La casa de los amores imposibles (7 page)

Read La casa de los amores imposibles Online

Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

BOOK: La casa de los amores imposibles
8.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pero al menos me dirá qué le trae por aquí… —Quisiera ver a Clara.

—Está descansando, padre. Lo necesita porque está encinta.

—Eso he oído decir en el pueblo. Puedo esperar. Dígale que me gustaría entregarle algo.

—Pero es que aún no se ha despertado, y es posible que tarde horas en hacerlo; cosa de mujeres embarazadas, se duerme mucho.

—Ya me levanté, madre, métase en casa, yo me ocupo de él. —Clara Laguna surgió en el recibidor de losetas de barro. Traía los ojos enrojecidos de llanto, la melena revuelta, y su embarazo abombaba una bata de muselina de
El rapto del serrallo
.

La bruja Laguna se fue a desayunar a la cocina.

—Dígame qué desea y márchese. No quiero tratos con Dios hasta que me llegue la muerte.

El cura sujetaba una Biblia con tapas color violeta, y en ellas tenía fijos los ojos.

—Vine a traerle esto. —Le tendió la Biblia—. No debe esperar tanto.

—¿Tengo yo cara de saber leer, padre? Qué manía tienen los hombres con que las mujeres sean instruidas. ¿Acaso cree que no me habrían abandonado si fuera capaz de entender ese libro?

—Si no puede leerlo se lo leeré yo. Mañana regresaré a esta misma hora. La esperaré en el jardín, y salga vestida.—Le contestó con la determinación que lo mantuvo vivo en la selva durante más de un mes.

Los ojos del padre Imperio, aquellos ojos negros donde Clara encontró consuelo una noche de invierno, se clavaron en los de la muchacha. Ella no dijo nada; sintió la primavera colándose por la puerta con una brisa de brotes tiernos, de gusanos transformados en mariposas.

Pasó la tarde paseando entre las lechugas, los tomates y las calabazas del huerto; entre los frutales, las hortensias y los dondiegos cuyas flores aumentaban la tortura que padecía su corazón. Éste deseaba la rigidez desnuda del invierno y la soledad del águila. En cambio, la criatura que esperaba se revolvía, traicionándola, en el vientre nutrido de primavera. Hasta las entrañas de Clara Laguna llegaba el zumbido crujiente de la naturaleza, el verdor explotando en las ramas que hacía poco no eran más que lanzas en combate contra el viento. Pero lo más doloroso, lo que jamás podría perdonar a la tierra fértil de la casona roja, era la efervescencia de capullos multicolores que se amontonaban en la rosaleda. No había vuelto a pasear por las sendas donde antes había amado, donde había sido feliz, donde una rosa amarilla, también traidora, se marchitaría igual que ella, donde sus compañeras blancas, azules y rojas habían crecido tanto que los pétalos parecían lenguas burlándose de su desgracia. Odiaba aquel lugar que le dio esperanza para luego quitársela. Prohibió a Bernarda, a su madre y a las prostitutas que lo cuidaran, ordenó que cerraran la brecha de la tapia por donde entraba con el hacendado andaluz, construyó una barricada con carretillas en el arco que dominaba su entrada, condenando a una muerte fragante a los perros vagabundos que se escondían dentro, o a descarnarse el lomo para escapar por las sendas de espinas; la rosaleda debía morirse de amargura, de sequedad, de abandono.

Por la noche, vomitó polen y durmió atormentada por pesadillas que olían a jabones, a colonias y a ungüentos, hasta que sus desvelos se apaciguaron bajo un manto negro como una sotana y encontró un sueño sin sueños.

Montado en la mula, puntual, y con el alzacuello honrando la tez surcada por arrugas del trópico, llegó el padre Imperio a la casona roja. Desde la ventana del dormitorio, Clara espió sus andares toscos entre las margaritas, y encargó a su madre que lo despidiera con la excusa de que estaba indispuesta. No tengo tiempo para salvaciones, pensó, sólo para venganzas. Se puso a cepillarse el pelo mientras veía cómo la vieja daba el recado al cura, y cómo él, en vez de marcharse, tomaba asiento en el banco de piedra que había bajo el castaño, y acariciaba las tapas violeta de un libro que Clara intuía sagrado.

—Dice que no se marcha. Este hombre es terco como la mula que monta.

—Ya lo veo.

Bajó al jardín ataviada con un vestido de su madre porque en los suyos apenas le entraban los pechos y el vientre. Los pájaros trinaban demasiado para la muchacha, el cielo era demasiado azul, la brisa demasiado blanda. Él se levantó del banco cuando la vio acercarse.

—Sepa que está usted en el jardín de un prostíbulo.

—Estoy en un jardín bendecido por la naturaleza, y si es así, bendecido también por la generosidad de Dios. —Como siempre que se enfrentaba a los ojos de Clara, el padre Imperio sintió un estremecimiento que le hizo preguntarse si no estarían detrás de ellos los fuegos del infierno.

Ella se sentó en un extremo del banco, y él en el otro; quedó entre ellos un lecho de piedra que les impedía rozarse.

—Me gustaría leerle un pasaje de la Biblia y así entenderá por qué estoy aquí y lo que quiero decirle. —Las tapas violeta se le pegaban al sudor de las manos.

—Una vez alguien me habló de los sermones que usted daba en la iglesia, y me dijo que fuera a escucharlos. Tengo curiosidad por saber qué contaba en ellos.

El padre Imperio dejó la Biblia sobre el banco. Respiró la mañana que parecía recostarse en el jardín, también dispuesta a escucharlo, y comenzó a hablarle de una isla lejana cuyo nombre era Cuba, y de unos soldados que llegaron hasta ella para defender la gloria de un imperio. Clara miró primero la tierra, las flores silvestres que se arremolinaban a sus pies; luego, conforme él avanzaba en la historia, lo fue mirando de reojo, hasta que giró el cuerpo y lo miró de frente. Jamás se había fijado en sus labios hasta ese momento: delgados y con una cicatriz en forma de estrella sobre una de las comisuras, se hallaban sumidos en sus recuerdos. El padre Imperio, ropas de soldado sobre la piel, en la garganta mugre y un alzacuello, en el corazón sólo fe, caminaba con un batallón de hombres por ciénagas donde se escondían los rebeldes; había ceibas y palmeras repletas de enemigos y, a lo lejos, la playa. Los ojos del cura ya no eran negros, los teñía el azul que muele el mar Caribe. Se escucharon disparos y muerte; por el jardín de la casona roja cayeron los primeros soldados, la sangre cubrió el camino de piedras y margaritas, la pólvora chocó contra los granos de polen, los cocodrilos salieron de detrás del castaño, el agua bendita, en cantimplora de campaña, mojó las botas del cura, los pies de Clara, la frente de un soldado caído. Era una emboscada. El mediodía se abalanzaba sobre la casona roja; él se aflojó el alzacuello y la muchacha descubrió la cicatriz que le recorría el gaznate de parte a parte.

—Vendré otro día a leerle unas parábolas de la Biblia.

Cogió el libro sagrado, se levantó del banco; tenía la boca seca. La mula se impacientaba atada a la puerta.

—Vuelva hasta que le dejen.

—O hasta que recapacite y venga a escuchar mis sermones donde debe escucharlos, en la iglesia.

—Usted se debe a Dios, yo a mi venganza.

—Aún es muy joven y espera una criatura.

—Pero ya no tengo alma, padre, me la robó el amor, me la robó la maldición de mi familia.

—Eso no es verdad, su alma pertenece a Dios.

Quiso decirle que él encontraría el alma que creía perdida, pero calló. No se dieron la mano, no se rozaron; se despidieron con la mirada, y el cura se encaminó hacia la mula arrastrando la misma soledad que la envolvía a ella.

Tardó en regresar a la casona roja. Clara procuró recordarlo sólo cuando los dolores de la maldición se le hacían insoportables, como un bálsamo, como una medicina de ojos negros. Se buscó otras ocupaciones para entretener el embarazo. Le cogió gusto a ir al pueblo, pero no a por agua a la fuente, como antes de mudarse, con su cántaro y sus recuerdos de un hombre que, seguramente, ya sería de otra; había, además, junto al huerto, un pozo de agua fresca que no se acababa nunca. Le gustaba ir al pueblo a pasear el embarazo por la plaza y por las callejuelas donde se alineaban las comadres de luto. Quería que murmuraran de ella, de la raza maldita de las Laguna que, en vez de extinguirse, se reproducía con abandonos, deshonras y hembras. Pero si la maldición se había llevado su alma, ella se llevaría a los hombres del pueblo.

Cuando pasaba cerca de los portones de la iglesia, a veces olvidaba su nombre, su estirpe, su desgracia, durante sólo un instante, y deseaba entrar en ese recinto sagrado que recordaba de la niñez con un Cristo crucificado en el altar, las lápidas de los caballeros castellanos tendidas en el suelo, y los ataúdes en piedra de los más nobles, sombríos en las capillas laterales; deseaba sentarse en un banco y admirar al padre Imperio alado en el pulpito con los mantos de misa, los labios saboreando los sermones, y en sus ojos los amarillos de ella.

Tuvo que espaciar cada vez más aquellos paseos. A mediados de mayo su vientre estaba tan abultado que no podía caminar las distancias que separaban la casona roja del pueblo. Su madre, interesada en que dejara de exhibirse entre sus dientas, la convenció para que la ayudara de nuevo en el oficio de la brujería. Éste, aunque aún se resentía por la apertura del burdel, había ido resurgiendo poco a poco gracias a los hombres que, mientras esperaban un regocijo de la carne, sentían curiosidad por su futuro. Las mujeres echaban de menos las predicciones y las pócimas contra el mal de ojo que lanzaban las envidias rurales, así que, aprovechando que Clara había empezado a ocuparse también de los clientes en el salón, la bruja Laguna partía algunas noches al pueblo cargando con el esqueleto de gato.

A Bernarda no le gustaba que aquella mujer tuerta se encerrara en la cocina y ocupara todos los fuegos para preparar pócimas y bálsamos en sus marmitas renegridas. Se quejaba con unos gruñidos de que no tenía espacio para cocinar los guisos y se rascaba la nariz deforme, y se tiraba de los pelos de la barba con rabia.

—Cállate la boca, muchacha, que pareces un jabalí herido. Aquí hay sitio para las dos, la cocina es bien grande.

Bernarda, enfurruñada, iba a tumbarse en el jergón de paja, pero cuando Clara comenzó a ayudar a su madre, mostró un interés repentino por la hechicería, los hilos y las agujas para virgos rotos.

—Ama, ama buena —gruñía mientras se ocupaba de afilar y abrillantar los cuchillos que Clara utilizaría para el desmembramiento de lagartijas, ranas o roedores de campo.

Permanecía junto a ella en todo momento, atenta a cómo los troceaba para guardarlos en conserva o para hervirlos en la marmita, y en cuanto que su ama se distraía, aprovechaba para comerse cualquier pedazo de animalito o cualquier víscera que hubiera tocado, porque para aquella muchacha el amor era una cuestión de estómago.

—Madre, ¿has cogido tú la cola de lagartija? —preguntaba Clara.

—Qué voy a coger yo. Anda y no me distraigas, no quiero confundir las hierbas.

—¿Y tú, Bernarda?

Con la boca abierta y los dientes y encías embarrados de sangre, ella reía saboreando el tacto que adoraba.

—¿Es que no te damos bastante de comer? Estos animales son para los hechizos, bestia, más que bestia. —Y le propinaba un cachete en la cabeza.

Bernarda, aún sonriendo, corría a encerrarse en el dormitorio con una mano puesta en el lugar exacto donde su ama le había arreado.

—¡Sal de tu guarida y calma esos malos humos! —le gritaba Clara.

Pero ella se escondía para cortarse con una navaja el mechón de la cabellera que le había golpeado el cachete, y lo deglutía ansiosamente acompañado con alguna hortaliza o fruta de la despensa.

Cualquier otro estómago hubiera sufrido de unos ardores espantosos, sin embargo, el de Bernarda era capaz de digerir todo aquello que requiriese el amor de su dueña y no sentir la menor punzada de indigestión.

—Ponte a preparar los guisos para los señores de la noche —le ordenaba Clara cuando aparecía en la cocina con su pasión saciada— y no andes más detrás de mí.

Asentía con un gruñido. Y desplumaba una gallina o destripaba un conejo lo más cerca posible de ella para no perder de vista los ingredientes que tocaba.

El aroma mágico de las marmitas que removía la bruja Laguna se extendía por la encimera de yeso donde trabajaba Clara, por la mesa, situada en el centro, donde destripaba almuerzos y cenas Bernarda y serpenteaba, unido al tufo de la sangre, entre las ristras de ajos y cebollas colgadas de las paredes, las alacenas de la vajilla y la mesa de comedor en la que servían las cenas a los clientes.

Cuando Bernarda se quedaba sola, metía la mano en las marmitas, se apoderaba de los ingredientes que había tocado su ama y los guardaba celosamente con la intención de guisarlos más tarde. Algunas veces se molestaba en reemplazarlos por otros sólo iguales en apariencia —no conservaban oculto el tacto de Clara—, pero lo más habitual era que se dedicara a darse su festín sin más preocupaciones. Así, las pócimas para curar el mal de ojo se transformaban, de repente, en remedios para la migraña o un amor de adolescencia. La credibilidad de la bruja Laguna se resintió por estos deslices que ella no lograba comprender, hasta que un día, sospechando de la voracidad de la cocinera, se quedó espiándola y la sorprendió robando unas ancas de rana. Le propinó tal cantidad de azotes con un vergajo que no volvió a meter una mano en las marmitas, y tuvo que conformarse con cubrir de tomate o gachas los utensilios de cocina que usaba Clara, y lamerlos con fruición, pues su estómago no habría podido resistir la pesadez de un rodillo o un mortero.

Otro de los entretenimientos que encontró Clara fue ocuparse de la belleza de las tres prostitutas que ya trabajaban para ella. La última, una muchacha de un pueblo cercano, hija de un pastor, llegó al burdel con la costumbre de incrustarse lanas de los vellones detrás de las orejas, y recibía a los clientes oliendo a majada y con unos soplillos que si no fuera por sus pechos de nodriza contorsionándose en las batas, pocos se habrían mostrado dispuestos a yacer con ella. Clara le revisaba las orejas antes de mandarla al salón, y la vestía con los
negligés
y los pantalones morunos que más resaltaban el color de su pelo y su piel. Si la muchacha la desobedecía, le quitaba unas perras del jornal de los domingos, o le azotaba las orejas con el vergajo.

Aunque las chicas eran más o menos de su misma edad, apenas hablaba con ellas de asuntos que no se refirieran a la organización del burdel, al reparto de tareas domésticas o a las triquiñuelas para satisfacer más a los clientes. Aquél era su negocio y su venganza, y no había sitio para amistades ni charlas; para eso se reunía una vez al año con los caballeros muertos, que la entendían mejor que nadie. Aun así, a veces sentía celos de las confidencias que se hacían a todas horas Ludovica y Tomasa, y se preguntaba cómo sería tener un amigo vivo con quien compartir las alegrías, los anhelos y las tristezas.

Other books

The Marriage Lesson by Victoria Alexander
Eye Candy (City Chicks) by Childs, Tera Lynn
The Show by Tilly Bagshawe
The Strike Trilogy by Charlie Wood
Mark of the Beast by Adolphus A. Anekwe
Hidden Ontario by Terry Boyle
Jim Steinmeyer by The Last Greatest Magician in the World
Hard Rock Roots Box Set by C. M. Stunich