón y su dormitorio del barro de las botas de los clientes, de sus escupitajos y de los pelos de mula, preparar las comidas, acercarse a por víveres, y barrer las hojas secas del camino de piedras que se infectaba lentamente de margaritas.

Un atardecer, asomada a uno de los balcones de la primera planta, supo que nunca podría vivir sola en aquel burdel donde escondía sus recuerdos. Le atormentaba hasta la soledad de las polillas que esperaban la muerte en las telas de araña. Echaba de menos el tufo de los hechizos de su madre, ayudarla a descuartizar animalitos y coser virgos. Echaba de menos el chasquido de los huesos de gato revueltos en el saco, incluso echaba de menos la cabra que ordeñaba cada mañana. Sin embargo, consideraba a la bruja Laguna responsable de su desgracia por haberle transmitido la herencia maldita.

Aquel atardecer, Clara quiso acabar con toda la ternura que podía sentir hacia su madre y hacia la criatura que le crecía en las entrañas y continuaría la estirpe. Y lloró, mientras la luna se desgajaba de las nubes, por el amor perdido, por el azahar y por las aceitunas, por las coplas y las saetas de Cristo, por el sabor a otros hombres que tenía su venganza. Y no encontró consuelo en el relente del monte, en la quietud helada que le molía los huesos. Sólo cuando descubrió que, en vez de estrellas, en la noche brillaban unos ojos negros, sintió que el dolor cedía. Sorbió los mocos, cerró el balcón; aquellos ojos eran los del padre Imperio.

A la mañana siguiente, se dirigió a casa de su madre. El cielo estaba blanco, como si en él se apiñara toda la nieve que ese otoño aún no había caído sobre el pueblo. Era mediados de diciembre, mes de refugios, de arroyos congelados. Encontró a su madre postrada en el catre. No la veía desde que le contó que se disponía a abrir un burdel a su regreso de la ciudad. Al oírla llegar, la mujer se incorporó. Tenía la pupila tuerta cerrada y la negra vigilante. Clara la encontró más delgada y vieja.

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