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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

La casa de los amores imposibles (2 page)

BOOK: La casa de los amores imposibles
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Cerró la puerta, pero se apresuró a asomarse por una de las ventanas. Lo vio alejarse con las manos resguardadas bajo la capa.

Quizá no vuelva, pensó Clara Laguna, mientras fregaba los pucheros de los hechizos de su madre; quizá no vuelva, pensó cuando fue al corral para dar de comer a las gallinas; quizá no vuelva, pensó mientras ordeñaba la cabra; quizá no vuelva, después de que despertara la madre al mediodía y almorzaran unas migas con chorizo; quizá no vuelva, a la tarde sembrando una nueva mata de tomates; quizá no vuelva, al descender el sol entre las copas rojas de los pinos; quizá no vuelva, mientras preparaba los hilos y las anestesias de flores para el remiendo del virgo de la hija de un cacique; quizá no vuelva, cenando un puchero de legumbres con ajo; quizá no vuelva, soñando con los ojos de él. Pero a la mañana siguiente, tras regresar de la plaza con el cántaro y el chal de los domingos, el hacendado andaluz, a lomos de un caballo tordo, la esperaba al pie de la torrentera seca.

—He venido por ti —le dijo desmontando.

—Pues se ha dado un paseo en balde.

La muchacha, con el corazón martilleando el barro del cántaro, se encerró en su casa.

Era una mañana brumosa, la última del mes de octubre. El joven se dirigió hacia una de las ventanas, apoyó un codo en el alféizar polvoriento y se puso a entonar una canción, pues, además de a la caza, era aficionado a la copla y tenía una voz muy bella.

—¿Es que quiere alborotarme las gallinas? —le preguntó Clara abriendo la puerta.

Tras la muchacha, el hacendado descubrió a una mujer con un moño de cabellos canosos y tuerta del ojo izquierdo.

—Le presento mis respetos, señora, y mis disculpas si la he despertado.

—Buenos días, joven —dijo la mujer con una garganta rocosa—. ¿Qué te trae tan temprano por aquí con esos cantos?

—¿Sería tan amable de decirme si es usted la madre de Clara? —preguntó esforzándose en no mirar la pupila grisácea y seca del ojo tuerto.

—Así es. Aunque te cueste creerlo, hubo un tiempo en que yo también fui hermosa como ella.

—Desearía, entonces, pedirle permiso a usted o al padre de Clara para dar un paseo con su hija.

La mujer soltó una carcajada.

—Muy lejos tendrías que irte para pedir permiso al padre. En esta casa los permisos siempre los he dado yo y sólo yo, y antes de mí, mi madre, que espero que la tierra se la esté tragando bien. —Le tembló la pupila negra del ojo derecho—. Eres cazador.

—Desde luego.

—Pues debes comprarme un amuleto.

La mujer desapareció dentro de la casa, pero regresó enseguida con un colmillo de jabalí recubierto de plumas de perdiz.

—Te lo aseguro, muchacho, con esto los animales saldrán a tu encuentro por los montes. No errarás el tiro.

El hacendado andaluz le entregó unas monedas.

—Puedes irte de paseo con Clara. Mi hija ya hace lo que le viene en gana, pero por el vestido y el chal que se ha puesto, creo que aceptará.

—No diga tonterías, madre, sólo me he arreglado para ir a la plaza.

El hacendado montó primero en el caballo tordo y después ayudó a Clara a subirse en la grupa.

—Hay un encinar no muy lejos de aquí, si quiere puedo enseñárselo.

Siguiendo las indicaciones de la muchacha, dirigió el caballo hacia el pinar e hizo que se internara en él, alejándose de la carretera de tierra por donde transitaban las carretas y la diligencia. Enredaba la mañana un viento helado que traía el rumor de los disparos de los cazadores ocultos en los montes.

—Hágale galopar, hágale galopar.

—Puede ser peligroso entre los pinos.

—No sea cobarde —insistió Clara con el rostro húmedo.

Él agitó las riendas y el caballo se puso al galope. Al mismo tiempo que latía el corazón de Clara, los cascos del animal golpeaban la tierra poblada de musgo y helechos amarillos. Abrazada a su cintura, sentía la espalda fuerte y el aroma a olivas de los rizos. Jamás había cabalgado como aquel día, y jamás podría olvidarlo: los brazos tensos manejando las riendas para esquivar los árboles y las rocas que surgían entre ellos; las águilas planeando en la bruma, el relincho del caballo cuando resbalaron sus cascos sobre un lecho de agujas y el hacendado comenzó a sudar una fragancia de naranjas. Una llovizna les atravesó, prietos los muslos del joven contra la carne del caballo y los de Clara prietos contra los de él, y cuando llegaron a los últimos pinos desperdigados al pie de una colina, estalló la tormenta.

—Este animal necesita descanso.

—El encinar ya está cerca.

Mientras el caballo ascendía la colina, Clara le soltó la cintura y sintió los brazos doloridos. En lo alto, surgió la silueta de un valle donde se hundían las copas de unas encinas gigantes. Llovía con fuerza, un relámpago alumbró la tierra que se había tornado rojiza y pastosa. Bajo la capa empapada, él se estremeció. Ella apretó el pecho contra su espalda para calentarle.

Cuando llegaron al encinar la bruma se disipó, cesaron también los truenos y los relámpagos; el cielo se abrió dejando paso a una lluvia diáfana. Antes de desmontar, Clara Laguna se arrancó su amuleto y lo metió en un bolsillo del vestido. El viento se hizo más débil.

El encinar estaba atravesado por un río, cuyas aguas corrían entre remolinos y pozas. Ella se resguardó bajo una encina que, desmelenada por los siglos, yacía junto a una de sus riberas; se apoyó en el tronco negruzco y esperó a que el joven se ocupara del caballo. El rumor de las aguas parecía susurrar leyendas. El no tardó en recorrer con los dedos su garganta hasta llegar a aquel hueco suave donde antes reposaba el amuleto y ahora se acumulaba la lluvia. Estaba serio. Clara cogió su mano; la piel de la palma se había desgarrado al sujetar las riendas.

—Se ha herido.

No dijo nada. Elevó su barbilla y, antes de besarla, sintió los ojos ámbar y el olor a hechizos húmedos de su cabello.

A la hora de almorzar, el hacendado regresó a la posada. Salió a recibirlo un mozo que se llevó el caballo tordo a la cuadra, resollando. Uno de sus criados lo ayudó a quitarse las botas y la ropa mojada y encendió la chimenea. Tomó el almuerzo junto al fuego, una sopa castellana y perdices estofadas, con un vino tinto que le adormeció en un butacón hasta más de media tarde. Cuando despertó, bajó a los corrales para comprobar cómo se encontraban sus podencos canela. Lo recibieron con los hocicos nerviosos, pues permanecían encerrados desde que llegaron al pueblo.

—Pronto, muy pronto, iremos al monte.

Tras la tormenta de la mañana, el cielo se había despejado, pero el crepúsculo lo sumió poco a poco en una oscuridad inundada de estrellas. Las calles se fueron impregnando de la fragancia de los pucheros, y no quedó en ellas ni rastro de las ancianas que se sentaban a ver pasar a los cazadores. El hacendado andaluz se dirigió a la taberna de la plaza. El murmullo de la fuente de tres caños le trajo el recuerdo de Clara Laguna. Ni siquiera durante la siesta logró apaciguar el ansia que sentía por ella. Le había asegurado que iría a buscarla a la mañana siguiente para dar otro paseo, por eso deseaba que la noche transcurriera deprisa y llegara el alba.

La taberna rebosaba humo de cigarrillos y puros. De las paredes de cal rugosa colgaban cabezas disecadas de ciervos. Al hacendado le impresionó una con unas cuernas enormes sobre la chimenea de piedra. Antes de que Clara Laguna se cruzara en su camino, había soñado con cazar un ejemplar como ése. Se acercó a la barra mientras esperaba una mesa libre. Dos hombres del pueblo apuraban chatos de vino y, al verlo, avisaron a la tabernera, una pelirroja de unos cuarenta y tantos que secaba vasos con un trapo. La mujer, a la que apodaban «la Colora», escudriñó al hacendado con unos ojos claros, casi transparentes.

—¿Va a cenar, señor?

—Si es posible, un buen cabrito asado.

—La taberna está muy llena. Si le parece bien, puede sentarse con aquellos señores de Madrid. —La mujer señaló a tres jóvenes que conversaban en una mesa cerca de la chimenea—. También son cazadores y muy agradables.

—Si no les importa.

A lo largo de la cena, comprobó que la mujer estaba en lo cierto. Pasó una velada muy divertida junto a ellos, comieron cabrito asado, se bebieron cuatro botellas de tinto e intercambiaron anécdotas sobre la afición que compartían.

Cuando la taberna olía a hombres y montes, a colillas de cigarros y a eructos de vino, el hacendado se despidió de sus compañeros. La tabernera, que estaba limpiando las mesas, fue a su encuentro.

—¿Lo ha pasado usted bien?

—Estupendamente. Ha sido muy atenta conmigo, gracias.

—Permítame entonces que le advierta, señor, y no me tome por descarada sino por mujer de buenas entrañas que previene de los peligros. Parece ser que le han visto en varias ocasiones acompañando a la hija de la bruja. Ya sabe a quién me refiero, la chica de los ojos de trigo.

Él sintió que el deseo por la muchacha regresaba a su corazón como un veneno. La Colora le dio un golpecito en el antebrazo.

—Sepa que la Clara está maldita, por muy hermosa que sea. Maldita y bien maldita, como todas las de su familia, se lo juro por éstas. —Se besó dos dedos con la pasión de las confidencias.

—No la comprendo. —El tinto le burbujeaba en la cabeza.

—¿Acaso en la tierra de usted no saben de ninguna maldición?

—En mi tierra, señora, tampoco nos privamos de supersticiones.

—Pues lo que usted llama supersticiones, aquí es una maldición grande como boñiga de vaca, y más aún cuando se trata de las mujeres Laguna, y de la Clara, que es la última de la estirpe. Sepa usted que, hasta donde le alcanza al pueblo la memoria, todas y cada una de las Laguna han sufrido la maldición.

—Así que los hombres de la familia quedan libres de ella.

—¡Hombres! —La Colora se golpeó el muslo con gusto—. ¿Qué hombres? Jamás el vientre de una Laguna ha engendrado un varón, como tampoco ninguna de ellas ha contraído matrimonio. Están condenadas a la deshonra, y a parir sólo hembras solteras que correrán la misma suerte.

—¿Y ningún hombre…?

—Ninguno, señor —le interrumpió—, ninguno se ha atrevido a romper la maldición. Tenga en cuenta que sólo se presagian desgracias para el que se decida a hacerlo.

—¿Qué tipo de desgracias?

—No se sabe con certeza. Parece ser que la bruja Laguna, como se la conoce, hace años intentó hechizar a alguno con sus bebedizos, pero no le dio resultado, y luego se quedó tuerta.

A la mañana siguiente, nada más despertarse, el hacendado andaluz recordó al hombretón que lo acompañó hasta la posada porque había bebido demasiado, y le dijo:

—Si yo le entiendo a usted, yo y todo el personal masculino del pueblo. Si no estuviera tan maldita la Laguna de los ojos de trigo…

Era día de difuntos y el pueblo había amanecido exhalando un aliento a domingo. Tras el tañido de las campanas al alba, se disipó la niebla, y sus habitantes se echaron a las calles, vistiendo la lana de los festivos, para recordar a sus muertos. En cada esquina de la plaza se había colocado un puesto de flores. Mujeres ataviadas de luto vendían claveles rojos y blancos, margaritas, algunas rosas para los ricos. De un lateral de la iglesia ascendía una cuesta empedrada, que al dejar atrás las últimas casas del pueblo, se convertía en un camino de tierra y matorrales que iba a darse de bruces con el cementerio. Arrebujada en un portalón de esa cuesta, la bruja Laguna vendía lirios para los difuntos rociados con una pócima que aseguraba la permanencia del espíritu en la tumba. Pasaban por delante de ella decenas de enaguas susurrantes con sombreros velados y boinas con pantalones de pana. Esquivando las miradas de sus vecinos, muchas le compraban aquellos lirios que les librarían de una visita del ánima de algún pariente.

El camposanto estaba asediado por un torrente de apreses. Una media docena de panteones ostentaba los mismos escudos que las fachadas de las casas nobles. El resto era un revoltijo de tumbas. Conforme penetraba la muchedumbre en el cementerio, las urracas daban la bienvenida con sus graznidos y alas brillantes. El adecentamiento de las lápidas era el ritual que precedía a los rezos y las flores. Las mujeres sacaban los estropajos y frotaban letras doradas de epitafios y retratos ovalados, los hombres arrancaban las malas hierbas de alrededor. Los que tenían sus muertos en los panteones, se llevaban a sus criados para que éstos se los adecentaran con sus manos rojas. Al mediodía, el camposanto apestaba a suelo recién fregado.

El hacendado pasó la mañana en su habitación bebiendo café para la resaca, y recordando la advertencia que le hizo la tabernera sobre la maldición de las Laguna. Mientras tanto, Clara lo estuvo esperando en su casa para dar otro paseo a caballo. Después del almuerzo, se marchó a los montes en compañía de los cazadores madrileños. Su jauría de podencos canela siguió en varias ocasiones el rastro de un ciervo, pero cuando lo divisaba, agazapado entre las matas, y el animal se le ponía a tiro, la escopeta le temblaba en las manos, el lomo castaño de la presa se convertía en la melena de la muchacha, y el ciervo se perdía en el monte. Tampoco consiguió ninguno de los conejos que rastrearon los podencos; le distraían las hojas amarillentas de las hayas tan parecidas a los ojos de Clara, y olvidaba para qué había subido al monte aquella tarde. Sentado sobre los helechos, mientras la humedad le mojaba los pantalones, la escopeta guardaba silencio. Los cazadores madrileños se preguntaban qué podría sucederle a aquel compañero que había atravesado media España para cazar en tierras castellanas, y ahora se arrastraba por ellas incapaz de disparar un tiro.

Cuando el monte ya se había tragado el sol, regresaron al pueblo. No aceptó la invitación de los cazadores madrileños para cenar en la taberna, se disculpó y pidió que le ensillaran el caballo tordo. Poco más tarde le clavaba los estribos en los flancos y partía al galope.

Una luna llena de difuntos alumbró su llegada a casa de Clara Laguna. La madre se encontraba en el pueblo entrando por las puertas traseras con el esqueleto de gato para leer en cocinas y saloncitos el porvenir de vivos y muertos. El hacendado la encontró sentada en la torrentera seca, junto a unos tomates como perlas gigantes. Bajó hasta aquel pedregal murmurando: «… y qué me importa a mí que esté maldita, y qué me importa a mí si ya no puedo hacer nada». Ella, en cuanto lo vio, se puso en pie. Tenía el rostro sucio de las lágrimas que había llorado mientras le esperaba. Él hincó las rodillas en la tierra y le cantó una copla. Aullaron los perros de la calle, quejosos de aquel jaleo andaluz que perturbaba sus sueños. Ulularon las lechuzas del pinar en la noche cálida para ser de difuntos. Clara le lanzó una piedra que le abrió una pequeña herida en la frente. El hacendado sintió el discurrir lento de un hilo de sangre, y se puso a cantar una saeta. Brilló la luna intensamente para alumbrar la pasión de Cristo, y la muchacha no tiró ninguna piedra más. Contempló el pelo azulado, la frente sangrienta, las aceitunas de sus ojos iluminadas como las de un mártir. Lo besó en los labios, le limpió con la falda la herida. Él la dejó hacer. Luego la tomó por el talle y la llevó en volandas hasta la grupa del caballo tordo.

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