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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

La casa de los amores imposibles (6 page)

BOOK: La casa de los amores imposibles
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—¿Dejó de comer?

—Dentro de poco no me quedará más remedio. Fíjate en tu pobre madre, ayer tuve que matar una gallina. Pero tú no te preocupes y disfruta de tu mansión.

Desde que su hija comenzó a recibir hombres, el negocio se había resentido. Los huesos del esqueleto de gato llevaban días sin salir del saco. Las mujeres del pueblo, que eran las que más requerían los servicios adivinatorios, se vengaban así de que sus maridos, hermanos o hijos anduvieran desfogándose con Clara en una granja con muebles de palacio. Los encargos para coser virgos o preparar brebajes contra el mal de ojo también se habían acabado. Tan sólo algún cazador, ajeno a las venganzas, se había atrevido a comprarle un amuleto. Si seguía así, a finales de mes era muy posible que no pudiera pagar la renta de la casa.

—Coja los animales que le queden y véngase conmigo.

—Ya era hora de que recapacitases. Con tu cabezonería de hacerte puta me estás arruinando el negocio.

—Venga a ayudarme con el mío, que parece que va a dar buenas perras.

—Y más que puede dar si dejas que tu madre te aconseje. Necesitas más chicas que te ayuden con los hombres; yo me encargaré de buscártelas. Además, dentro de unos meses, cuando tu embarazo se te note, no podrás atenderlos.

Recogieron las marmitas y los pucheros, los tarros con los ingredientes mágicos, los cacharros de la cocina, las tres gallinas que quedaban y la cabra. Lo montaron todo en una carretilla desvencijada y partieron hacia la casona roja.

A los pocos días de instalarse la bruja Laguna en el burdel, llegó al pueblo la noticia de la derrota de España en la guerra contra los rebeldes cubanos y los Estados Unidos, y con ella la de la pérdida de los pocos territorios que quedaban del imperio. Cuba, Filipinas y Puerto Rico pasarían al dominio de los americanos. El domingo, el joven cura, temblando aún ante tanta desgracia, se subió al pulpito y con sus brazos de águila pronunció un sermón sobre las maldades del azúcar, que procedía principalmente de Cuba, y prohibió su consumo en cafés y dulces, llamando a los fieles a apostar por el amargor de la derrota. A la salida de misa, se precipitó sobre el pueblo la primera nevada del otoño que se había convertido en invierno de tanto esperar. Las calles, la plaza, la iglesia, la fuente, la cuesta del cementerio, los campos de los alrededores, los pinares, las montañas, las orillas del Duero, se cubrieron con una capa de nieve blanda que se desmigaba en granos inmaculados. El padre Imperio identificó aquel fenómeno tardío con una nueva jugarreta del diablo, pues éste le lanzaba, con el fin de humillarlo, una nevada de azúcar cubano. Se encerró en la sacristía de la iglesia, atormentado por la visión de las costras blancas que suavizaban los picos de las sierras, y por la del pueblo sumido de golpe en la eternidad del invierno, y se negó a salir de ella hasta que las heladas de las noches dejaron la nieve dura, y hombres y bestias la ensuciaron con el trajín de sus quehaceres. La nieve volvió a ser nieve, y el padre Imperio salió a pasear por ella para enfriar las muertes de soldados que se le acumulaban en la memoria caribeña. Quiso que dejaran de llamarlo padre Imperio, pero nadie se acordó nunca de llamarlo Juan Antonio, y la costumbre acabó por imponerse a su deseo.

La noticia de la derrota española y las prohibiciones del cura mitigaron entre las gentes del pueblo el escándalo de la llegada de dos prostitutas a la casona roja. En las partidas de mus de la taberna, los hombres compaginaban los órdagos a la política del país, con los órdagos a los encantos de las chicas. No se vio a nadie murmurando en las puertas de las casas; apaciguó las lenguas el frío de nieve, los postres amargos, los cafés tristes.

La bruja Laguna siempre se consideró una mujer práctica que sabía sacar provecho de las causas perdidas, como lo era la maldición que atormentaba a la familia; por eso, cuando se dio cuenta de que no podría convencer a su hija para que renunciara a esa venganza descabellada, decidió aprovecharse de ella. Reclutó a dos muchachas en el pueblo vecino. Se llamaban Tomasa y Ludovica. Eran pobres pero hermosas, y estaban dispuestas a trabajar por una cama caliente, comida y unas cuantas perras para salir los domingos. Sus servicios pronto fueron muy apreciados por la clientela cada vez más numerosa, aunque no tanto como los de la prostituta de los ojos de oro. A diario, transitaban diligencias y carros por la carretera de tierra que comunicaba entre sí los pueblos de la comarca y éstos con la capital de la provincia, y eran muchos los viajeros que se detenían en el burdel por casualidad, o atraídos por su fama, que se había extendido con rapidez, y relajaban los cansancios del viaje con una jornada de pasión bajo el dosel púrpura, o en las camas que Clara había rescatado del desván para las prostitutas nuevas.

La madrugada del último día del año, llegó hasta la cocina del burdel, sin que nadie la viera, una muchacha con la nariz deforme. En el salón, adornado con tiras de papelillos brillantes para celebrar las fiestas navideñas, la bruja atendía a los clientes que esperaban en los canapés el turno para subir a las habitaciones. Servía vino caliente, y a los que se lo solicitaban, les echaba los huesos para ver la suerte que correrían sus cosechas o sus negocios en el nuevo año. El perfume de la leña que ardía en el hogar gigante caldeaba la espera y las predicciones. De vez en cuando, se escapaba un largo gemido de victoria de la primera planta o un cloqueo de cama vieja a punto de desvencijarse de placer. La muchacha de la nariz deforme se coló en la casa por la puerta de la cocina que alguien había dejado sin pasar el pestillo. Traía hambre. Quiso comerse un tomate del huerto, pero la nieve los había congelado y casi se rompió un diente al morderlo. También traía frío, por eso se metió en la cocina sin pensar en más consecuencias que en el bienestar de su cuerpo con olor a yegua. La habitación se debatía en la penumbra de un par de candiles. Sobre una mesa, en el centro de la cocina, encontró una jarra de vino humeante y unos vasos. Dio varios tragos hasta que le escoció la garganta, y los pedazos de escarcha empedrados en las cejas, el bigote y la barbilla se derritieron. Escuchó las voces que llegaban del salón, pero no le importó; acababa de descubrir los conejos que uno de los clientes había llevado para pagar los servicios del burdel, y se dispuso a cocinárselos al ajillo. Encontró los ingredientes necesarios en la despensa y, tras morder apasionadamente una cebolla, un par de ajos y una hogaza de pan, arrancó la piel de los animales, los descuartizó, chupándose la sangre de los dedos, encendió el fuego de la cocina de hierro, colocó una marmita y comenzó a preparar el guiso. Nadie se dio cuenta de su presencia hasta que un aroma sabroso penetró en el salón y enmudeció la espera, el vino y las predicciones. La bruja Laguna se dirigió a la cocina seguida de un par de clientes a los que ese olor magnífico había abierto el apetito. Descubrieron a la muchacha envuelta entre las sombras que proyectaban los candiles y dieron un respingo. Sin embargo, ella continuó removiendo el guiso como si no pasara nada. Aparte de la nariz deforme, tenía el rostro amoratado de golpes, los ojos como grillos, el pelo corto y oscuro con patillas anchas que terminaban en una modesta barbita. No pertenecía al pueblo, y cuando la mujer le preguntó quién era y qué estaba haciendo en su cocina, emitió un torrente de gruñidos y palabras entrecortadas de los que sólo pudo entenderse que se llamaba Bernarda y que estaba cocinando un conejo al ajillo. Llevaba un vestido de terciopelo miserable y unas botas con agujeros atascados de nieve. Cuando la bruja se acercó a ella, se puso en cuclillas y se cubrió la cabeza con los brazos.

—¿Quién te dio esos golpes? —le preguntó uno de los clientes.

La muchacha, aún en cuclillas, gesticuló con las manos, agigantadas por haber trabajado desde la infancia, y balbució unos gruñidos que esta vez nadie pudo entender.

—Te escapaste de tu casa porque te zurraban, ¿eh? —le preguntó el otro cliente.

Se acentuó el tufo a yegua que exhalaba su carne, y guardó silencio.

—Vengas de donde vengas, cocinas muy bien. Cuando esté listo ese conejo, yo me como un plato —dijo uno de los cuentes.

—Y yo —aseguró el otro.

—Levántate y termina ese conejo, entonces —le ordenó la madre de Clara.

Bernarda, llevada por una alegría que nadie entendió, se anudó un trapo de la cocina cubriendo los ojos e hizo malabares con la cuchara de madera que había utilizado para remover el guiso. Después la cambió por un cuchillo y, ante el espanto de la bruja y los clientes, picó un ajo diminuto sin que el filo le rozara siquiera un dedo. Cuando se disponía a echarlo en la marmita, encorvó la espalda, se detuvo unos instantes a escuchar y lanzó el cuchillo contra un ratón que huía hacia la despensa, atravesándole el vientre.

—¿Quién diablos es esta mujer? —Clara Laguna, harta de esperar, había seguido el rastro del conejo al ajillo.

La muchacha se retiró el trapo de los ojos y la imagen de aquella prostituta de pupilas de oro ataviada con un
negligé
naranja, el cabello suelto hasta más abajo de la cintura y los pechos de embarazada estallando los tules se le atravesó en el estómago para siempre. Cogió unas cebollas de encima de la mesa y, mientras emitía sus gruñidos incomprensibles, se puso a hacer malabares hasta que Clara le exigió que se detuviera. Bernarda balbució «aquí me quedo» y devoró las cebollas con un apetito enfebrecido.

Hicieron falta más de dos años, que Bernarda pasó trabajando como cocinera en el burdel —porque esa noche dijo «aquí me quedo» y se quedó hasta su muerte—, para ordenar los gruñidos y las palabras que balbucía y enterarse de que su padre la había vendido a un circo aprovechándose de la pelambrera que lucía en el rostro. Entonces se supo dónde había aprendido sus habilidades y su gusto por los malabarismos, que era capaz de realizar con todo tipo de utensilios, hortalizas o frutas. Aunque las habilidades de Bernarda no acababan ahí: tenía una sensibilidad innata para cocinar, y sus guisos acabaron haciéndose tan famosos y atrayendo tanto a los clientes, que se metían un buen plato antes o después del amor, como los placeres de Clara bajo el dosel púrpura. Además, se comunicaba con el mundo a través de sus guisos, mejor que a través de los gruñidos y palabras balbucientes.

También poseía una capacidad prodigiosa para cuidar a los animales, que se amansaban cuando los tocaba con sus manos de coloso. Por eso se ocupó, aparte de la cocina, de los corrales y del establo del burdel que, conforme prosperaba éste, fueron llenándose de gallinas, ovejas y cabras, e incluso de un par de caballos que relinchaban de satisfacción al olisquear el perfume a yegua que desprendía, como un chorro invisible, el cuerpo de Bernarda.

Pasados unos cuantos años más, se enteraron de que era natural de Soria y huérfana de madre desde la niñez. Que había huido del circo porque alguien la pegaba, ya se sabía, pero en aquella época se consiguió descifrar que era el domador de fieras quien se emborrachaba, la molía a palos y le tiraba de la barba para divertirse.

Sin embargo, lo que se averiguó a los pocos días de su llegada fue que aquella simpleza de carácter que demostraba Bernarda —y que demostraría siempre— no era un problema de timidez o un trauma por los palos borrachos del domador; la muchacha, desde su nacimiento, tenía la cabeza aletargada en algún rincón del cielo.

La instalaron en el dormitorio situado junto a la despensa, en un jergón de paja sobre el suelo. Se deshizo del vestido, y su olor fluyó por las habitaciones, ascendió la escalera y avanzó sigiloso hasta Clara Laguna. Ella lo percibió en sueños, y la criatura se le revolvió en el vientre.

4

E
l jardín de la casona roja reventaba de flores, abejas y saltamontes. Pero fue al invierno siguiente cuando empezó a murmurarse en el pueblo sobre la desobediencia que acabaría mostrando a la climatología y a las estaciones. El primer indicio de aquel presagio fueron las margaritas que brotaron entre las piedras del camino tras instalarse Clara en la casa, y desde entonces no habían parado de crecer con sus corolas robustas, ni siquiera durante los fríos del invierno; se habían reproducido minuciosamente a través de la nieve y las hojas secas, apoderándose de la tierra y una vez más de sus sueños. A los seis meses de embarazo, dejó de recibir cuentes y mandó a su madre a reclutar a una chica para sustituirla mientras se resignaba a la espera del nacimiento de la niña. Colocó la cama bajo la ventana de su dormitorio, quedando ésta enmarcada entre los barrotes de hierro. Con el vientre hinchado, se sentaba en ella y se entretenía contemplando el camino de piedras. Fantaseaba con la llegada del otoño, y el hacendado andaluz aplastando con sus botas las matas de margaritas; las piernas firmes, la canana repleta de cartuchos abrazándole la cintura, los ojos como dos aceitunas de hielo, la capa a la espalda, el cabello ensortijado en vapores de aceite. Avanzaba por el camino cantándole una copla para anunciarle su llegada, y después una saeta para rogarle su perdón. Aquel camino acabó siendo lo primero que Clara contemplaba al despertarse, y lo último, antes de dormirse. Pero su visión continuaba en sueños. Amanecía con la melena oliéndole a flores, como en la época en que llevó al hacendado a conocer la casona roja, sin embargo, las margaritas ya no brotaban en sus hebras castañas, sino en la tierra que serpenteaba el camino.

Una mañana, embarazada de siete meses y con los ojos aún velados por la niebla del sueño, creyó distinguir la figura de un hombre que se dirigía hacia el umbral de la casa. Se restregó los párpados; ninguna legaña debía interponerse en sus esperanzas: él regresaba al pueblo, y antes de lo que le había prometido, cuando la primavera apuntaba con su pistola de flores. Pero aquel hombre no vestía botas y pantalones de montar, ni capa ni aceite en el pelo. Sus pantalones eran negros y burdos, sus botas gruesas y de caña, su chaquetón un par de tallas más grandes de lo necesario y, sobresaliendo por encima del cuello, la gargantilla de nieve que atestiguaba la consagración a Cristo; aquel hombre era el padre Imperio. Clara rompió a llorar. El padre Imperio llamó con la aldaba y abrió la bruja Laguna. Por un instante, se preguntó si el diablo podría esconderse en la pupila tuerta de aquella mujer que continuaba apestando a brujería, y se santiguó en su conciencia.

—Qué sorpresa, pase usted.

—Aquí me quedo.

El padre Imperio tenía la intención de no traspasar jamás aquel umbral.

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