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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

La casa de los amores imposibles (4 page)

BOOK: La casa de los amores imposibles
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Aceptó resignado el deseo de sus superiores de enviarlo al pueblo, pues éstos creyeron que el lugar idóneo para librarse del muchacho y de su manía con el diablo era ese rincón de Castilla, olvidado entre montes y tierras rigurosas adonde apenas llegaban las noticias de las colonias, y que acabaría con su obsesión, si no era gracias a una vida tranquila de sermones agrícolas, partidas de mus y anisetes, sería gracias a las heladas.

Sin embargo, el primer domingo que el cura se subió al pulpito no dio un sermón sobre el porvenir de las cosechas de centenos y trigales; desplegó sus brazos y así, abiertos como las alas de un águila que planea entre los picos de las sierras, dedicó a los feligreses un sermón sobre la gloria del Imperio español y sobre cómo había sido testigo de las triquiñuelas del diablo, en una tierra rodeada de mares turquesa, para hundir lo que quedaba de él. La iglesia estaba a rebosar; hasta habían bajado de los refugios los pastores, pues despertaba una gran expectación el joven cura que traía el rostro color café con leche. A la salida de misa, unos feligreses llevaban los ojos anegados en lágrimas sin saber muy bien el porqué —no habían entendido una palabra del sermón y confundían al diablo con los mosquitos—, mientras que otros se preguntaban contra quién combatían las tropas españolas y quién, en verdad, quería robarles el Imperio. Aquel sermón enfebrecido se repitió los domingos siguientes con la misma asistencia de público. Se apretujaban los fieles en los bancos. Un incensario se balanceaba de lado a lado de la iglesia para aplacar el olor a oveja de algunos pastores, y otros aromas que expulsaban los fieles debido al acaloramiento al que los sometía el cura, con sus batallas en parajes infectados de cocodrilos donde el sol hacía hervir la fe. Pero si algo le quedó claro al pueblo, después de aquellos primeros sermones, fue que aquel muchacho de sotana grande y ojos negros poseía la capacidad de llegar al corazón de quien escuchara sus palabras, aunque no comprendiera el significado de ninguna de ellas. Se llamaba Juan Antonio Escabel de Castro. Sin embargo, comenzaron a llamarlo «el padre Imperio», y por ese apodo, que él aceptó gustoso, fue conocido hasta el fin de sus días.

El revuelo que montó la llegada del cura y sus sermones distrajo la atención sobre el amor que se había reanudado entre Clara y el joven andaluz. Cuando las ancianas lo veían pasear con sus rizos y su escopeta, sólo dedicaban unos minutos a preguntarse si sería capaz de romper la maldición de las Laguna casándose con una de ellas y haciéndola feliz. Enseguida, se ocupaban de los cocodrilos tropicales del padre Imperio, que devoraban cangrejos como puños y piernas españolas, y en los que, sin duda, se había reencarnado el diablo.

Incluso una noche en que el hacendado fue a cenar a la taberna, la Colora se limitó a recomendarle un revuelto de setas, y a decirle mientras se lo servía: «Hay que ver cuánto le gustan a usted las cosas de las mujeres bonitas».

Clara era una de las pocas mujeres del pueblo que, aquel otoño de 1898, vivía ajena a la influencia de los sermones del padre Imperio. No asistía a misa los domingos, ni su madre tampoco; no eran bien recibidas por los velos y las mantillas. Además, la bruja Laguna había enseñado a su hija que una mujer maldita sólo había de pisar suelo sagrado cuando sintiera entre los labios el picor de la muerte. A Clara, que creía a duras penas en un Dios rescatado del analfabetismo y las supersticiones, no le importaba. Si le apretaban las ganas de rezar la única oración que sabía, se la rezaba en pleno monte a Dios o a santa Pantolomina de las Flores, la patrona del pueblo, una mártir con lirios en los cabellos rubios que fue descuartizada hasta la extenuación.

Sus amores la mantenían muy ocupada. Paseaban a caballo por los pinares salvajes y las majadas, entre cacería y cacería de él, y se amaban donde les venía en gana. A ella le gustaba sentir las manos de su amante y aquel olor salado, que se resistía a irse, en el jardín de la granja bajo la pérgola con las últimas rosas. Un atardecer, después del gozo, él le preguntó por qué no acudía a la iglesia a escuchar los sermones del cura, que si bien eran algo confusos en el significado, resultaban fascinantes.

—Si quiere le acompañaré este domingo —respondió imaginándose cómo entraba en el templo luciendo el vestido de las fiestas, con su brazo maldito enlazando el brazo del hacendado. Se imaginó también que su vestido era blanco y que avanzaban hacia el altar donde les esperaban unos anillos y unas bendiciones, porque la maldición de su familia se había quedado en el umbral de la iglesia temblando de rabia.

Él, que a excepción de la boda se había imaginado lo mismo, supo que acababa de precipitarse. Una cosa era que le hubieran visto con ella paseando por las calles o a caballo por los montes y las sierras, y otra muy distinta que le vieran llevándola de su brazo a la iglesia.

—Creo que con quien deberías ir es con tu madre.

—Sí, o lo mejor es que no vaya, o que lo haga con quien me apetezca.

Clara se alejó de su amante. Un frío líquido le recorría los huesos, lloraba lágrimas como cuchillos, y en la boca sentía una náusea de sangre. Reconoció esos síntomas que le había descrito su madre en muchas ocasiones: eran los síntomas de la maldición, era el primer dolor que le infligía, y el que anunciaba la podredumbre de otros venideros.

El domingo siguiente ni Clara ni su madre asistieron a la iglesia. Sin embargo, al mediodía, fue el padre Imperio quien se presentó en su casa. Lo recibieron con las rebanadas de pan duro tostándose en el fuego junto con un pedazo de sebo, una raíz de mandrágora y una marmita en la que se cocían sapos para el mal de ojo. El cura sacó un pañuelo y se tapó la nariz y la boca.

—¡Alabado sea el Santísimo, en esta morada huele a brujería!

—A lo que huele es a desayuno y a hogar de pobre —respondió la madre de Clara.

Se apretó aún más el pañuelo contra el rostro. Estaba pálido dentro de la sotana negra, y en la frente y en las sienes se le acumulaba un sudor del trópico. Se le había dado la vuelta la memoria tras respirar el aroma de la marmita y, por un instante, creyó que estaba en la choza destartalada del corazón de la selva, donde la santera chupaba tabas de cordero mientras le molía la garganta con un emplasto amarillento.

—Siéntese, padre, que se le ha puesto color de cabra muerta —le dijo la bruja Laguna ofreciéndole un taburete que él rechazó con un movimiento de la mano.

—La información que me dieron parece cierta. En esta casa se practica la hechicería. Ahora, he de saber si en ella se invoca también al diablo. —Al pronunciar esta última palabra, miró hacia una esquina de la habitación y descubrió, agazapados, los ojos de Clara Laguna.

—El único diablo que conozco y con el que trato es el que llevan dentro muchos de mis clientes.

A la mujer le bizqueaba la pupila tuerta. El padre Imperio sintió la necesidad de santiguarse.

—Acuda usted a misa, señora, y lleve a su hija; con las cosas que dice puede estar en pecado mortal.

—Sepa que estamos malditas, y en esas condiciones una sólo debe ir a la iglesia a morirse. Al menos eso me decía mi madre.

—Ya me han hablado de la maldición que pesa sobre la familia, y también he venido a decirles que el único remedio para ella es la castidad. No deben reproducirse.

Los ojos de Clara Laguna cayeron sobre el padre Imperio. En el pecho del cura se encendió un huracán. Guardó el pañuelo en el bolsillo y se despidió apresuradamente. La mirada de aquella muchacha escondía la fiereza y la soledad de un felino.

Después de sufrir los primeros síntomas de la maldición, Clara creyó que podría seguir las indicaciones del padre y no entregarse al hacendado andaluz. Pero se equivocó. Cuanto más esquivaba sus besos, más prendía en él el deseo de la piel maldita: le compró una pulsera de perlas de río en el almacén, le enredó otra vez el corazón de coplas y saetas que entonaba arrodillado bajo una encina, mientras los rayos de la luna se le clavaban como lanzas en el pecho. Clara perdió el apetito, el oído y el habla hasta que volvió a entregarse a él en una senda de la rosaleda, sobre un lecho de hojas y pétalos crujientes. Cuando regresó a casa, su madre le dijo: «Has hecho bien, ya no tenía remedio»; le abrió la boca y le inspeccionó las encías como si fuera un caballo, después le hizo orinar en un caldero, echó unas raíces y lo puso a hervir. Cuando la habitación se impregnó de un aroma dulce a entrañas, la mujer entornó la pupila tuerta y dijo:

—Estás encinta. Te quedaste cuando las ciervas, hace más de un mes.

Era la época de la niebla de los caballeros difuntos. Azotaba la plaza el viento glacial de armaduras y espadas. Sin embargo, para Clara Laguna, sentada en el pilón de la fuente, el viento se tornaba cálido cuando le cruzaba el rostro, y los lamentos de los espíritus se unían al suyo. Amaba a un hombre al que conocía desde hacía tan sólo un año, les contaba, y ahora esperaba una criatura. Tañeron las campanas su aviso triste y la niebla empezó a disiparse. Entre las hebras que se desgajaban camino de los nichos, ella divisó una mancha negra. Era el padre Imperio desperdigando agua bendita con un hisopo. Él divisó en lo que quedaba de espesura los ojos ámbar y se santiguó. Por mucho que se hubiera esforzado el campanero de la iglesia en explicarle el origen de esos fenómenos, el padre Imperio se había empeñado en achacarlos al aliento del diablo.

—Muchacha, ¿qué haces aquí respirando estos signos demoniacos?

—Aquí no hay signos demoniacos, padre, sino mucho desconsuelo. Ya se acostumbrará.

La mañana del día de difuntos, mientras el pueblo peregrinaba con flores y estropajos hacia el camposanto, Clara se encontró con su amante en el encinar. Había amanecido un cielo tormentoso que, justo cuando ella le dijo que estaba encinta, descargó sobre casas y montes una tromba de agua, truenos y relámpagos dorados. Los que aún quedaban en el cementerio se refugiaron en las criptas de los panteones, pero con tanta saya y sombrerito de luto se quedaron pequeñas, y se inició una estampida de parientes de muertos por la cuesta hasta alcanzar los primeros portalones. Mientras tanto, los amantes se abrazaban abrigados por la sombra de una encina fabulosa. Clara lloraba y sus lágrimas se confundían con la lluvia. El hacendado sentía que se ahogaba bajo la opresión de las nubes borrascosas, de las ramas iluminadas por los relámpagos. Intentaba susurrarle consuelo, pero no el que ella quería oír. Recordaba las palabras de la Colora advirtiéndole que ningún hombre se había atrevido a romper la maldición de las Laguna, recordaba las desgracias misteriosas que se presagiaban para el que intentara hacerlo.

Cuando a Clara se le acabaron las lágrimas, escampó. Aun así, el cielo continuó amenazando con otra tormenta hasta que cayó la noche y ella pudo dormirse en su catre de huesos fríos.

Al día siguiente, el joven andaluz, tras hacer unas averiguaciones en el pueblo, tomó la diligencia de la tarde en dirección a la capital de la provincia, a unas cinco horas de viaje. Se llevó a sus dos criados y dejó en la posada varios baúles con ropa y escopetas. Regresó cuatro días después, con algunos rastros de insomnio pegados en el rostro, y partió a pie hacia la casa de Clara cargando con una cartera. La encontró quitando malas hierbas en la huerta de tomates. Ella lo había estado esperando, y cuando lo vio aparecer sintió que en el pecho le quemaba el orgullo, pero también la esperanza.

—Creí que se había marchado a su Andalucía sin despedirse —le dijo con desdén.

—Me marcho pasado mañana, mis tierras requieren a su dueño. Pero antes quiero que me acompañes a la granja.

—¿Para qué?

—Cuando lleguemos allí, te lo diré.

Caminaron silenciosos por la carretera de tierra que atravesaba el pinar hasta que divisaron las altas puertas con barrotes de hierro. El frío de las agujas les enrojecía las mejillas.

—Esta vez entraremos por donde se debe entrar.

El hacendado sacó una llave y abrió las puertas. La herrumbre chilló en los goznes de hierro. Clara Laguna pisó el camino de piedras que conducía hasta el umbral de la casa, y supo que lo había atravesado en sus sueños mientras en los cabellos le brotaban margaritas.

—Te ganarás la vida como granjera —le anunció él, y le brillaron las pupilas aceituna.

—Yo sólo quiero estar con usted.

—Te he comprado la propiedad. Es para ti y el bebé.

—Entonces será una hembra.

El hacendado le entregó la cartera que llevaba bajo el brazo.

—¿Qué es esto?

—Los títulos. Todo está a tu nombre. Y también un poco de dinero para que puedas salir adelante al principio. Me fui a la ciudad para arreglar la compra. Partiré pasado mañana, como te he dicho, pero regresaré cuando nazca la criatura.

—Yo soñaba con vivir en esta granja, pero sólo si era con usted.

—Te aseguro que regresaré para conocer lo que nos mande Dios, hembra o varón, y ver cómo te has convertido en toda una granjera.

—¿Y se casará conmigo?

—Clara, nunca me casaré contigo, nunca ha sido ése mi deseo. Eres una muchacha muy bella, pero no puedo amarte como a una mujer de mi clase y posición. Tu madre se dedica a los hechizos y a leer huesos de gato, y tú no sabes ni escribir tu nombre, pequeña. ¿Cómo podría presentarte en sociedad? Acabaría aburriéndome de ti, y me odiarías. Eres como esa preciosa rosa amarilla del jardín de la que ya es tu granja: tardó en marchitarse, pero al final lo hizo, y ya no queda nada. No sé si puedes comprender lo que intento decirte.

—Lo comprendo, no soy tan ignorante como cree. Pero ¿me promete que regresará al pueblo?

—Sí, muchacha.

—Estaré esperándole.

Antes de que el hacendado tomara la diligencia de la tarde con sus criados y sus baúles de hombre rico, se despidieron en el encinar. Se hundían los últimos rayos de sol en las aguas del río, cuando ella, que lo esperaba sentada sobre el musgo, escuchó los cascos del caballo golpeando la tierra. Le retumbó en el vientre aquel galope duro, y los huesos se le convirtieron en nieve. Desmontó él, gallardo, y con una navaja de campo grabó un corazón atravesado con una flecha y los nombres de ellos en un tronco hueco, mientras repetía su promesa de volver al pueblo. Luego la besó en los labios, se subió al animal y, con su pelo de tumba, se fue alejando de ella lentamente, por la ribera del río, entonando una copla.

El viento trajo el tañido de las campanas que llamaban a misa de siete. Enredada en la sombra de una encina, Clara Laguna supo que su amor olería siempre como ese árbol de hojas duras y maldijo a Dios. A lo lejos, aún se divisaba la silueta de su amante serpenteando el río. Él se casaría con una mujer que no era ella, una mujer envuelta en lunares y volantes tiesos, una mujer capaz de escribir no sólo su nombre y apellidos sino hasta cartas de amor; y lloró tanto imaginándose aquella rival, que cuando se le secaron los ojos, le empezó a llorar el vientre y después la vagina, que le había regalado una pasión enorme y ahora se la arrebataba. Pasó la noche a la intemperie, sucia de encinas, de escarcha y de recuerdos. Al amanecer regresó a casa, despertó a su madre y le rogó que le leyera en el esqueleto de gato si él cumpliría esta vez su promesa.

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